lunes, 26 de diciembre de 2011

Había una vez un euro

Bichos, Autores varios



Luego de más de un año de publicar en este bendito blog voy a transgredir una de las pocas normas que me autoimpuse: comentaré algo que no he leído completamente. Pero ojo que hay atenuantes. Uno: no se trata de “una” obra, sino de un ¿proyecto? Dos: ni siquiera está terminada. Sigue creciendo.

Había una vez en que las historias comenzaban con “había una vez…”. Hadas y príncipes, brujas y animalitos parlantes que a veces eran sabios y otras malvados: todos ellos habitaban esas historias, vehículos de profundas enseñanzas y moralejas. Andersen, Perrault, Collodi y sus secuaces pusieron en palabras a Caperucita, Blancanieves, Pinocho y Barba Azul, todos esos clásicos. Infantiles, sí, pero de una crueldad apenas disimulada. Me pregunto cuántas generaciones, a lo largo de un largo par de siglos, alojamos pasivamente en el chip —que los filósofos, críticos y educadores discutan si salimos ganando o no— estos relatos.

Pero sucede que en el siglo XXI el mundo es un poco distinto al de aquellos tiempos de castillos y nobles. Hoy por hoy, si Caperucita se manda a cruzar el bosque con una canasta y sólo se encuentra un lobo, puede decir que la sacó barata.

Parece entonces que la gente del sitio sigueleyendo.es, con la escritora Cristina Fallarás a la cabeza, pensaron que un mundo hostil, hambreado, embrutecido y rabioso merece historias más oscuras, más violentas, en las que los finales sean menos felices y más finales. ¿Por qué no “ennegrecer” la carga de violencia que ya traen estos relatos, y re-versionarlos a través de la pluma de un seleccionado de autores españoles e hispanoamericanos del género negro? Interesante idea, ¿verdad? Bueno, pero eso no es todo. Para patear el tablero completamente se han decidido por la edición en formato electrónico (.epub y .pdf), a sólo un euro por cuento. Exacto: un euro, menos de dos dólares, cerca de seis pesos. Mitad para el autor, mitad para los editores. Sin protecciones extrañas. Todo simple.

Allí fui, para encontrar al flautista de Hamelin en la pesadilla urbana ideada por Kike Ferrari, con ratas, asentamientos y niños vejados que buscan venganza. Me maravillé con la desgarradora, sucia y luminosa poesía que pela Gabriela Cabezón Cámara en su Beya Durmiente, hundida en un prostíbulo del conurbano. Presencié una historia de rencores, traiciones y venganzas entre los cuatro cerditos Cerdán de Diego Ameixeiras. Me divertí como loco con el rockero gato con botas de gamuza azul del catalán Carlos Zanón. Y fui testigo de la suerte de la Caperucita creada por Juan Abreu, balsera ella entre los cubanos de Miami.

Y lo mejor de todo es que esto recién comienza: hay más Bichos concebidos por Guillermo Orsi, Raúl Argemí, Rolo Diez, Javier Sinay, Lázaro Covadlo, Miguel Molfino, Juan Ramón Biedma, Juan Mattio…

Hacete un favor y date una vuelta.

Yo, mientras, sigoleyendo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Comer y beber en Madrid, vestido para la ocasión


Era el día libre del Cuquita y lo invité a cenar a la Tienda de Vinos, en Augusto Figueroa, para celebrar mi nuevo trabajo. Nos colocamos en la mesa del fondo y pedimos nuestros platos favoritos: Cuquita, el filete de cebón, poco hecho, con patatas, y yo, el pisto con huevos revueltos. El hijo de Ángel nos había traído ya la ensalada y una frasca de valdepeñas y nos las estábamos bebiendo tranquilamente. El local todavía no se había llenado, aunque sabíamos que más tarde, sobre las diez y media, se llenaría a rebosar. Era una buena casa de comidas que nunca se pasaba con los precios.
No era la primera vez que el Cuquita y yo comíamos allí. Cuando queríamos celebrar algo, solíamos ir a la Tienda de Vinos. Yo llevaba un flamante traje nuevo que me había preparado Huang el Chino en tres horas.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 152)

