sábado, 10 de marzo de 2012

Letanías


Sin esperanzas, no habría podido soportar el estricto horario de la cárcel, las broncas de los guardianes, la celda de castigo, la monotonía de la mili y los tres años de trabajo legal en Zaragoza, de la empresa a casa, de casa a la empresa, ni un vino, ni una puta, ni un amigo, ni una curda. Salía de las mudanzas, se metía en la pensión y se tumbaba a esperar, hasta la hora de la cena. Sin esperanzas, no habría podido soportar la soledad de cada comida, la obsesión de limpiarse para siempre, de no conocer a nadie, de no meterse en nada, ni legal ni sucio, en nada. Ni las largas noches que pasaba con los ojos abiertos (“¿Cuánto hace que no duermes?”), fumando, mirando la sonrisa de calavera encerrada en el vaso de agua y murmurando entre dientes, la mala leche vibrando en cada célula de su piel. “Te voy a joder, hijoputa, te voy a arrancar los dientes uno a uno, te ataré a la cama y te daré patadas en los huevos y te pasarás el resto de tu vida en una silla de ruedas y meando sangre, cabrón…” Horas y horas y horas tratando de decidir qué sería mejor, si dejar a su enemigo con vida o si tenía que matarlo después de ensañarse con él. En ocho años, sus letanías nunca se habían repetido. Miguel las iba enriqueciendo con su imaginación y con ideas sacadas de su libro predilecto (Suplicios orientales del siglo XIX). Y, al final de las largas letanías de insultos, amenazas y promesas, como si fuera un religioso “amén”, añadía:
—Y si no, me mato.

(Andreu Martín, Prótesis, Barcelona, La orilla negra, Norma, 2007, pg 11)

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