lunes, 30 de enero de 2012

Un violento sapucai

Chamamé, Leonardo Oyola



Como ya he dicho, este blog obedece exclusivamente a mis caprichos de lector, a la vez que pretende ser un registro más o menos minucioso de todas mis lecturas que se encuadren en el género. Cuando digo todas son todas. Y si de pronto me hago fan de un autor, y se me ocurre leer una serie entera de diez libros del mismo detective… y bueno, habrá que fumarse la tira de comentarios. Es lo que hay.

Hecha la aclaración, ahora sí: ¡otra lectura de una novela de Leo Oyola!

De entradas anteriores creo que ha quedado clara mi admiración por su obra, así que en el párrafo dedicado al autor sólo diré que Chamamé confirma todo lo que pienso de Oyola: tiene una sangre distinta, un motor tuneado que viaja por el carril rápido, lejos de la mayoría de los escritores de su “generación”.

El Perro narra esta historia. Se llama Manuel Ovejero, y a lo largo de la novela, con permanentes flashbacks, nos irá poniendo al corriente de su vida de delincuencia, que hoy por hoy tiene un solo sentido:  vengarse de un viejo socio y actual archienemigo, el Pastor Noé.

Si uno quisiera simplificar mucho, pero muuucho, podría decir que Chamamé es básicamente eso: una historia de venganza, un ajuste de cuentas. Ahora, entre nosotros, yo diría algunas cosas más, a ver si puedo neutralizar mi torpeza y transmitirles algo de todo lo que es Chamamé, además de “una historia de venganza”.

Empezaría por ese maravilloso par de personajes que son el Perro y el Pastor. El Perro, que arranca su historia en un puterío de ruta, allá cerca de la Triple Frontera. Perro sensible y violento, que ha sufrido por amor y que recuerda los frentokis de su viejo. Ladrón endurecido y perdedor, termina dando con sus huesos en una miserable y caliente cárcel de provincia. Más precisamente en el pabellón de los evangelistas, donde supone que podría pasársela un poco mejor. Lo que no sabe es que ahí se cruzará con el Pastor Noé. Loco, embustero, asesino sanguinario, traidor: todos esos calificativos le caben a Noé, pero no alcanzan ni para un borrador de este terrible personaje.

El Perro y Noé: socios que se salvan la vida mutuamente, y luego a fuerza de traición se hacen enemigos a muerte. Enemigos de esos que son motor maldito que impulsa, dueños del sueño y del insomnio. El Perro y Noé: dos caras, misma moneda.

Después de los personajes, seguiría por la música. Permanente FM de los ochenta, de fondo en todas las novelas de Oyola, en Chamamé la música es más que eso: es material narrativo. Lecciones de rocanrol al pie de un jukebox caprichoso, herramienta de levante pueblerino; palabra de Dios que baja en los versos de Turf o la Bersuit. Vista así, Chamamé es también un musical hecho libro.

Y qué decir de los escenarios y la puesta en escena. Pueblos paupérrimos, pisos de tierra, calor y rutas desiertas. Autos poderosos y fantasmales que levantan polvo en persecusiones de cine; armas con nombre propio; peleas coreografiadas y forajidos tarantinianos como los Paraguas Asesinos.

Chamamé es western tumbero y musical negro. Chamamé es road movie litoraleña y pulp. Chamamé es una gran novela que no vas poder largar hasta dar vuelta la última página.


1/12

viernes, 27 de enero de 2012

Minado


—¿Por qué te vas?
¿Qué iba a decirle? ¿Qué estaba domesticado, minado irremediablemente por los años de cobardía, de sueldos miserables, de deudas, de pequeños y grandes renuncios, de horarios estrictos, de mezquindades y humillaciones, de impulsos reprimidos? Que era cierto: uno podía trasponer un día los límtes de ese mundo mezquino y asomarse, como lo hiciera, a una realidad más rica, diferente en todo caso, pero había que tener más coraje que él para quedarse allí definitivamente: en la inseguridad constante, en la más absoluta transitoriedad, en el borde de la locura. Y por último, que aun si resultaba con resto como para lanzarse a vivir a la que saliera, no iba a alcanzarle para acostumbrarse a la muerte, a tenerla cerca, agazapada, acechado, en las propias manos, como se viera un rato antes. No se aprende de un día para otro a apretar el cuello a un tipo como si no existieran sus gemidos roncos, ni sus convulsiones, ni su sangre detenida en las arterias.