lunes, 19 de diciembre de 2011

Clubes finos y cabarés


Le dije al taxista que me dejara en Plaza de España. Caminé despacio, en dirección a la Plaza del Callao. Esa zona me despertaba recuerdos que yo creía ocultos y sepultados en la memoria. Madrid era entonces mucho más pequeño y aquél había sido mi territorio: en la cercana Gran Vía brillaban el Pasapoga, Jahy, Montmartre, Fuyma… Nombres de locales nocturnos que apenas si ocupaban ya un minúsculo lugar en un pasado cada vez más remoto.
Antes, cuando era joven y aún no conocía a Delforo, salíamos del turno de noche y nos íbamos a la Gran Vía o a Leganitos. Entonces era la calle de los clubes finos y los cabarés: el Riverside, el Señorial, el Alexandra… No existía la movida, pero en aquellos lugares se encontraban los mejores bares de alterne y los restaurantes que nunca cerraban.
Me detuve frente a Casa Justo. Antes había sido un bonito y barato restaurante que vendía una estupenda ginebra a granel a sesenta pesetas el litro, y Justo, un buen amigo. Pero nada de eso existía ya. Justo llevaba cinco años muerto y sus hijos habían convertido el restaurante en una pizzería posmoderna.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 379)

El oficio de escribir


Delforo y yo llegamos a intimar, o casi. Le gustaba hablar de su oficio a altas horas de la madrugada, apoyador en el mostrador de cualquier bar. Y a mí me gustaba escucharlo. Hablaba de su trabajo de escritor como lo haría un albañil, o un mecánico, del suyo. Relataba con sencillez su dedicación a escribir, consciente de los desafíos que entraña el conocimiento de un oficio. Algo muy diferente de lo que hacían los otros escritores o periodistas que yo había conocido.
“Mira, Toni —me decía—, yo subordino los recursos estilísticos a las necesidades de la historia, ¿entiendes? Trabajo con las palabras de la misma manera que otros trabajan con ladrillos y cemento, para construir algo que sirva y se entienda. Y creo que las palabras deben ser justas y verdaderas, ligadas a la percepción de la realidad, o de parte de ella, desde un lugar nuevo. Y quiero decir con eso de lugar nuevo, desde mi propuesta de mirada. ¿Entiendes lo que te digo?”
Lo entendía, o creía entenderlo, y me gustaba que  me hablara de esa manera. La gente como yo admira a los que hablan bien, a los que saben expresarse con claridad.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 90)

Un comienzo


Esta historia pasó hace tiempo y la olvidé.
Han pasado ocho años de la muerte de Lidia y yo continúo trabajando para Draper, caminando solo y aburrido hacia el umbral de la vejez, aún sin saber a ciencia cierta por qué no conservo a ninguna de las mujeres que he amado durante mi vida, consciente de que mi tiempo se acaba, filtrado a través de los dedos de mis manos como la arena en una playa.
Y puestos así, esta historia puede comenzar un día cualquiera a finales de septiembre del año 2000, en aquel taxi que me traía a Madrid, un poco antes de que Matos me llamara al móvil.

(Juan Madrid, Adiós, princesa, Barcelona, Ediciones B, 2011, pg 18)

Pongamos que hablo de Madrid

Adiós, princesa, Juan Madrid


Por si no quedó claro en mi comentario anterior, voy a ser explícito en este: soy un fan incorregible de las novelas de Toni Romano. Espero que esto sea suficiente para que se entienda desde dónde arranco.

