sábado, 29 de octubre de 2011

Turnos

El “tercer turno” quiere decir de once de la noche a siete de la mañana, como en prisión. Cuando estás cumpliendo condena aprendes que cada turno tiene su personalidad propia. En el primero, la comunidad exhibe sus mejores modales; es cuando se permiten visitas y la única hora en que aparecen los de la Comisión para la libertad condicional, así como los insoportables terapeutas, consejeros y maniáticos religiosos. El segundo turno es donde se resuelven las disputas, si se trata de cosas serias. Las peleas en la cárcel duran pocos segundos: uno muere y el otro se va por ahí. Si el tipo a quien apuñalas no muere, tiene derecho a la revancha. Y el tercer turno es aquel en el que si no te gusta la habitación, te vas del hotel: es cuando los más jóvenes se ahorcan en sus celdas. La prisión es exactamente igual al mundo libre: prepotencia, violencia y muerte, sólo que en prisión los horarios son más ajustados.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 34)

martes, 25 de octubre de 2011

Hippies y revolucionarios

Por aquel entonces me ganaba bien la vida. Lo único que se necesitaba era conseguir algunos representantes genuinos del Tercer Mundo como compañeros, y recaudabas fondos más rápido que el Reverendo Ike, diciendo a los hippies que estabas financiando una acción revolucionaria, como, por ejemplo, el robo de un banco. En el Village se había levantado la veda, mejor todavía que en el East Side. Los hippies que vivían allí creían que con sus conspiraciones, planes, simulacros de bomba y cartas al editor estaban haciendo una verdadera contribución. Estaban demasiado ocupados organizando a los oprimidos, como para percibir el valor de una transacción monetaria, pero nunca sabían donde comprar los explosivos, así que también hice negocios con ellos. Menos mal que nunca intentaron tomar el Banco de América con la levadura que les vendía.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 104)

Una transacción neoyorquina

Cerca de la pista donde aterrizan y despegan los helicópteros hay un aparcamiento al aire libre. El empleado era un chico con cara de hurón.

—¿Necesitas un ticket, tío?

—No lo sé —dije—. ¿Lo necesito?

—Dame cinco y estaciona allá —dijo señalando un rincón vacío—. Guarda las llaves.

El rótulo que había en el aparcamiento ponía siete dólares por la primera media hora. Una transacción neoyorquina: un poco para ti, otro poco para mí y a la mierda el que no está allí en el momento de hacer el trato.

(Andrew Vachss, Strega, Barcelona, Ediciones B, 1988, pg 293)

Contra la oscuridad, más oscuridad

Strega, Andrew Vachss

Es un lugar común ese que reza que se viaja a través de la lectura. Aunque prefiero viajar en aviones, yo mismo podría coincidir con dicha afirmación. Al fin y al cabo, casi todo lo que conozco del mundo se lo debo a los libros. Y como todo lector de novela negra, soy un viajero frecuente a ciertos destinos: Nueva York es uno de ellos. De modo que mi plan al abrir Strega era recorrer otra vez la Gran Manzana. Ya saben: un poco de acción cosmopolita en la capital del mundo, esas cosas…

Pero me equivoqué. Fiero me equivoqué. Porque cuando abrí Strega, el que me recibió fue Burke. Y Burke, un sujeto que mete miedo de verdad, peleador sobreviviente, me llevó a otro lado, a una Nueva York aterradora que junta la ferocidad del Harlem de Himes y la podredumbre moral del Brooklyn de Selby.

Pero más allá del escenario, Burke es el magnífico astro sombrío que tiene esta novela. Un magnético agujero negro, un personaje que irradia oscuridad. ¿Qué sabemos de él? Como narrador de esta historia, Burke no nos aburre con descripciones de sí mismo. Al contrario, y como debe ser, llegamos a conocerlo por el relato de sus episodios carcelarios, de sus delitos, sus escasas pero indestructibles lealtades, la forma ultraviolenta en que resuelve ciertos entuertos. Ha elegido una familia adoptiva que también dice mucho: Mamá, matriarca dueña de un restaurante chino; Max, un oriental sordomudo y letal, al que Burke considera su hermano; el Profeta y el Topo, dos malvivientes que saben de autos y de explosivos; Michelle, prostituta travesti que le oficia de secretaria callejera. Y Pansy, su enorme perra mastín napolitano, “sesenta kilos de músculo asesino”.

