lunes, 28 de noviembre de 2011

Perder la cabeza

—En este palo —agrega—, cuando querés voltear a alguien, lo mejor es empezar sabiendo qué vicios son los que no controla, las adicciones gordas que le hacen perder la cabeza, lo que lo puede, digamos —se pega los dedos contra los labios, sopla, me habla con el humo en la gargante—. Para pescar hay que usar carnada, ¿verdad? —nos miramos—. Pues eso.

Se me aparece la imagen del gordo Viedma jadeando en cuatro patas, rodeado de putas bochincheras. El gordo Viedma sorprendido y asustado y pidiendo no me hagáis esto, joder, que soy padre de familia. El gordo Viedma iluminado por los fogonazos del flash, acaso llorando mientras las putas, con las tetas al aire, se cagaban de la risa y empezaban a vestirse.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 188)

Extranjeros

Hace varios meses ya que estoy dudando de si fue un acierto irme de Buenos Aires, dejar lo que tenía allá para venir a probar suerte a Madrid, renunciar a sus calles, a sus domingos, a mi trabajo en la fábrica de escobas, inmundo pero trabajo al fin; renunciar a cualquier posibilidad de ver a Marisa, su perfume y sus manos de hada y su voz. Irme fue también allanarle un poco el camino, darle el oxígeno que tanto me pedía. Irme fue renunciar a tener a mi madre todos los días o el día que me diera la gana. No sé qué me pasa, pero me persigue una extraña sensación de fracaso, de ilusiones que ya, visto lo visto, no se pueden cumplir ni seguir posponiendo. Vivir en el exterior es algo muy personal, cada cual siente cosas diferentes y ve el panorama desde ángulos distintos. Yo no estoy a disgusto acá, todo lo contrario, pero tampoco es cuestión de andar mendigando y pasarse uno los días sin ideas, algo así como aburrido o decaído, que cualquier cachafaz de pocos modales te corte el rostro porque no tenés los papeles en regla o porque sos extranjero y los extranjeros, (siempre) en todas las épocas y en todos los países, sobran.

(Marcelo Luján, La mala espera, Madrid, Editorial EDAF, 2009, pg 30)

Nene, vente pa’ Madrid

La mala espera, Marcelo Luján

La mala espera es la primera novela de Marcelo Luján, escritor argentino que vive en Madrid desde 2001. Ese año, el de la gran crisis de nuestro país, motivó la emigración masiva de miles de argentinos. Muchos de ellos, como el Nene Rubén, protagonista y narrador de esta historia, eligieron España y Madrid para hacer su intento.

Como todos, el Nene también tiene su entorno de compatriotas inmigrados a quienes recurre apelando a esa solidaridad nunca del todo desinteresada que aflora lejos de casa. Están la Rojita y su esposo Pipo, conocido de la infancia y peleado a muerte con su mellizo Basilio, que agoniza en Buenos Aires. Y está Nicolás, compañero de piso y antítesis del propio Nene: ordenado, pulcro y bastante “pijo”.

No todos ellos saben que el Nene trabaja para Fangio, un argentino medio tullido por la polio. ¿Haciendo qué? De todo un poco: siguen gente, averiguan cosas; cobran y pagan; advierten, convencen y asustan. De allí conoce a la colombiana Angie, que lo tiene un tanto “enganchado”, diríamos que por doble vía. Una es la “sentimental/sexual”, y la otra, más importante, son los negocios: Angie le debe la parte de una operación que planearon y ejecutaron juntos, un desvío en cierto cargamento de drogas a introducir en la península.

Desde luego, en semejante ambiente, nadie la tiene fácil para salirse con la suya. El Nene no es la excepción: unos matones rumanos se ocuparán de que sienta en carne propia el tamaño de su error. El Nene sobrevive, a duras penas, y a partir de allí intentará averiguar quién es quién en esa maraña en la que se mezclan las drogas con el tráfico de mujeres del este europeo, y en la que se descubrirá como engranaje en una terrible historia de venganza originada muy lejos del animado y acogedor Madrid post 2001.