Adiós, princesa es la séptima y —por ahora— última novela de la serie de Toni Romano. También es la que transcurre en tiempos más recientes: Toni nos relata acontecimientos sucedidos “ocho años atrás”, en septiembre del año 2000. La aclaración no es gratuita: considerando que la primera novela de Toni, Un beso de amigo, fue publicada en 1980, y transcurría en esos primeros años de la transición, el Toni que nos narra Adiós, princesa tiene 30 años más que aquel: mucha agua bajo el puente.

En esta oportunidad el viejo Toni deberá salir en ayuda de su amigo el escritor Juan Delforo —reconocido alter ego del propio autor—, cuando este es acusado por el asesinato de una conocida periodista televisiva. La chica en cuestión, Lidia, había sido su alumna en la universidad. De sus diarios íntimos surgen los indicios que involucran a Delforo. Pero es él mismo quien ha grabado en unas cintas la información que podría librarlo de esas acusaciones. Toni deberá rastrearlas, y en el camino se codeará con los poderosos que tendrían intereses en este entuerto: los grandes medios de comunicación, las empresas de seguridad privada en auge en España, los servicios de inteligencia, la propia Casa Real… “Una historia que pudo suceder”, dice Juan Madrid en la dedicatoria del ejemplar que atesoro. Y créanme que es así.

En esta novela, como ya se ha dicho, Toni está más viejo. Sigue siendo el mismo cabeza dura de siempre pero se lo ve cada vez más envuelto en cierta melancolía. Es un Toni crepuscular, que mira para atrás y quiere recuperar lo irrecuperable. Así es que aparece nuevamente Juanita, la del bar Burbujas, y su hijo Silverio. Así es que Toni recuerda cada vez más aquella tarde atroz en la que se despidió de su padre a los golpes …

Más allá de este paso del tiempo, Adiós, princesa conserva las que yo creo que es la característica más saliente de esta serie de novelas de Juan Madrid: la presencia de la ciudad y sus habitantes —el habla callejera, los bares tristes y oscuros, las tabernas donde comer “bueno y barato”—, en pasajes de un costumbrismo muy bien logrado, como no es habitual encontrar en el género. Sirva como ejemplo de esto la relación de Toni con sus tres vecinas solteronas, las hermanas Abril, y el desopilante pedido de “un favor” que le hace Angustias a lo largo de esta historia.

Por eso siempre me digo que una novela de Toni Romano es mi manera preferida —por estar siempre al alcance— de viajar a Madrid. A un Madrid “hecho a medida” para mí, lejos de las urbanizaciones de extrarradio y bien concentrado en las antiguas calles del centro. Un Madrid que conserva lugares y aromas, hábitos y palabras que ya no están, que han caído en desuso, pero que forman parte esencial de su identidad.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Madre modélica

Hay demasiadas cosas que se hacen por el bien de los menores, pensó Victoria mientras se despegaba del inodoro y recuperaba con dificultad el equilibrio vertical. ¿Es suficiente una borrachera, aunque sea la madre de todas las borracheras de sesenta horas, para retirarle a una madre sus dos hijas?, se preguntó. Y más: ¿qué sucederá conmigo, con lo que yo sea cuando sea madre, qué sucederá con lo que yo haga? ¿Será mejor para mi hija una mujer ecuánime, serena, coherente que la bestia parda que le ha tocado como madre? Preparó un Alka-Seltzer y masculló mecagoenlaputa, mecagoenlaputamadre de los jueces, mecagoenlaputamadre de los justos, y mecagoenlaputamadre de los ladrones de hijos. Yo no seré la mejor, pequeña, dijo en un susurro, yo no seré una madre modélica ni pienso mostrarte el camino recto a ningún sitio, yo tengo rabia y muchas pensiones con chinche en mi pasado, pero al primer hijodelagranputa que te ponga la mano encima para retirarte de mi lado aunque sea por un minuto, lo mato. Juro que lo mato, y sé cómo hacerlo. Qué hostias, ¡tu madre soy yo! Pegó una patada a la pared del pasillo y puso algo de hardcore para ducharse, vestirse y salir sin perder el cabreo.