Burke se gana la vida de mil formas distintas, casi todas reñidas con la ley. Su único interés es sobrevivir un día más entre la basura, y le importa poco cómo. Una de sus tantas ocupaciones es la de investigador privado —desde luego, sin licencia—, que trabaja para otros delincuentres como él. Aunque no parece que aceptara fácilmente ninguno, hay un tipo de trabajo que Burke no puede rechazar…

En Strega una enigmática mujer logra contratarlo para que encuentre y destruya una fotografía. En ella aparece un niño siendo abusado por un adulto. Burke tiene algo personal con los pederastas: criado sin familia, en los reformatorios del Estado, se adivina el deseo de venganza que lo atraviesa cuando de abuso infantil se trata. Y sabemos que Burke puede ponerse muy violento: cualquier abusador pedirá a gritos una piedra de molino al cuello y un empujón al mar antes que cruzarse con él.

Además de ser un autor filoso como pocos, seco y magistral para tratar con la violencia extrema de una sociedad —o de toda una civilización—, Andrew Vachss es un abogado neoyorkino de activa lucha en contra del abuso infantil. Defensor de posturas (muy) políticamente incorrectas con respecto este delito, que él considera un flagelo que está llevando a la ruina a la humanidad, ha creado a Burke, especie de alter ego todoterreno, protagonista de una serie de 18 novelas de las que sólo se han traducido al castellano tres: Flood, Strega y Blue Belle.

Habrá que ir por las otras dos entonces.

Traducción: Susana Constante

10/11

Vaya un especial agradecimiento a Juan, Kike y Nicolás, la banda de secuaces de Vachss en Buenos Aires que me introdujeron en tan devastadora y alucinante lectura. Me deben una.

jueves, 20 de octubre de 2011

Pagar un tributo

… la organización entera estaba repleta y rebosante de frustrados diversos: ex artistas, científicos, campesinos, escritores, explotadores, poetas, abogados, médicos, músicos; todos ellos se pasaban sus vidas conformándose, por cierto. ¿Y conformándose con qué? Con formar parte de una especie de máquina gigantesca, sin objeto y diseñada al azar, que los hacía ir siempre corriendo en busca de psicoanalistas, que los enviaba a sanatorios mentales, les producía hipertensión y úlceras de estómago, los mataba a base de hemorragias cerebrales, ataques cardíacos y, a veces, suicidios. ¿Por qué debía pagar yo un tributo aún mayor a esa maquinaria fatal? Sería más fácil y más sencillo ser aplastado tratando de desmontar sus engranajes que ser machacado por ayudarla a funcionar.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 126)


Sordo y ciego

Me dije a mí mismo que no era más que un instrumento, una máquina enorme, y que las máquinas eran ciegas. Pero no había comprendido enteramente el alcance de su peso y su fuerza aplastante. Era demencial. No se puede confiar en la máquina. Crea y destruye, y lo hace todo con glacial inhumanidad. Valora a las personas del mismo modo que valora el dinero, el crecimiento de los árboles, el ciclo vital de los mosquitos, la moral o el avance del tiempo. Y cuando suena la hora en el gran reloj, es que, en efecto, ha llegado la hora, el día, el momento preciso. Cuando dice que un hombre tiene razón, la tiene, y si descubre que está equivocado, está acabado, sin apelación. El gran reloj es sordo y ciego.

Claro que yo me lo había buscado.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 159)

Como algo definitivo

Al fondo del vestíbulo, en el despacho de Sydney, había una ventana desde la que, mucho tiempo antes, se había tirado un director adjunto ya casi olvidado. Yo me preguntaba de vez en cuando si lo habría hecho después de una reunión como aquélla. Recogió sus notas, recorrió el pasillo hasta su despacho, abrió la ventana y saltó al vacío. Así de sencillo.