(Rubén Tizziani, El desquite, Buenos Aires, Emecé, 1978, pg 266)

miércoles, 25 de enero de 2012

Un cuarentón cualquiera


La calle era apenas frío y soledad a las cuatro de la mañana. Caminaron despacio y en silencio hacia el auto estacionado a media cuadra. Había algo de rito lúgubre en esa repetición de lo que había vivido unos días atrás: los dos saliendo al amanecer de un hospital, aplastados por la angustia y la tristeza. Sin embargo, estaba tan lejana la otra madrugada, empezaba a ser tan borrosa la imagen de Celco apretando mientras moría la mano de la mujer que ahora estaba a su lado. Se preguntó qué había sucedido en esos pocos días —además de ese acontecimiento fatal, definitivo que era la muerte del otro— para que todo le pareciera tan distinto, como ajeno. Y por qué sentía que la mayor parte había pasado dentro suyo si el seguía siendo lo que era la noche de ese domingo: un cuarentón cualquiera, tímido, indeciso, insatisfecho; marido en fin, empleado con doce años en la empresa. La misma cara seria, indefinida y tosca que la mujer miró apenas cuando se lo presentaron y olvidó en cuanto él se dio vuelta y empezó a caminar hacia la escalera.


Paseando por la noche

(Rubén Tizziani, El desquite, Buenos Aires, Emecé, 1978, pg 180)

lunes, 23 de enero de 2012

Siempre hay revancha

El desquite, Rubén Tizziani



Si no fuera por este blog, no estaría comentando un libro de Tizziani… en este blog. Bueno, está bien, intentaré explicarme. Esta actividad de comentar libros me ha puesto en contacto con otros blogueros y con autores de los libros comentados. Gracias a algunos de ellos —Guillermo, Kike, Nico— me enteré de una charla en la SEA. Una Noche de Novela Negra. El homenajeado sería Rubén Tizziani, y entre los participantes de la mesa estarían Guillermo Orsi y Álvaro Abós. Allá fui. Nunca había leído una novela de Tizziani. Pero sí había visto, en los lejanos ochentas, dos películas basadas en libros suyos. El desquite, de Juan Carlos Desanzo, con un inolvidable Rodolfo Ranni protagónico, fue una de ellas. De modo que me conseguí un ejemplar de una vieja edición de Emecé, y me lancé a la lectura.

Así fue que me reencontré con Parini, un mediocre editor en sus cuarenta. Casado con Teresa, dos hijos, piensa que está tranquilo y feliz con su vida chata. Cierto día, revisando viejas cartas, se le mete en la cabeza ubicar a Celco, amigo de andanzas de su juventud. Lo encuentra: es el dueño del Brasilia, un boliche en la Panamericana, y de El Gato, un cabaret del bajo. Celco es, en suma, un hombre de la noche. Tiene una joven mujer, Elena, y a Silvio y a Bermúdez, su gente de confianza. Pero también tiene un muy serio problema: un tal Heredia y sus matones necesitan de lugares como el Brasilia y El Gato para poder ubicar su producto. Pero Celco se planta y rechaza las “invitaciones” para comerciar drogas en sus locales. El resultado es el esperable con gente como esta, que te quita del medio sin el menor remordimiento: Celco recibe dos balazos en el cuello.

Pero es aquí donde comienza la historia. Porque Celco, agonizando en el hospital, en un dramático testamento hablado, les entrega a Elena, Silvio y Parini todas sus propiedades. Entre ellas, los dos boliches. “Pero que mande Parini”, dice, “el 51 por ciento para él”.