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 103)

El Santo

Cuando Victoria empezó a tratar con él, el Conseguidor todavía era el Santo, y en el barrio todo el mundo conocía al Santo. Desde siempre. Llegados a cierta edad, el Santo era el que estaba más arriba, el que podía conseguirlo todo, el que movía los hilos, la referencia, aquel con quien solo trataban quienes manejaban el cotarro en Viviendas Nuevas, los más duros, los músicos, los camellos, los montadores de escenarios, los libertarios punkis, los dueños de los locales oscuros, los moteros y las chavalas con más piernas, más labios, mejor culo. En un barrio donde el trabajo es un torno de extrarradio, la madre sobrevive agarrada a una fregona y los once son una buena edad para empezar a cargar el pitillo con polen, dios tiene forma de camello con un par de lecturas. El Santo, dos metros de largo, flaco como un perchero e inclinado, melena lacia color miel, melena de niña suave y dentadura del infierno. El Santo, ojos de ámbar, uñas marfileñas, dientes amarillos, hombre correoso color tabaco, piel lisa de cuero brillante tensada por dos pómulos como albaricoques maduros. En el barrio de Viviendas Nuevas se hablaba del Santo como en otros lugares se habla del arcángel san Gabriel o de Ernesto Che Guevara, colocándolo entre las figuras familiares en la estantería del salón pese al miedo de la madre, desafiando al padre. El Santo irrumpía en las familias de Viviendas Nuevas de la mano de la adolescencia del primer hijo, y llegaba para quedarse.

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 94)

Tres violencias

Hay tres violencias diferentes, pienso.
Lo digo en voz alta: Por mi madre, por mí, por mis hijas. Violencia de tres generaciones sucesivas.
La primera violencia es delicada, líquida, elegante, propia de un mundo de formas y piel de melocotón que ya hemos perdido definitivamente. Violencia muelle. Pequeña molicie criminal. Va por mi madre.
La segunda violencia es química. No viene de afuera, se revuelve desde dentro, pero se obtiene. Violencia adquirida por el desarraigo, la segunda viene del íntimo dolor y del pasmo. Va por mí.
La tercera es la violencia de un mundo navaja, afilado, puntiagudo. Nace de la pérdida total, no conoce las formas ni guarda información genética al respecto. Viene de fuera, con crueldad. Es una violencia ejercida por el otro con toda su bestia actuando. Va por mis hijas, mis dos niñas que flotan en esa voluta de mi imaginación.

(Adela Sánchez de Andrade)

(Cristina Fallarás, Las niñas perdidas, Barcelona, Roca Editorial, 2011, pg 88)

Dejad atrás toda esperanza

Las niñas perdidas, Cristina Fallarás

A esta altura del partido, uno cae en la tentación de creer que todo está escrito. A decir verdad, muchas novelas “de molde” que se publican —y que ganan suculentos premios— abonan esa teoría. Incluso a veces uno cree que las formas en que se escribe este género ya están todas ensayadas. “Otra novela sobre…” u “otra historia de…” que pasan por nuestras vidas sin dejar huella. Eso, hasta que te cae en las manos un hierro caliente con forma de libro, literatura que te agarra de los pelos y te golpea la cabeza una y otra vez contra la pared, mientras te grita, mientras te ruge cosas que ni siquiera estás seguro de querer comprender.

Algo así es lo que puedo decirles, para empezar, de Las niñas perdidas.

Primero la historia: Victoria González, detective que opera en el barcelonés barrio del Raval, recibe el encargo anónimo de averiguar lo que pasó con dos hermanitas perdidas. Una de ellas pronto aparece muerta, vejada y mutilada hasta lo indecible. De la otra no se sabe nada, pero el panorama no es alentador. Hay un pedófilo que es salvajemente asesinado, y hay una película, que el lector nunca llega a “ver” pero que a la fuerza debe imaginar —lo que es infinitamente peor—. Hay un asesino a sueldo duro de coca, y traficantes de todo tipo por los barrios bajos. Entre ellos, y por esos lugares que conoce bien gracias a su vida pasada, debe moverse Victoria. Claro que no está sola: tiene a su ayudante Jesús, un borrachín de pasado dudoso. Y también tiene a su bebé en la panza: Victoria está embarazada de cinco meses. De una nena.