Pero nosotros no estábamos locos.

No éramos críos de una guardería progresista que se contaban unos a otros sus fantasías grandilocuentes. Ni las cosas que hacíamos allí eran completamente inútiles.

Lo que decidíamos en aquella habitación sería leído tres meses después por más de un millón de nuestros conciudadanos, y lo que leyesen lo aceptarían como algo definitivo. Puede que no supieran que lo estaban haciendo, puede que por un momento incluso estuvieran en desacuerdo con nuestras decisiones, pero aun así seguirían los razonamientos que les presentásemos, recordarían las frases y el tono de autoridad, y al final, una vez sedimentadas, sus opiniones serían las nuestras.

(George Stroud)

(Kenneth Fearing, El gran reloj, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 35)

lunes, 17 de octubre de 2011

Atrapado en el engranaje

El gran reloj, Kenneth Fearing

Se dice por ahí que el panorama actual de la novela negra es brillante, que hay una especie de apogeo. La profusión de nuevos títulos y autores resulta por momentos apabullante si uno quiere estar al tanto de lo que se publica. Por cierto, es inevitable decepcionarse de vez en cuando. Pero, gracias a algunos editores inteligentes, también se termina encontrando alguna gema imperdible de esas que le renuevan a uno las esperanzas. Es el caso de la colección Serie Negra de RBA —para quienes no todos son tanques-bestseller—, que nos trae este clásico aparecido en 1946. El gran reloj sorprende por muchos motivos, y no es el menor su absoluta vigencia.

George Stroud, protagonista y unos de los narradores de esta historia, es un alto ejecutivo de una todopoderosa corporación mediática. Está al frente de una de sus publicaciones, que se ocupa de noticias policiales. Vive en un tranquilo suburbio de Nueva York, con su mujer Georgette, y su hija Georgia —todos entre ellos se llaman “George”, en uno de los tantos guiños “raros” que tiene esta novela. Su vida transcurre entre la apacible monotonía suburbana y las miserables intrigas políticas que se tejen en Empresas Janoth, la burocrática megacorporación que lo emplea.

Todo funciona bien y a Stroud sólo lo espera un futuro de progreso y bienestar, hasta que conoce a la magnética Pauline Delos (“Tus ojos sólo veían inocencia en ella, pero para tus instintos era sexo en estado puro, y tu cerebro te decía que ahí había un perfecto infierno”). Pauline es la mujer de Earl Janoth, el magnate dueño del imperio mediático y —sí, adivinaron— tarda muy poco en convertirse en la amante de Stroud.

Así las cosas, y luego de un fin de semana de placer y de una ronda de bares con Pauline, George casi es descubierto por Janoth al acompañarla a ella a su casa. Desde la esquina, George contempla a la pareja entrar al edificio, sin saber que será la última vez que la vea a ella con vida: al día siguiente Pauline aparece asesinada de un golpe en la cabeza.

Y es en este momento que la novela tiene un quiebre. Hasta acá leímos una muy entretenida historia cuyo clima recuerda tanto a Cheever —esa gente que vive en un equilibrio que cree sólido, y cuyo sustento parecen ser los cereales del desayuno y la puntualidad de los trenes; esa permanente sensación de que todo está a punto de irse al demonio— como a Orwell —por la ominosa presencia de La Organización, ese Gran Reloj que todo lo controla. Pero a partir del crimen de Pauline se corre un velo y todo cobra una velocidad desenfrenada, una montaña rusa que mantendrá al lector agarrado de las pestañas, imposibilitado de cerrar el libro.