Es este legado de Celco el que planta a Parini frente a la posibilidad inesperada de una vida nueva, de un desquite. La noche, universo violento y veloz con sus propias reglas, se abre ante él. Lo deberá encarar, entre el deseo y el terror, tanto para enfrentar a Heredia como para llevarse a la joven Elena. Pero a la vez, con la irrupción de ese mundo de luces, de rojos brillantes, Parini comprende por primera vez el horrible gris en el que ha vivido, en el que se resquebraja su matrimonio con Teresa, fosilizado y frágil por la costumbre.

Con un registro bien negro, del “policial sin policias”, Tizziani nos narra la historia del quiebre de la vida de un hombre común, de cómo lo extraordinario puede siempre aparecer en la diaria “normalidad”. Una historia plena de violencia —no es política la violencia de El desquite, pero estamos en los 70 en Buenos Aires, donde todo es violento—, pero en la que no faltan los momentos de introspección de Parini, las exploraciones de Teresa, que escapan a las convenciones del género puro y duro. El estilo de Tizziani brilla tanto en la frase larga y pulida, evocadora de Onetti y Saer, como en el diálogo cortante y frío. Su forma trabaja a la perfección con la estructura elegida por él para la historia y con los personajes que la protagonizan.

Dice el DRAE que “desquitar” es “reintegrarse de lo perdido, restaurar una pérdida”. Ojalá que charlas como la de la SEA, o la difusión de su obra a través de Internet, sirvan también como un desquite para Tizziani —tanto como para otros autores de aquella generación de los 70—, y hagan que su obra llegue a nuevos lectores.

Como me llegó a mí.
12/11

domingo, 22 de enero de 2012

Un asesino de cisnes

Cosas de Galway.
No le conté a Margaret lo del asesino de cisnes. Una vez, cerca de la iglesia, lo vi apoyado contra la imagen de la Santa Virgen. Y me refiero a apoyándose, su espalda contra la de ella, con las piernas extendidas, como si fueran colegas. En otra época el sacerdote habría salido, lo habría cogido de la oreja, y le habría dicho:
—Tú, niñato impertinente, ¿quién es tu padre?
Pero ya no. Los curas se habían vuelto demasiado cobardes. Con la avalancha de escándalos, el clero ya no esperaba el respeto de la gente; se conformaba con evitar linchamientos.
Ronan, por supuesto, me saludó con la mano.
—¿Lo conoces? —me preguntó Margaret.
¿Cómo responder a eso?
—De vista —contesté.
—Se está apoyando contra Nuestra Señora —dijo, sin quitarle el ojo.
—Ya veo.
Se movió y rodeó con el brazo derecho el busto de la estatua. Margaret se puso furiosa.
—Alguien debería hablar con él.
La petición de moda. Y a pesar de que los disturbios públicos se incrementaban, y de que los gamberros eran cada vez más descarados, la petición era desoída.
—Olvídalo —dije, como hacen otros muchos.
Y seguimos caminando, contribuyendo con nuestro propio y pequeño trocito al enorme océano de vaga responsabilidad que come de la estructura de la decencia.



(Ken Bruen, El dramaturgo, Barcelona, Editorial VíaMagna, 2004, pg 162)

viernes, 20 de enero de 2012

Almohada

La residencia de ancianos estaba en una calle retirada, en el camino de regreso al mar. Tuve que pedir indicaciones sobre la dirección. Un anciano con una gorra de tela estaba sentado en un banco, oteando el horizonte. Cuando le pregunté, pensé que no me había oído, y a punto estaba de repetirlo cuando se aclaró la garganta y escupió una flema peligrosamente cerca de mi zapato.
—No quieres ir a ese sitio, hijo.
¡Hijo!
La siempre presente rabia, hirviendo a fuego lento constantemente, casi salió a la superficie. Quería gritarle: “A ver, bastardo estúpido, no juegues conmigo”.
Me miró, matices amarillos en el blanco de sus ojos. Su nariz parecía estar colapsada.
—¿Sabes qué edad tengo? —me preguntó.
Como si me importara una mierda.
—No tengo ni idea —contesté.
Se aclaró la garganta y me aparté un poco, pero el escupitajo no llegó. Quizás no le quedaba nada más. Respondió por mí.
—Demasiados malditos años, esos son los que tengo. Vivo con mi hija, ella me odia, y tengo que pasar fuera todo el día. ¿Sabes lo difícil que es matar el tiempo?
Lo sabía.
El viejo levantó el brazo, mostrando puños deshilachados bajo su chaqueta de cuadros y… gemelos. ¿Todavía hay alguien que los use? Señaló con el dedo, graznando.
—La residencia que buscas está por allí, el segundo cruce a la derecha.
—Gracias.
Sentí la necesidad de acercarme, de tocar su huesudo hombro, de ofrecerle algún consuelo. Pero, ¿qué clase de mentira podría venderle? Dejé la tarta de manzana en el banco, junto a él, pero la ignoró.
—¿Tienes familia en ese agujero? —preguntó.
—A mi madre.
Asintió, como si hubiera oído todo tipo de historias horribles. Me volví para marcharme y él me llamó.
—Hijo.
—Sí.
—¿Quieres hacer un favor a tu madre?
¿Quería?
—Sí.
—Pon una almohada sobre su cabeza.



