viernes, 11 de mayo de 2012

Dama Blanca, libros y golosinas de la nariz


Me senté en el pequeño muro, asiento favorito de numerosos grupos de borrachos. Los brebajes de mala muerte que circulaban por aquí no venían en una elegante botella ni se almacenaban en los bares de moda. No, era auténtico matarratas, lo que en el sureste de Londres llamaban «Jack» o «Dama Blanca», alcoholes desnaturalizados con una graduación del cien por ciento. Yo los había probado en raras ocasiones.
Dejé que mi mente se desplazara a los libros. Tommy Kennedy había dicho:
—Habrá momentos en los que tu único refugio serán los libros. Entonces leerás en serio, como si tu vida dependiera de ello.
Mi vida y desde luego mi salud mental se habían refugiado en la lectura a lo largo de un millar de días oscuros. Decidí echar mano de James Sallis y su biografía de Chester Himes. Había releído toda la obra de David Gates. Su Jernigan habría sido mi vida si hubiera tenido una educación formal. Oí decir:
—¡Jack!
Dejé de pensar en todo eso, miré a Keegan. Preguntó:
—Hostias, Jack, ¿adonde te habías ido?
—Estaba aquí.
—Por tus ojos no lo parecía. Déjame que te diga una cosa, compañero, vas a tener que dejar esas golosinas de la nariz; te van a freír el cerebro.
—Estaba pensando en libros.
—Insisto en lo que te acabo de decir.

(Ken Bruen, La matanza de los gitanos, Salamanca, Tropismos, 2006)

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