¿Por qué? Porque la todopoderosa organización decide, desde sus más altos estamentos, encarar una extraña investigación. Lo ponen al frente de la misma al propio Stroud, otorgándole carta blanca para que haga uso de los infinitos recursos de Empresas Janoth. Con la excusa de una supuesta conspiración de unos competidores, el objetivo es encontrar a un sujeto que anduvo por ciertos bares en compañía de cierta mujer (y a quien alguien vio en cierta esquina esa noche). Nadie sabe quién es este tipo, excepto Stroud, quien se encuentra en la desesperante situación de tener que perseguirse a sí mismo para que le endilguen un crimen que no cometió. Claro que tiene otra opción: admitir que estuvo ese día con Pauline, destruyendo así la armonía de su propia familia.

La historia está narrada por distintas voces, la principal de las cuales es la de Stroud, recurso que sirve perfectamente para dosificar el suspenso de la trama. Fearing despliega su desbordada imaginación tanto para crear el bar de Gil —donde se puede encontrar desde una locomotora hasta ¡el cuervo de Poe!—, como para retratar las perversiones de un capitalismo alienante —el delirante proyecto de los “Individuos Financiados” recuerda a muchos de los peligrosos artefactos diseñados por los cerebros de la ingeniería financiera marca siglo XXI.

Hay quienes consideran a El gran reloj una gran novela, un verdadero clásico. Ese grupo incluye a Raymond Chandler y a Paco Camarasa. Y, a partir de hoy, me incluye a mí.

Traducción: Fernando G. Corugedo

10/11

El gran reloj fue llevada al cine dos veces. La primera en 1948 (The big clock), y la segunda en 1987, adaptada como Sin salida, con Kevin Costner y Gene Hackmann.

jueves, 13 de octubre de 2011

Una normalidad insultante

Da vueltas y vueltas por ese barrio cualquiera del conurbano buscando alguna calle lo suficientemente desierta como para deshacerse del cadáver. Pero en todas las esquinas hay alguien: una vecina que barre y silba un valsecito, dos muchachos tomando la última cerveza de la noche aunque ya sea entrada la mañana, un repartidor de leche o de pan, tres o cuatro tipos arreglando una vereda, un viejo en camiseta, sentado en un banquito escuchando la radio. Le parece ridícula e insultante esa normalidad al señor Machi, lo ofende y asombra esa gente simple gastando sus gestos rutinarios, serenos, apacibles en este barrio cualquiera de casas bajas en el conurbano bonaerense mientras él, que gasta dinero para tener esa paz, que tendría que estar llegando a su casa —a la serenidad, la seguridad y el confort que ofrece una casa en El Barrio, el country amurallado en el que vive— está metido en una película de terror.

¿Por qué ellos están tan tranquilos y yo no?, se pregunta el señor Machi. ¿Pueden pagar estos piojosos lo que yo pago para mantenerme a salvo y seguro? Niega con la cabeza, las manos atenazando el volante, como si de pronto odiara la suavidad del tapizado, la docilidad de la dirección hidráulica, la carrocería negra y perfecta.

(Kike Ferrari, Que de lejos parecen moscas, Madrid, Ediciones Amargord, 2011, pg 57)

El animal de la paranoia

El animal de la paranoia que puso alerta al señor Machi le impide por unos instantes ver lo evidente.

No mira la cerradura al abrir el baúl ni mira adentro cuando va en busca del cargador de repuesto, sino que tantea a ciegas y, con la Glock apuntando al piso, recorre el perímetro con la vista: primero a los lados, después hacia atrás para cuidar las espaldas. Y es en ese momento cuando, antes de ver, siente algo pringoso y húmedo en la mano que tantea buscando el cargador. La saca rápido, como si lo hubiese picado una araña.

La mano —pringosa y húmeda— está, además, roja. Recién entonces el señor Machi vuelve los ojos al interior del baúl.