 (Ken Bruen, El dramaturgo, Barcelona, Editorial VíaMagna, 2004, pg 117)



miércoles, 18 de enero de 2012

Ego y autoestima

Llamé a Margaret y ella respondió con calidez y, Dios mío, cariño. Ni siquiera de joven había sido eso que podrías llamar un galán. Los alcohólicos son una combinación mortal de ego y carencia de autoestima. Esto seguramente las desconcierta totalmente. Seleccionas a la mujer que está en el top de tu lista de deseos (lo que te dicta el ego), y después la falta de autoestima desmonta cada razón por la que ella podría alguna vez considerarte. Así que bajas en la escala y descubres a las agradecidas. Su gratitud yace en que a duras penas podría alguien llegar a fijarse en ellas. De esta manera el daño, la herida, se duplican. El mezquino ritual está destinado a fracasar. Los tíos, ya sabes, ponen cara de desprecio y dicen: “Es una buena chica”.



(Ken Bruen, El dramaturgo, Barcelona, Editorial VíaMagna, 2004, pg 161)

domingo, 15 de enero de 2012

¿Jack Taylor sobrio? Leer para creer…

El dramaturgo, Ken Bruen



Conocí a Ken Bruen y a su personaje Jack Taylor en su debut en castellano, Maderos. Me deslumbró. Tanto, que quise hacerme seguidor de la serie. Encontré un par de obras posteriores, pero el hecho de que se lo edite poco en nuestro idioma, y lejos de mi país, me obligó a recorrer la serie fuera del orden de publicación original, algo que normalmente trato de evitar.

Dos palabras sobre Jack Taylor. Es irlandés de Galway, sobre el Atlántico, justo del lado opuesto de Dublin. Es investigador privado, pero antes fue policía. Lo echaron, ya no recuerdo por qué, pero seguro que el alcohol tuvo que ver. Por que, sí, Jack es alcohólico. Pero alcohólico en serio. De esos que no recuerdan las cosas que les pasan, que tienen períodos en blanco: un desastre. Y eso sin contar sus asuntos con la cocaína. Pero también es un gran lector, y un tipo de un humor de acidez extraordinaria. A menudo recuerda con veneración a su padre que ya no está, y siempre odia a su madre, una vieja arpía internada en una clínica psiquiátrica.

La primera sorpresa en El dramaturgo es que Jack está sobrio. Le cuesta horrores, pero parece limpio de alcohol y de drogas. Sólo le queda el tabaco. ¿Qué pasó en el medio, en las historias que me perdí? No lo sé, pero debe haber sido muy fuerte. Aguantando como puede las tentaciones, en esta historia recibe varios encargos. El principal: su antiguo dealer, ahora preso, le pide que investigue la muerte de su hermana. Él no cree que haya sido un suicidio. Los hechos le van dando la razón cuando aparecen otras chicas muertas en circunstancias similares. Y en todos los casos aparecen libros del dramaturgo irlandés Synge junto a los cadáveres.

