jueves, 23 de agosto de 2012

Anclado en Tánger


Paseó mucho los días posteriores. A veces tenía que retroceder asustado por el apenado entorno por el que se encontraba caminando. El asfalto se convertía en adoquín y los edificios perdían altura convertidos en casas bajas, emblanquecidas con cal y cepillo de esparto; las aceras perdían amplitud, la calzada ganaba estrechez y las farolas dejaban de existir. Un aroma especiado que no sabía concretar corría junto al olor a pescado por aquellas vetustas callejuelas; desde alguna se oía el mar. Se asomó al acantilado avistando las bravas olas atlánticas golpear las fachadas de la espesura de quebradizas construcciones que se levantaban prácticamente sobre el océano. En uno de esos avistamientos furtivos, Julio oteó una broza de luces blancas y azules que dibujaban unas gradas techadas con toldos blancos y envueltos de candela y candiles. Sobre la incandescencia de aquel lugar se escapaba un celaje de humo moruno perceptible en la distancia.

(Jordi Ledesma Álvarez, Narcolepsia, Barcelona, Alrevés, 2012, pg 234)

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