martes, 7 de agosto de 2012

Con amigos así...


Los amigos de Eddie Coyle, George V. Higgins


Hace un tiempo comenté una novela de mi admirado Elmore Leonard. Intenté ahí transmitir la idea de que la obra de Leonard está metida en el ADN de muchos escritores norteamericanos actuales de novela negra, desde Pelecanos hasta Lehane, y de otros tantos cineastas. La pregunta interesante sería entonces: ¿y qué novela negra admira Leonard? “Los amigos de Eddie Coyle es la mejor novela negra jamás escrita”, dijo Elmore una vez.

Say no more.

Por si quedaran dudas, Dennis Lehane dispara en el prólogo: “Tienes en tus manos la novela negra que cambió las reglas de juego de los últimos cincuenta años. Posiblemente sea también una de las cuatro o cinco mejores novelas negras jamás escritas”.

Say no more, dos.

¿Será para tanto?, se pregunta uno, como lector “curtido” en el género...

Y, la verdad que sí. Es para tanto.

Los amigos de Eddie Coyle es una gema extraña que todavía brilla, a más de cuarenta años de ver la luz. ¿Cómo hablar de semejante obra, qué más decir a esta altura? Haré mi intento.

Lo primero que se me ocurre es que Los amigos no tiene una trama ni muy compleja ni muy sencilla. ¿Me pegarán si digo que parece más una novela costumbrista del bajo fondo de Boston? Unos cuantos infelices que se ganan el mango transgrediendo algunas normas. Y nosotros los observamos durante unos días que nada tienen de especial. Punto. Es cierto que Eddie Coyle está por ser condenado por contrabando, y pensando a cuáles de todos sus “amigos” puede entregar para llevarse un castigo más leve. Es cierto también que mientras tanto sigue consiguiendo armas para una banda de atracadores de bancos. Todo eso es cierto, sí, pero nada hace pensar que estos días tengan algo de especial:  juicio más, robo menos, Eddie Coyle y sus “amigos” viven siempre así.

El vendedor de armas Jackie Brown, el agente federal Dave Foley y su jefe Waters, el barman y asesino a sueldo Dillon, Artie Van y Jimmy Scalisi y el propio Eddie “Dedos”, todos ellos son tipos que se buscan la vida. Trabajan en el lado barroso de la sociedad, tratando de sacar algo en limpio del revoltijo en el que están hundidos. Por derecha o por izquierda, lo cual les supone algunos riesgos y les exige ciertas estrategias de supervivencia. Así llegamos al quid de la cuestión. Porque la supervivencia en esta selva no te la dan las armas ni la violencia.

Te la dan las palabras.

Cada palabra es información, y cada palabra puede significar un día más de vida o de libertad. De modo que todos estos tipos hablan mucho. Por lo que dicen, y sólo por lo que ellos dicen, nos enteramos de todo lo que necesitamos saber. Maravillados como lectores, asistimos a escenas vívidas y gloriosamente entretenidas. Y el libro se nos va de las manos para entrar derecho a ocupar un rincón en la memoria ROM, esa que ya no se borrará jamás.

Mucho se ha dicho sobre la voz, que estos personajes hablan la jerga de los criminales. La verdad, a mí me interesa poco. Como la mayoría de los que escriben ese tipo de cosas, yo tampoco estuve dentro de un auto escuchando cómo negocian dos maleantes una entrega de drogas o de armas. Menos en el Boston de fines de los sesenta. Mucho menos, con un traductor de por medio, por excelente que sea. Es decir, no sé si los ladrones hablaban así o no. Tampoco me importa. Lo que sí me importa es que estos personajes hablan de manera ingeniosa, que tienen mucha calle, que son verseros imbatibles.

Grandes autores de novela negra se han destacado por la construcción de diálogos. Leer buenos diálogos es algo de lo que más me gusta de una novela negra. Voy a confesar algo: cuando estoy en una librería, hojeando un libro, suelo pasar las hojas rápidamente para observar la “densidad” de la escritura. Si hay o no mucho diálogo. Aunque me mantuvo a salvo de unos cuantos autores serios sé que es una práctica tan prejuiciosa como cualquier otra y, por lo tanto, igual de desaconsejable. Pero la hago a menudo. No decido sólo por eso, claro, pero digamos que encontrar diálogo —ver pasar hojas “livianas”— me predispone mejor para decidirme por un libro. Bueno, si hubiera hecho eso con Los amigos, me hubiera llevado una sorpresa. Porque si bien es una novela que está construida de diálogos —como ejemplo, el capítulo 26: cuatro líneas de narrador, más de cinco páginas de diálogo— esto no se nota en una hojeada rápida. Y creo que ahí hay una pista de la singularidad que inaugura Higgins: en sus diálogos geniales no pone a los parcos asesinos de Hemingway, no pone al escalofriante Migue de Andreu Martín, sino que pone a una banda de charlatanes que bien podrían dedicarse al stand up. Estos tipos hablan en serio, páginas y páginas. Y este autor sabe cómo hacerlos hablar para que te quedes pegado a la hoja, ya no leyendo sino escuchando.

Dijo Leonard: “Si suena como escritura, lo reescribo”.  Me pregunto si lo dijo antes o después de aprender de Higgins.

Traducción: Monserrat Gurguí y Hernán Sabaté
6/12

PD: en 1973 se estrenó la adaptación al cine, con Robert Mitchum en el papel de Eddie “Dedos” Coyle. Habrá que verla.


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