lunes, 28 de mayo de 2012

Al fin, 1983

1983, David Peace



La locura, el descenso infernal, la violencia extrema, la asfixia del Red Riding Quartet ha llegado a su fin. Por fin, paz. Descanso, aire.

Por fin.

Pero contra ese alivio, como cada vez que termino de leer una obra maestra, hoy también queda el vacío. La posibilidad de no volver a encontrarme con una obra semejante transmite desamparo. Por suerte, quedan las relecturas para poner a prueba esa impronta. Y casi siempre comprobar que sí, que fue para tanto, que la Gran Obra sigue viva y vigente.

Por si no ha quedado claro —que puede ser—, lo explicito: el Red Riding Quartet, una patada en el tablero de la novela negra, es lo más extraño y movilizador que he leído en el último tiempo. Con David Peace me ha pasado lo que con Ellroy: la certeza de estar presenciando el corrimiento de los límites del género. Como un movimiento telúrico que redibuja la geografía y que exige mapas nuevos.

En 1983 vienen a cerrarse varios de los misterios planteados en las novelas anteriores. Y digo “varios” y no “todos” porque decir “todos” sería afirmar demasiado. La complejidad de esta saga, en su trama y en la forma que elige Peace, con sus permanentes flashbacks y los pensamientos enroscados de su personajes —mitad conciencia, mitad pesadilla—, le da mucho trabajo al lector. Pero es el mismo tipo de trabajo que da una película de David Lynch: por momentos uno cree que todo pudo haber pasado, todo puede pasar, todo podrá pasar.

Si bien la figura del Destripador sigue sobrevolando, en esta última novela de la serie se retoma con fuerza la trama relacionada con la desaparición de las niñas. Sucede que, un día de mayo de 1983, la pequeña Hazel Atkins no regresa a casa. Casualmente —¿casualmente?— Hazel iba a la misma escuela que Clare, aquella nena de 1974. Es el infierno que vuelve a empezar.

Gobierna la Thatcher y en los paredones se lee “fuck the argies”. Inglaterra está a oscuras, siempre llueve. Las voces de tres personajes cuentan la historia. Maurice Jobson es un inspector de la policía de Leeds a quien conocemos de todas las novelas anteriores. Como policía de alto rango de un cuerpo corrupto, está manchado por esa podredumbre. Asuntos sucios que van desde el control del porno en las calles hasta la inversión de sus beneficios en negocios inmobiliarios. Pero Jobson ha participado de las investigaciones de todas las desapariciones de niñas hasta el momento. Y ahora que es un hombre abandonado por su familia, algo le hace click en la cabeza, y empieza a moverse por donde nadie nunca se asomó a mirar.

BJ es un muchacho que conocíó el horror durante su infancia. Ahora se prostituye en los baños de estación. Ya lo hacía cuando lo conocimos, como confidente del periodista Barry Gannon, allá en 1974. BJ lleva años huyendo. Hay gente que quiere matarlo. Parece que es algo relacionado con la masacre del bar Strafford. ¿Vio BJ lo que no debía?

El tercer personaje es John Piggott. El Gordo Piggott. Es abogado, y aparece por primera vez en esta cuarta historia. Es oriundo de Fitzwilliams, el suburbio en el que pasaron cosas importantes en 1974. Además es hijo de un policía que casualmente —¿casualmente?— se suicidó justo en aquellos años. En 1983 John entra en la historia gracias a Michael Myshkin. Myshkin lleva ocho años recluído en un psiquiátrico, desde que fue forzado a confesar el crimen de Clare. Su madre va a ver a John y le pide que lo represente y apele.

La narración se estructura yendo y viniendo desde 1983 hacia atrás, a 1969 cuando desapareció la primera nena. Los tres personajes aportan datos acerca de los sucesos de la historia, y de las motivaciones que los mueven. Jobson busca la redención, aunque sin gran esperanza. BJ, aterrorizado durante años, decide ahora huir hacia adelante y vengarse. Y John Piggott, que parece un outsider en esta locura, un gordo que escucha música y de vez en cuando se fuma un porro—no es casual que su historia esté contada “desde afuera”, en una segunda persona—, acepta el compromiso de buscar justicia. Y paga por eso un precio altísimo.

Ultraviolento, duro, difícil de leer. ¿Se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet? Todos los que amamos este género sabemos de sus límites elásticos. Como diría Andreu Martín, muchas y muy distintas obras entran “en el estante”. Pero las hay que se asoman al borde, a punto de caer a otro lado. Me interesan esas obras. Viven “en el estante” pero funcionan como puertas ocultas hacia algún lado de etiquetas más difusas. Este cuarteto es una de ellas.

Entonces, ¿se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet?

Absoluta y necesariamente, sí.

Traducción: Catalina Martínez Muñoz

4/12

PS: si podés acceder, no dudes en mirar la excelente (aunque forzosamente simplificada) trilogía que hizo el Channel4 inglés. Es imperdible. Acá el tráiler.

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