(Kike Ferrari, Que de lejos parecen moscas, Madrid, Ediciones Amargord, 2011, pg 31)

lunes, 10 de octubre de 2011

Otro oscuro día de justicia

Que de lejos parecen moscas, Kike Ferrari

En la literatura en general, y en las lecturas negras a las que se refiere este blog, abundan los malos tipos. Hablo de historias realistas, en las que para poner el Mal sobre la mesa, hay que meterlo en la piel de personajes de carne y hueso. Muchas veces esos personajes son piecitas apenas un Gran Sistema maligno, e incluso entonces, cuando se quiere hablar de ese Mal, de ese Sistema, no queda otra que armar los personajes adecuados, darles cuerda y que se empiecen a mover y a hablar para mostrarnos las bajezas de las que el ser humano es capaz.

Hablando entonces de malos tipos, el señor Machi, protagonista de Que de lejos parecen moscas, es un ultra concentrado. Un malo de máxima pureza, para usar términos que le son familiares. El hecho de que sea bien argentino habilita a una calificación como la que le darían en cualquier barrio de por acá: el señor Machi es un reverendísimo hijo de mil putas.

Habituado a su imperio de chicas fáciles, autos veloces y merca de la buena, se siente protegido allí en su universo de contactos poderosos, con sus guardaespaldas asesinos de pasado nauseabundo, su fortaleza en un barrio privado y su Glock en la guantera. ¿Quién le va a tocar el culo a un tipo como él? ¿Hay alguien ahí afuera más seguro, más impune que el señor Machi?

He ahí el problema que se le escapa a nuestro hombre: en la construcción de su imperio hubo algunos daños colaterales. Pequeñas fisuras, apenas detalles, que fueron creciendo como focos infecciosos, no desde afuera sino desde adentro. Una familia que lo odia. Un jefe de seguridad que es como tener un tiburón blanco en la pileta. Empleados tratados como basura. Esposos cornudos. Competidores barridos con métodos que no se enseñan en las escuelas de administración. Chicas desesperadas, que cambian jueguitos sexuales por un pase de merca.

Su omnipotencia lo ha nublado de tal manera que nunca vio que sus enemigos bien podrían estar ahí, a su lado. Hasta que un día, con una goma pinchada en el medio de la autopista, encuentra en el baúl de su propio coche un cadáver con un tiro en la cara.

Comienza entonces el día más largo en la vida de Machi: debe arrastrarse de punta a punta de los suburbios de Buenos Aires, buscando una manera de deshacerse de “eso”, mientras se le acaba la cocaína y la batería del celular. Mientras entiende que se quedó solo.

La crudeza del lenguaje y el inteligente planteo de Ferrari, intercalando flashbacks que van explicando la histora de Machi y sus potenciales enemigos, hacen que la novela se lea de un tirón. No sólo porque está muy bien escrita, sino porque esa buena narración hace que uno, espantado y todo —olvidando por un rato al desconocido del baúl—, disfrute del calvario de Machi. Se siente una especie de justicia —literaria, pero justicia al fin— al verlo fracasar en sus cobardes intentos de “volver a la normalidad”, al sentir cómo transpira sus ropas caras, cómo enloquece, solo y duro de merca, embarrando su BM poderoso en calles que le son extrañas y amenazadoras.

Con una diagramación algo desprolija, Que de lejos parecen moscas, de la madrileña Ediciones Amargord, se presentó este año en la Semana Negra de Gijón. Gracias a ese evento fue que conocí parte de la obra de Kike Ferrari. He leído en internet algunos muy buenos relatos suyos, y me enteré de que tiene otro par de novelas editadas en Buenos Aires. Habrá que tenerlo en la mira.

Un personaje inolvidable. Una historia cruda, violenta y atrapante. Un narrador rabioso que aparece como un buen antídoto ante tanta chatura nórdica invadiendo el panorama negrocriminal. Y todo es de acá, bien de acá. ¿Qué más se puede pedir? Sí, ya sé: que se consiga en Buenos Aires.