Dueño de un registro ideal para la historia relatada, que combina la novela más negra y sórdida, con las sensaciones y experiencias del desarraigo, Marcelo Luján logra lo que es muy difícil, aquello en lo que otros autores tambalean: en un relato en primera persona, plagado de momentos en los que el personaje reflexiona sobre su situación —como delincuente, como víctima, como inmigrante— el lector nunca siente que se desvía de la histroria. Todo está puesto al servicio del relato, y el interés nunca decae. Como mérito adicional, la voz del narrador mezcla con total naturalidad el hablar porteño de su origen con algunos giros madrileños, en la justa proporción en la que se suele dar con los inmigrantes argentinos, que —según me ha tocado vivir— en un año o dos ya andan diciendo “vale” o “mola”: hasta eso resuelve bien Luján.

La mala espera fue ganadora del Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2009. Tiene méritos más que suficientes. Y tiene, además, otra cosa buena: se consigue en Buenos Aires.

11/11

martes, 22 de noviembre de 2011

Mantenimiento suburbano

Los estadounidenses somos una raza extraña. Creemos en la ley y el orden, pero también creemos que los verdaderos crímenes los comente un tipo de persona distinta, cuya vida no tiene nada en común con la nuestra ni con el comportamiento razonable y respetuoso de nuestro mundo. La consecuencia de esto es que mucha gente, sobre todo entre las clases con ingresos altos, ve a la policía como una suerte de personal de mantenimiento suburbano al que se debe tratar con respeto, pero cuya importancia social está sólo un escalón por encima de los jardineros.

(James Lee Burke, El huracán, Barcelona, RBA Libros, 2009, pg 198)

La vieja némesis

Nueva Iberia y Lafayette no sólo estaban superpobladas por la llegada de los refugiados del Katrina, sino también por los evacuados que ahora llegaban huyendo del huracán Rita. Las ventas de armas y municiones se dispararon. La caridad que en primer momento suscitaron los evacuados de Nueva Orleans estaba sufriendo una extraña transformación. En la radio, los oyentes llamaban a las tertulias de derechas quejándose con furia visceral de que los evacuados recibieran un bono excepcional de dos mil dólares para comprar alimentos y conseguir albergue. La vieja némesis sureña había vuelto a surgir entre nosotros con toda su desnudez y crudeza: el odio absoluto por los más pobres de los pobres.

(James Lee Burke, El huracán, Barcelona, RBA Libros, 2009, pg 147)

Lo que dejó la tormenta

El huracán, James Lee Burke

Como me prometí luego de terminar la excelente Cielo rojo sobre Montana, comentada en este blog, busqué más novelas de Burke que se hubieran publicado en español. No tuve éxito hasta que RBA vino en mi ayuda y publicó (o mejor dicho, al fin mandó a Buenos Aires) El huracán, novela sobre la que había oído sólo elogios.

Todas las expectativas, tanto las creadas por mi propia lectura previa como por los comentarios leídos, fueron superadas. El huracán es una novela enorme, de esas que uno le marca mil pasajes, y ya la guarda en el estante de las “relecturas futuras”.

El narrador es el detective Dave Robicheaux, que trabaja en la policía del condado de Nueva Iberia. Es un ex alcohólico, un hombre de fe que está casado con Molly, ex monja. Ambos tienen una hija adoptiva, Alafair.

En medio de un panorama estremecedor, en el que quienes no pudieron abandonar sus casas viven ahora en los techos, o son cadáveres flotando aguas abajo, Dave debe encontrar al sacerdote Jude LeBlanc. Enseguida, y al igual que toda la fuerza policial, se ve arrasado por el caos: los saqueadores viajan en bote, los vecinos armados defienden sus propiedades a los tiros, los centros de refugiados están que explotan.

