domingo, 22 de julio de 2012

Poder y violencia


—No levante la voz, señor Stein. Cálmese. Mire al frente y escuche. Le aseguro que no conseguirá nada de otra manera.
El hombre hace pasar unas hojas del diario.
El señor Stein, abatido, obedece.
La iglesia de Sant’Agnese in Agone, al otro lado, es ahora una fachada sin sentido.
Suelta el aire.
Toma unos tragos de Martini.
Enciende mecánicamente un cigarrillo.
Se siente indefenso, en el pequeño sillón, solo cercado, a disposición de una voluntad desconocida.
Hace un esfuerzo:
—Dígame qué pretenden, por favor.
—Ya lo sabrá, señor Stein. Lamentablemente este viaje es otro error.
—Nadie puede impedirme viajar.
—Esa es su opinión. No discutimos con usted. Sólo buscamos determinadas condiciones para… negociar. Usted es un hombre de negocios, ¿no es cierto, señor Stein?
Cuando lleva el cigarrillo a sus labios ve que su mano tiembla. Fuma, sopla el humo, asiente vagamente con la cabeza.
—Feo asunto el de Ferraro —dice el hombre.
Da un respingo, contemplando sin motivo la brasa del cigarrillo, sus dedos amarillentos por la nicotina.
—Hay funciones en este caso que no se pueden delegar, señor Stein.
—Sé cómo organizo mis asuntos —repone, nervioso, mirando al hombre que en ese momento cruza las piernas, vuelve a pasar las hojas del diario.
—Desde luego, señor Stein. Pero también es usted quien corre los riesgos. El asesinato de Ferraro es un triste episodio.
—Ustedes tienen la culpa de su muerte.
El hombre niega con la cabeza.
—No, señor Stein —dice—. Sabe perfectamente que no es así. Parece un juez necio y miserable.
—¡No me insulte!
—El poder, señor Stein, suele ser un acto de violencia. Y no es conveniente olvidarlo.
Arroja el cigarrillo, perturbado, sin fuerzas para hablar, apoya las manos en las rodillas, abre y cierra los dedos.
El hombre dobla el diario y deja un billete sobre la mesa, junto al pocillo de café vacío.
—Debe quedarse sentado acá por lo menos durante cinco minutos, señor Stein —dice, parándose.
—No puede irse así —replica él—. ¿Hasta cuándo…?
—Buenas tardes.
El hombre se aleja, perdiéndose entre la gente.

(Juan Martini, El cerco – Tres novelas policiales, Buenos Aires, Legasa, 1985, pg 347)


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