9/11

domingo, 9 de octubre de 2011

El sonido del miedo

¿Cuál es la sintonía del siglo XX? Podríamos celebrar un debate sobre ello. Unos acaso dirían que es el sereno zumbido del motor de un avión. Quizás el de un solitario caza deslizándose por un cielo azul en la década de 1940. O el aullido de un reactor volando bajo, haciendo temblar la tierra. O el bop bop bop de un helicóptero. O el bramido de un avión de carga 747 al despegar. O las explosiones de las bombas que caen sobre una ciudad. Todos cumplirían los requisitos. Son ruidos exclusivos del siglo XX. Nunca se habían oído antes. Jamás en la historia. Algunos optimistas insensatos tal vez votarían por una canción de los Beatles. Un coro de ye, ye, ye apagándose bajo los chillidos del público. Me gustaría esa opción. Pero una canción y unos gritos no reúnen los requisitos. La música y el deseo han estado entre nosotros desde el origen de los tiempos. No se inventaron a partir de 1900.

No, la cortina musical del siglo XX es el chirrido y el estrépito de las orugas de los tanques en una calzada pavimentada. Ese sonido se oyó en Varsovia y en Rotterdam, en Stalingrado y en Berlín. Y se volvió a oír en Budapest, en Praga, en Seúl y en Saigón. Es un sonido terrible. Es el sonido del miedo. Habla de una fuerza abrumadora. Y habla de indiferencia lejana e impersonal. Las bandas de rodadura del tanque chirrían y traquetean, y el propio ruido que producen nos revela que no pueden detenerse. Nos comunica que somos débiles e impotentes contra la máquina. De repente, una oruga se para y la otra sigue y el tanque da media vuelta y avanza tambaleándose hacia nosotros, rugiendo y chirriando. Éste es el verdadero sonido del siglo XX.

(Jack Reacher)

jueves, 6 de octubre de 2011

La santísima trinidad

Teníamos una serie de posibles sospechosos. Era una base cerrada, y el ejército es bastante eficiente en saber quién está en cada lugar en todo momento. Podíamos empezar con metros de papel impreso y analizar cada nombre según un sistema binario, posible o no posible. A continuación podíamos reunir todos los posibles y trabajar con la santísima trinidad universal de los detectives: medios, móvil y oportunidad. Los medios y la oportunidad no revelarían gran cosa. Por definición, nadie estaría en la lista de los posibles a menos que se demostrase que tenía una oportunidad. Y en el ejército todo el mundo es físicamente capaz de estrellar una barra de hierro contra la cabeza de una víctima desprevenida. Sería un equivalente aproximado del requisito más básico para entrar.

O sea que vamos a parar al móvil, que a mi entender era donde empezaba todo. ¿Por qué?

(Jack Reacher)

(Lee Child, El enemigo, Barcelona, Ediciones B, 2006, pg 163)

lunes, 3 de octubre de 2011

Intrigas en un nuevo orden mundial

El enemigo, Lee Child


El enemigo es la primera de las historias de Jack Reacher, el detective creado por el británico Lee Child. No es la primera novela, pero sí la que ocurre más temprano en el tiempo, y de ella podemos aprender mucho acerca del protagonista.

Estamos en el Año Nuevo de 1990. Jack Reacher se encuentra destinado en una base de Carolina del Norte. Ha llegado allí pocos días antes, procedente de Panamá (Noriega, operación Causa Justa, ¿a alguien le suena?). En medio de los festejos de Año Nuevo, en su carácter de comandante de Policía Militar, Reacher debe asistir a un sucio motel de un cruce carretero cercano a la base. Allí ha aparecido muerto un alto general, jefe del cuerpo de Blindados con asiento en Alemania, que se encontraba de paso hacia una importante reunión a celebrarse en California. ¿Qué hace ahí? ¿Con quién estaba? Parece que ha muerto de un ataque al corazón, pero ¿solo, y con un condón puesto? En cualquier caso, hay en el Ejército gente que está muy interesada en que no crezca un escándalo a partir de esto.

Digamos que un general muerto en un motel no es cosa fácil de manejar, pero muy distinto es que enseguida aparezca asesinada la esposa del mismo general, quien vivía en una ciudad cercana a la base. ¿Mucha casualidad pensar en un ladrón? Encima, dos días más tarde el cadáver de un integrante de los comandos Delta aparece en medio del campo, en una escena armada para simular un crimen de índole sexual.