La novela recorre varias tramas que van envolviendo a Robicheaux. Por un lado, Dave quiere encontrar al padre Jude LeBlanc, desaparecido durante la inundación de su iglesia, junto a varios fieles. Paralelamente, una pandilla de ladrones asalta una mansión de las afueras. Son baleados desde una casa vecina: uno muere, otro va al hospital. Por cierto, se llevan un botín extraordinario. Demasiado grande como para ser los ahorros de un honesto ciudadano. Conclusión: son perseguidos por la policía —Robicheaux—, por el agente de la condicional que los buscaba desde antes —Clete Purcel, amigo íntimo de Dave—, por los sicarios del dueño de casa —el hampón Sidney Kovick—, y por el enigmático psycho de Ronald Bledsoe, el malísimo villano que es casi una perfecta encarnación demoníaca, según la visión de Robicheaux, quien debe enfrentarlo también.

El autor elige el escenario dominado por la furia del Katrina para poner a sus personajes a funcionar en varias tramas policíacas, pero para contarnos, en el fondo, un verdadero drama, profundamente conmovedor. Sin ser una narración de tipo “cine catástrofe”, ni un panfleto en contra de la inacción y la desidia de los gobernantes —si bien Robicheaux se explaya a veces con sus reflexiones acerca de la sociedad norteamericana—, el autor se vale de la catástrofe natural que fue Katrina (y el posterior Rita) para pintarnos a una sociedad entera mostrando sus miserias y virtudes.

Me permito señalar varias coincidencias con la otra obra que leí del autor. Acá también los protagonistas son un narrador y su amigo. En ambas hay un villano ultra jodido y muy bien logrado. Hay interés en tópicos relacionados con el medio ambiente. Y hay profundas reflexiones sobre las relaciones personales, la amistad y la familia, el insondable misterio que en el alma humana trastoca el barro en oro. El dolor, al amor, la pobreza material y de espíritu, la violencia y la búsqueda de redención. La fe.

La exquisita manera que tiene Burke de describir los paisajes y los hombres, esa forma no tan velada de poesía que tiene su escritura, más su tremenda eficacia en la construcción de diálogos hacen que las más de 400 páginas que tiene El huracán se transiten con absoluto disfrute. Otra novela excelente de un autor que cada vez me gusta más. A ver si traducen otras obras suyas (sólo la serie de Robicheaux lleva ya alrededor de 20 novelas).

Traducción: Claudio Molinari

11/11

domingo, 20 de noviembre de 2011

El grito de un nombre

Enfrente hay un Ford Falcon estacionado en doble fila, junto a él está parado un hombre con una escopeta. De un edificio salen otros dos hombres, con sus .45 desenfundadas. Arrastran al muchacho que es quien grita. Uno de los hombres armados, al ver que en la puerta del cine hay una multitud observando, intenta golpearlo, pero el joven da un tirón y se les suelta. Corre hasta la mitad de la calle mirando hacia los espectadores. Allí tropieza y cae, eso les da tiempo a sus captores para reapresarlo. El joven grita su nombre. Uno de los hombres se abalanza sobre él y lo golpea en la cabeza con su pistola. Entre dos lo cargan, lo llevan hasta el Falcon y lo meten dentro. Cierran. El hombre con la escopeta apunta a la multitud y grita algo que no se entiende, pero que todos entienden y comienzan a dispersarse. Lascano se queda solo en la vereda observando el Falcon que desaparece rápidamente al doblar por Libertad. Donde muere la diagonal, detrás de los frondosos eucaliptos de la plaza Lavalle, se alza el Palacio de Justicia, ciego, sucio y mudo.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 137)