Pero hay otras subtramas. Jeff y Cathy son los dueños del Nestor’s, un pub en el que para Jack. Motero él, expunk londinense y recuperada yonqui ella, padres de Serena May —una niña que será muy importante en la vida de Jack—, tienen con él una extraña relación de amor-odio, pero que los tres entienden como amistad. Resulta que Jeff le cuenta de un conocido que fue torturado y castrado, lo que empuja a Jack detrás de los Lanceros, una especie de secta de esas que siempre vienen a “limpiar el mundo de escoria”. A la vez, mientras intenta avanzar en estos casos, el detective se encuentra con un viejo amor. Esto podría ser una buena noticia para muchos personajes, pero nunca para Jack Taylor: termina apaleado por el esposo de la dama. No sólo eso, sino que al final también se lleva de ella un escupitajo en la cara.

Novela de un humor negro que arranca sonrisas de las buenas, en El dramaturgo vuelven a aparecer las referencias literarias y musicales características de las novelas de Ken Bruen. Las citas y los nombres en gaélico, la presencia permanente del alcohol y el catolicismo —Jack es un tipo que va a misa, casi siempre sin entender muy bien por qué—, lejos de leerse como lugares comunes funcionan bien —mérito de Bruen— construyendo una feroz y a la vez afectuosa mirada sobre la forma de ser irlandés.

Me dio la sensación de que la traducción, de Daniel Melendez Delgado, podría haber sido más cuidadosa.

12/11

sábado, 14 de enero de 2012

Primos lejanos


Por eso me puse a escribir mi historia, lo cual ha sido un arduo trabajo, sobre todo en los momentos en que mi relato no conseguía reflejar toda la verdad. Esta carencia no se debe a mis mentiras, sino al hecho de que la verdad es complicada. Los imbéciles creen que la verdad es algo sencillo, pero yo he descubierto que no es así. Los hechos que he descrito son reales, pero los hechos y la verdad son primos lejanos, no hermanos de sangre. En lugar de reflejar la verdad, le he dado forma racional. Estando solo, leyendo vorazmente y escribiendo estas memorias, he pensado mucho y creo que aquellos que piensan siempre piensan en último término sobre su propia muerte, aunque los pensamientos que emerjan a la superficie sean otros. Cuando se piensa en vivir, también se piensa en morir, porque la vida y la muerte están entrelazadas.
Y pensar es una maldición.

(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 414)

viernes, 13 de enero de 2012

Antídoto contra la culpa


Atrás dejaba la tienda saqueada y una pared agujereada. De pronto, imaginé el dolor y la rabia en el rostro del propietario cuando descubriera el robo; a cada momento descubriría que le faltaba algún artículo más. Me invadieron los remordimientos, o más que remordimientos, el deseo de que el dueño de la casa de empeños tuviera un seguro. Pero inmediatamente reprimí aquellos sentimientos. No tenía que justificarme por lo que había hecho y, aunque tuviera que hacerlo era fácil imaginarse que el dueño era un avaro mísero y vil, un hombre sin compasión ni coraje. Conseguí despreciar a aquel hombre sin ni siquiera haberlo visto jamás. Era un ciudadano modelo que creía en la pena de muerte, y era un cobarde y un perro. Era una condena indiscriminada e irracional, la misma que los de su calaña me habían aplicado a mí durante toda mi vida.

(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 240)

jueves, 12 de enero de 2012

Útero


Aquella era la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería. Un mundo de mujeres jóvenes y esbeltas —a base de dietas—, con pantalones cortos y camisetas de tirantes con la espalda descubierta, que conducián vehículos familiares de 400 caballos, rumbo a supermercados con aire acondicionado y música ambiental. Un mundo de canguros y cultura condensada en clubes de lectura de “los mejores libros de la historia”. Una vida de barbacoas junto a la piscina y cines al aire libre abiertos todo el año. Aquello no era para mí. A la mierda los seguros de salud y de vida. Querían vivir sin salir del útero. A mí me hacía sentir más vivo jugar sin reglas, contra la sociedad, y estaba dispuesto a jugar hasta el final. Anticipando el robo, me estremecí en un espasmo casi sexual.