Reacher, que no cree mucho en las casualidades, debe buscar la conexión entre estos hechos. Con ayuda de la teniente Summer encara las investigaciones, a menudo transgrediendo muy alevosamente la disciplina militar. Se convierte en poco menos que un renegado, perseguido por pares y superiores a medida que va desentrañando una intriga política de grandes proporciones. En un mundo que se ha vuelto del revés luego de la caída del Muro, muchos saben que se vienen cambios violentos en el Ejército, y todos están trabajando para sacar el mejor provecho de ellos. Reacher debe entonces destapar intrigas internas que lo llevan a recorrer medio mundo, desde California a Frankfurt, pasando por París.

Paralelamente, conocemos al hermano de Reacher. También es un alto funcionario del gobierno. Ambos deben encontrarse para ir a ver a su madre, que está agonizando sola en París. Esta trama paralela, en un registro que poco tiene que ver con el policíaco, resulta muy interesante por la información que nos da acerca de Reacher y su familia, pero por sobre todo porque nos muestra un costado de Reacher al que no estamos habituados: el de los afectos. Perfectamente escrita, de lo mejor del libro, resulta emocionante presenciar la forma en que los hermanos Reacher se enfrentan a la pérdida.

En mi anterior reseña sobre él, ya encontré varios características que me gustaban del Reacher detective privado. Sin embargo, en El enemigo todavía se desempeña como un militar de un ejército imperial, cuyas “Causas justas” viene sufriendo el mundo entero desde hace rato. ¿Cómo se entiende que, aun así, el personaje caiga tan bien? Se me ocurre una explicación: Reacher es un outsider. Trabaja en el ejército, y es leal a él, pero como todo buen detective que se precie, Reacher tiene sus convicciones, su moral, y no hay norma del ejército que pueda pasar sobre ellas. Nada más lejano a Reacher que el concepto de “obediencia debida”, en su acepción mala. El lector nunca pierde de vista que, tarde o temprano, Reacher acabará teniendo problemas son sus empleadores…

Una gran novela de un gran personaje. Invita a hacerse fan de la serie. A diferencia de El camino difícil, El enemigo está narrada en primera persona por el propio Reacher. Este detalle ya me lo había adelantado mi amigo Diego Ruiz, de elaleph.com, que me prestó el libro (y también el próximo de la serie). ¡Gracias, Diego!

Traducción: Juan Soler

9/11

domingo, 2 de octubre de 2011

Se ha ido

En un infierno de fuegos artificiales, se ha ido.

Estoy tirado en el suelo de la cabina de teléfonos, fuera está oscuro, sólo las hogueras y las farolas de la calle, los fuegos artificiales y los faros de los coches, los grandes árboles de Chapeltown se inclinan sobre mí, los búhos de los árboles con sus putos ojos redondos y muy, muy abiertos, y maldigo a Maurice Jobson, el Búho, mi ángel de la guarda, con su rollo de por lo menos es de familia de policías. Ya conoce el percal y esa chorrada de si necesitas algo, me lo dices: pues mira, vente aquí a esta puta cabina y sácame de ella y devuélvemela, venga gilipollas, antes de que coja un cuchillo y arremeta contra esas alas, esas hediondas alas negras, esas hediondas alas negras de la muerte, ven y tráela conmigo, aquí a mi pequeña cabina roja, aquí en mi edad oscura, en mi edad de piedra, la edad muerta, acunando el auricular, tráemela para que me vea llorar, que me vea sollozar hecho una bola en el suelo de la cabina de teléfonos, con el pelo en las manos, el puñetero pelo en las manos, los mechones de pelo ensangrentado en las manos.

En un infierno de fuegos artificiales, ella se ha ido y yo estoy solo.

(Bob Fraser)

(David Peace, 1977, Barcelona, Alba Editorial, pg 209)