lunes, 7 de noviembre de 2011

El Once

Hay que caminar por el Once, el barrío judío de Buenos Aires, cualquier día después de que los comercios han bajado sus cortinas y las veredas quedan inundadas por rezagos de tela, rollos de cartón, papeles y otros desechos abandonados por los comerciantes, para encontrarse con los hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán por monedas el kilo a los recicladores. Familias pioneras de una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura. De ella se benefician los policías de la decimotercera que obtienen su mordida, no a cambio de protección, sino sólo, por el momento, de hacerse los distraídos, permiso precario. Las familias judías ricas han comenzado un éxodo lento y sostenido y, aunque mantienen sus negocios en el Once, comienzan a elegir el Barrio Norte o Belgrano, zonas con mayor prestigio social, para instalar sus residencias. En los antiguos edificio de lujo de la época de oro van quedando los ancianos, fundadores de las fortunas que ahora hacen posible los grandes pisos sobre los jardines de Libertador, las vacaciones en Punta del Este, los colegios privados, dudosamente ingleses, los autos importados. A estas nuevas generaciones el afán de amarrocar no les quita el sueño y encuentran gozo en ostentar. Hijos de la afluencia, que no han experimentado las privaciones de la guerra, las miserias de los pogroms, la fantasmagoría de los campos de concentración, que se permiten sentir y pensar y obrar a lo grande, que vivir mejor es gastar más. Quedan no pocas excepciones. Elías Biterman es una de ellas.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 53)

Zafar

La noche desciende pegajosa sobre la ciudad. Eva está en la terraza, recogiendo la ropa tendida, cuando oye corridas en la calle. Se asoma cautelosamente. La casa está siendo rodeada por soldados con armas largas en uniformes de fajina. Por la esquina asoma el capot verde oliva de un camión del ejército. Un miedo físico toma el control de sus músculos, vacía su mente de toda otra consideración que no sea huir. Por detrás del Falcon dobla a toda velocidad una tanqueta que derriba la verja del jardín arrasando los rosales marchitos, embiste la puerta que se hace pedazos y retrocede velozmente. Un grupo de soldados comienza a disparar contra la casa. Eva corre hacia la medianera, salta y pasa a la terraza vecina. Sigue corriendo, llega hasta la siguiente medianera y salta a otra terraza. Baja por una escalera al patio vecino. Un perro le salta encima gruñendo, ella lo esquiva, corre por un pasillo. Encuentra otra escalera. Trepa velozmente hasta la azotea. Una puerta. La abre, entra, cierra. Se amortigua un poco el estruendo del tiroteo. Sigilosamente anda por un pasadizo estrecho, iluminado únicamente por la luz que se filtra por una puerta apenas entreabierta.

(Ernesto Mallo, La aguja en el pajar, Buenos Aires, Planeta, 2006, pg 37)

Un solitario en los años de plomo

La aguja en el pajar, Ernesto Mallo

En la oscura Argentina de mediados de los setenta, hay un policía que todavía intenta resolver los asesinatos en lugar de perpetrarlos, como parece ser la norma. Ese policía es el Perro Lascano, protagonista que hace su aparición en esta clásica novela de Ernesto Mallo.

El Perro Lascano trabaja en la Federal. Es un solitario que fuma y fuma. Su mujer Marisa lo dejó viudo antes de tiempo, dejándole la vida llena de su ausencia. Una noche cualquiera Lascano recibe la orden de acudir a un descampado en los bordes de Buenos Aires, en la zona de Lugano. Alguien reportó que allí hay dos cadáveres. Lascano va. Encuentra los cuerpos: ejecutados con disparos en la cara, con el ya tradicional modus operandi de los grupos paramilitares que se mueven libremente por la ciudad. Pero también hay un tercer cuerpo: un hombre mayor que será fácilmente identificable, pues tiene la cara entera. Está claro que alguien lo asesinó en otro lugar y luego “plantó” el cuerpo aquí.

Este episodio es el disparador de la trama de La aguja en el pajar, recientemente reeditada en España con el título de Crimen en el barrio de Once. Lascano deberá moverse en medio de los asesinos para encontrar al asesino de aquel hombre. Y las pasará feas de verdad.