El recorrido de Victoria en esta investigación es tortuoso, un hundirse en los infiernos. La Barcelona que nos presenta como escenario Cristina Fallarás —periodista además de escritora— es profunda, revulsiva y hostil. De todas formas, bien podría cambiar el Raval y poner Lavapiés o San Telmo o el Bajo Flores, pues esta no es una novela para hacer turismo. No es una novela para viajar a otro lado que no sea al mal que se esconde en los hombres, en cualquier calle de cualquier ciudad de un siglo XXI en el que ya todo parece perdido. Siempre más violencia, más locura, más tristeza, más dolor.

Las niñas perdidas ha sido reciente ganadora del premio L’H Confidencial de novela negra. ¿Qué la distingue de todo lo que yo haya leído, publicado recientemente, premiado o no, en este género? Menciono sólo dos cosas. Una: el abordaje de la cuestión de la maternidad. Lejos de contaminar la historia con un sentimentalismo hueco, aquí la maternidad es amor, pero un amor que es rabia, dolor y miedo. Son dos las madres: Adela, la borracha que es despojada de sus dos niñas, y Victoria, la detective futura madre. Puesto que conoce el mundo sucio al que traerá a su hija, puesto que no confía del todo en su propia capacidad —ha sido en un tiempo tan borracha y drogada como Adela—, la apuesta de Victoria es doblemente valiente y valiosa. Dos: la determinación de la autora de barrer con toda corrección política. El lenguaje es brutal, la ciudad y sus habitantes son brutales, y la propia Victoria es brutal. Su costumbre de matar animales (dejando constancia escrita en cortazarianas instrucciones que se intercalan en la trama), para combatir su frustración vale como ejemplo: si el mundo es como en Las niñas perdidas —y yo creo que es— no me extrañaría que algún idiota se ponga en evidencia, rasgándose las vestiduras por el asunto del maltrato animal.

En suma, una novela que, a través de las niñas, y de lo que este mundo desastroso es capaz de hacerles, termina hablándonos de una sola cosa: de nuestro viejo Miedo. Si vos también tenés ahí agazapado el tuyo, ponele el pecho a estas niñas y tratá de no perdértelas. Ojalá te animes, y que algún ejemplar llegue a Buenos Aires (Roca editorial, ¡teléfonooo!).

11/11

lunes, 5 de diciembre de 2011

Criatura satánica

Se despertó. Ella estaba sentada a su lado, fumando un cigarrillo.

—¿Qué estás escuchando? —le preguntó.

—Beethoven. Opus 123.

—¿Esa lúgubre misa? ¡Qué horror!

—¿Le desagradan las misas?

—Afirmativo. Apaga eso.

Se guardó el walkman. ¿Intentaría escapar? ¿Levantarse de un brinco y saltar por la barandilla? ¿Lo alcanzaría ella y lo empujaría al vacío? ¿Qué le iría a pasar? ¡Sin duda, algo espantoso! Los demonios cuando se enfadaban eran unos enemigos terribles…

Pero ella no parecía estar enfadada. Y su perfume no tenía nada de repugnante. Expulsó una bocanada de humo y bostezó.

—¿Realmente es usted una criatura satánica?

—Sí.

—¡Es increíble!

—Si no fuera increíble, no existiría.

—En realidad, ¿qué… qué hace usted exactamente?

—Soy comerciante. Me dedico al trueque de… de bienes personales, digamos.

—¿Quiere usted decir… (bajó el tono de voz) trueque de almas?

Ella murmuró en el mismo tono de voz.

—Eso es.

—¿Se dedica a comprar almas que se condenan por toda la eternidad?