Creando personajes de carne y hueso, y manteniéndolos en movimiento a lo largo de una historia que atrapa y nunca se detiene, Mallo pinta con brillantez el desolador y terrorífico paisaje de la Argentina de aquellos años negros. Lascano arrastra su dolor por el hilo principal de la historia, el de resolver el crimen del prestamista Elías Biterman. Encontrará una ilusión del amor en la persona de Eva, una fugitiva que perdió a su pareja en un enfrentamiento con los militares, y que resulta la viva imagen de su ausente Marisa. Por otra parte está el usurero Biterman, sobreviviente de los campos de concentración polacos, duro y miserable en extremo, que opera desde su cueva en el barrio de Once. Uno de sus desesperados clientes es Amancio Pérez Lastra, hijo de un jet set decadente y acomodaticio. Así como los de su clase esperan recuperar las glorias de otros tiempos aplaudiendo y celebrando los crímenes del nuevo gobierno, de mano y botas duras, el propio Amancio se refugia en su viejo amigo Giribaldi. El Mayor Giribaldi es un asesino y apropiador de bebés, que se mueve con soltura en los juzgados presionando a jueces y policías, y con impunidad en las calles de muerte del Buenos Aires de entonces, una ciudad en la que escaparse parece ser la mejor de las ideas.

Mallo mantiene bien alta la tensión del relato sin sacrificar ni en un gramo el cuidado y la belleza de la forma, de su depurada prosa. Encima crea un gran personaje, al que todo lector querrá seguir. Sabemos que hay otra historia de Lascano, Delincuente argentino, también reeditada actualmente con un título más políticamente correcto para España: El policía descalzo de la Plaza San Martín. Transcurre ya en los años de la democracia, pero el Perro Lascano nos mostrará que aún hay mucha podredumbre por destapar.

Pero mejor empezar por este excelente principio: encontrando la aguja en el pajar.

Como observación personal acerca del estilo, otra vez —ay— los diálogos. En esta novela (y también en Delincuente) Mallo se toma ciertas “libertades” para la construcción de los diálogos que pueden entorpecer la lectura, por lo menos hasta que el lector logra habituarse: ausencia de guiones de diálogo, y por lo tanto de incisos; espacios entre párrafos “hablados” y “narrados”; letra itálica; separación de los parlamentos de los distintos personajes con punto seguido.

10/11

jueves, 3 de noviembre de 2011

Una celda sin fronteras

La noche perpetua se convirtió en mi vasta celda sin fronteras. En mi propia isla de brumas. También en mi exilio; la ceguera es mi exilio. De pronto me alcanzó el sopor calmo de la resignación, aunque las pesadillas jamás me abandonaron. Los rostros y los gestos quedaron envueltos por resplandores amarillos, las voces y aromas cobraron la riqueza de los diamantes. Comencé a vivir entre rumores, ecos, perfumes. Y presagios. Siempre. Una cascada que jamás se agota.

(El vidente, Mauro Bramuglia)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 73)

El otro Vasco

“Yo trato de salvarles el pescuezo antes de que vos los cagués a tiros”, me decía cuando nos veíamos los domingos a la noche para cenar juntos en mi casa. “Vos cuidales el alma, que del cuerpo me ocupo yo”, le contestaba señalando mi Browning que dormía enfundada sobre el armario del living. Y nos reíamos como dos borrachos.

Cada domingo, lloviera o tronara, mi hermano terminaba su misa de ocho y venía a casa. Él traía el vino, entre los dos preparábamos algo simple de comer y poco a poco, entre charla y charla, nos tomábamos toda la botella, a veces dos. Nos quedábamos hasta muy tarde, hablando y fumando, discutiendo por todo. Nos despedíamos en la puerta de casa, con un abrazo, y después él cruzaba la calle al trote, doblaba la esquina, tomaba el colectivo que pasaba por la vuelta y volvía a su parroquia. Todos los domingos. Hasta que le metieron tres balazos en la nuca.

(El Vasco Bilbao)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 64)

En los rincones de mi habitación

Ahí está la muerte, vagando por mi casa, olfateando sin apuro los rincones de mi habitación. No es la muerte harapienta; es la muerte luminosa, el relámpago azabache del puñal que atraviesa la noche buscándome. Pero cuando la muerte va a clavarme los dientes de lobo en el cuello, salto de la cama, me aprieto la cara con las manos mojadas, estoy empapado con el sudor pegajoso que huele a whisky y a cigarrillos negros.

Acabo de escapar otra vez de las catacumbas. Me levanto. Camino sobre vidrios rotos. Busco los Parisiennes. Enciendo el primero, regreso a la cama. Fumo uno, enseguida otro. El aire del cuarto se llena de sombras blancas.

Recién a la madrugada me duermo, vencido como un galeote.

(El periodista, Carlos Riveros)

(Carlos Balmaceda, La plegaria del vidente, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pg 35)

martes, 1 de noviembre de 2011

Un loco en La Feliz

La plegaria del vidente, Carlos Balmaceda

En la segunda mitad de los noventa, una serie de asesinatos tuvo lugar en la ciudad de Mar del Plata. Crímenes con ciertos denominadores comunes: todas las víctimas eran mujeres que ejercían la prostitución callejera en la zona de La Perla; todas aparecieron abandonadas en la ruta, muertas por estrangulamiento; todas golpeadas, algunas descuartizadas. Como suele suceder en Argentina, el asunto rápidamente se farandulizó, dándose en llamar el caso del Loco de la ruta. La resolución nunca fue clara pero, como suele tambien suceder en Argentina, hubo una banda policial sospechada de los homicidios.

Con el fondo de estos crímenes sucedidos en su ciudad natal, Carlos Balmaceda construye La plegaria del vidente, novela que resultó finalista del Premio Planeta y merecedora del Premio Memorial Silvero Cañada en la Semana Negra de Gijón. Y, la verdad, méritos no le faltan: es una muy buena novela.

El relato fluye en la voz de tres narradores.

El Vasco Bilbao es el policía que investiga los asesinatos. Un tipo que ha actuado con mano muy dura en el partido de La Matanza, y cuyo accionar fue la causa de la muerte de su hermano gemelo. Desde entonces, lo persigue “el eco de tres tiros”. Desorientado en su búsqueda, les habla a las víctimas, como esperando que lo ayuden con su trabajo.

El segundo narrador es el periodista Carlos Riveros. Alucinado, transita la noche de Mar del Plata, torturado por el recuerdo de su hijo muerto. Y sufriendo las pesadillas de los crímenes con los que se gana la vida escribiendo crónicas policiales para El País. Se obsesiona con el caso de las prostitutas, y lo indaga al Vasco y a la especialista en serial killers Natalia Soler.

El tercer narrador es Mauro Bramuglia, el vidente. Huérfano y ciego desde muy temprana edad, toda la vida se la pasó sufriendo su extraño poder que le permite ver sucesos del pasado y del futuro.

Desde luego, este tercer narrador, que es el primero que aparece, es el que tiene el registro menos “negro” de la narración, el más “psicológico”, por decirlo así. En cambio, el Vasco y Riveros llevan el tono violento, callejero, policial de la historia. Son, cada uno a su manera y en su ámbito, los sabuesos de esta historia.

Balmaceda utiliza de manera correcta sus recursos, cada uno en el momento adecuado, según el tramo de la narración. La mención detallada de las estructuras legales, policiales y mediáticas le otorga verosimilitud a las voces del Vasco y del periodista. Y con la prosa depurada y precisa, de alto vuelo, que aparece en los pasajes descriptivos y sensoriales del vidente Bramuglia, Balmaceda alcanza el gran mérito de poner cada palabra al servico de la narración, sin buscar expresamente el lucimiento “literario” —que finalmente logra, desde luego.

No quisiera dejar de mencionar, simplemente para mi registro —digo, para el día de mañana volver a este libro y ver el ejemplo—, algo que me llamó la atención en los diálogos —ay, ¡los diálogos y nuestros autores!—. No lo llamaría un recurso estilístico, pero sí una peculiaridad: la total ausencia de incisos del narrador en los tramos dialogados. Pocas veces son necesarios para aportar claridad, pero su inexistencia en algunos casos termina achatando, opacando el dramatismo de las escenas.

Esperaremos a la adaptación cinematográfica de esta muy meritoria novela que, con guión del propio autor, estaría estrenándose durante 2012.

10/11