—Cada cual se condena a sí mismo. Yo me ocupo sólo del papeleo.

—¿Era eso lo que hacía en Las Vegas?

—Fundamentalmente. El resto del tiempo era bailarina del Gold Rush Casino con otras veinte chicas.

—Se nota que es usted bailarina.

—En realidad no bailábamos. Íbamos con mallas y plumas en la cabeza y caminábamos de delante a atrás moviendo el culo para dar un toque erótico.

—Enséñeme cómo.

—Vale.

(Marc Behm, “El timo”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 34)

Tallar un palo

Jake robó el enorme cuchillo en una carnicería situada en las proximidades del barrio judío. Estaba hincado en un cuarto de res colgado de un gancho. Seguramente podré sacar unas monedas de esto, pensó. Lo cogió, lo introdujo entre el cinturón y el pantalón y se largó a todo correr.

Aquella tarde, en Bucks Row, estaba tallando un bastón, sentado en un cubo de madera, cuando una puta le preguntó:

—¿Qué estás haciendo, Jake?

—Tallo un palo de madera.

—¿Para qué?

La conocía. Se llamaba Mary Ann. La odiaba porque era muy fea. Todas las chicas de Whitechapel eran feas. Francamente feas, como simios.

—Para afilar mi nuevo cuchillo.

Y se lo hundió en la tripa.

(Marc Behm, “Jake”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 63)

Relatos de lo inesperado

Aullidos, Marc Behm

Se da de vez en cuando que nos encontramos con un nuevo viejo autor. Es decir, un autor que es nuevo para nosotros, pero que quienes conocen el paño ya lo tienen bien recorrido y, en ocasiones, catalogado como un clásico. Así me pasó con Marc Behm.

Aún sin haberla leído conocía su novela La mirada del observador. Supe que su reciente reedición llevaba prólogo de Paco Camarasa —todo un indicio—, gracias a cuya generosidad llegó a mis manos este ejemplar de Aullidos. Ejemplar que, dicho sea de paso, arranca con prólogo de Paco Taibo II, confeso admirador de Behm —todo otro indicio—, a quien invitó reiteradas veces a la Semana Negra, sin éxito.

Behm murió en 2007. Fue entonces cuando desde la Semana Negra se publicó este libro de relatos que hoy comento. Y que me dejó agradablemente sorprendido.

A ver: tiendo a “catalogar”, a “ubicar” a los autores que voy conociendo. Es un ejercicio vano, pero del que me cuesta zafar, esquemático como es mi pensamiento. Es cierto que muchos autores me la hacen difícil, pero en general uno puede decirle a un amigo “este está cerca de aquel”, o “está en la línea de”. Bueno, con Marc Behm no. No encontré ninguno dentro del género negro que yo conociera. Sin embargo, podría decir que a mí me hizo acordar a otro enorme escritor, que no visita mucho este género, pero al que tengo entre mis preferidos: el galés Roald Dahl. Si el autor de Relatos de lo inesperado se hubiera largado al ruedo del relato negro, hubiera escrito cuentos parecidos a estos.

Así de sorprendentes son los relatos de Aullidos. Trece historias que ponen a Behm, al menos como cuentista, a la altura de todo lo que se ha dicho de él. Sin una sola palabra de más, tremendamente sarcásticos y de un humor filoso —y, atención, una cosa es el humor en una novela de 300 páginas, y otra en un cuento de dos—, difícilmente el lector olvidará estos “aullidos”. Aun cuando alguien quizás se sienta “engañado” —algo que suele suceder cuando un artista se sale del molde, desplaza los límites— por el viraje extraño que toman estos relatos, que se meten en el fantástico como si nada, tan eficaces que te dejan con las cejas alzadas, los ojos como platos.

Con ganas de más.

De pronto, mi ejemplar de La mirada del observador ha avanzado a los primeros lugares en mi lista de pendientes.

Traducción (del francés): Lourdes Pérez

11/11