(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 180)

martes, 10 de enero de 2012

Decisiones


Me declaraba en guerra contra la sociedad, o quizá solamente renovaba mi contienda. Se había acabado la duda y la desazón. Me declaraba liberado de todas las normas, excepto de las que yo quería aceptar, y aquéllas las cambiaría según mis deseos. Cogería todo lo que quisiera. Sería lo que ya era, un delincuente, pero de verdad. Mi decisión de optar por la delincuencia y el abandono absoluto de las constricciones sociales —a menos que la sociedad fuera capaz de imponérmelas a la fuerza— era también mi verdad. Otros podían decidir acaparar tanto poder como pudieran. La delincuencia era mi vida, donde me sentía cómodo y no desgarrado en mi interior. Y aunque era una libre elección, también era mi destino. La sociedad me había convertido en lo que era —y me había aislado, por temor a aquellos que la sociedad misma había creado— y yo me regodeaba en mi condición.  Si se negaban a dejarme vivir en paz, yo no quería hacerlo. En aquella penosa semana había sido desgraciado, desgraciado en mis pensamientos. ¡A la mierda la sociedad! ¡A la mierda su juego! Ni aunque tuviera muchas posibilidades, ¡a la mierda también! Por lo menos me quedaba la integridad de mi alma, tenía control sobre mi pequeña parcela de infierno, por pequeña que fuera, aunque estuviera confinada al interior de mi cabeza.
Cuando llegó la mañana me sentía fuerte; había superado la indecisión.

(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 156)

lunes, 2 de enero de 2012

La bestia de los bajos fondos

No hay bestia tan feroz, Edward Bunker


A esta altura del partido, ¿qué parte de la obra de James Ellroy nos queda por leer? Correcto:  los prólogos. Y, en mi caso, parece que Ellroy se me está convirtiendo en un recomendador a tener en cuenta. Gracias a él conocí, entre otros, a Winslow, a Wambaugh y ahora a Edward Bunker. “La gran novela de los bajos fondos de Los Ángeles”. Así nomás.

Max Dembo sale en libertad condicional luego de ocho años en prisión. Como es lógico, todo le resulta abrumador: las calles, los ruidos, los autos, las mujeres en short. El tipo no sabe muy bien qué hacer. Desde luego, viene con el chip seteado —“voy a cambiar de vida”—, pero le falta saber el cómo. A medida que pasan los días, ese propósito firme al principio se va limando en el roce con su viejo mundo —sus amigos delincuentes, los compañeros yonquis, white trash de “chabolas” y trailers— y pasa a ser apenas una tibia expresión de deseos. Hasta que, luego de soportar las humillaciones del despreciable Rosenthal, su agente de la condicional, Max tira todo por la borda: se “libera” por segunda vez y asume frontalmente su condición de delincuente.

A lo largo de un raid por esos bajos fondos que menciona James, vamos conociendo a la fauna habitual de ladrones, putas, traficantes, pobres chicas maltratadas y tontas chicas que buscan aventura. Max y dos excompañeros de la prisión que están en apuros deciden dar un golpe maestro: el asalto a una joyería (tanto en este como en otros pasajes de la novela el detalle y la minuciosidad en el planeamiento asombran al punto en que, como lectores, aprendemos una buena cantidad de yeites del negocio del asalto a mano armada). Por supuesto, las cosas ahí no salen como estaban previstas, pero no seré yo quien les cuente para dónde sale el tiro.

Es mucho lo que se ha dicho de Edward Bunker, y todo está en internet. Recomiendo que le echen un vistazo a su vida alucinante, en la que pasó de ladrón a actor —se soprenderán al saber que lo han visto en rol secundario en alguna peli famosa— y a solicitado guionista en su Hollywood natal. Sólo les diré acá que la escritura que despliega en esta, su primera novela, escrita en la cárcel, es demoledora. De una eficacia y una agilidad atrapantes. Con personajes sólidos que hablan diálogos creíbles.

Pero no es sólo por eso que hay que leerlo a Bunker. Agrego mis tres razones. La primera: la aguda, corrosiva y feroz crítica a la sociedad yanqui y su sueño americano. A la manera de un Bukowski no tan borracho pero más violento, Bunker también levanta la alfombra y nos muestra lo que se esconde debajo, de donde es difícili salir. La segunda: el magnífico viaje al interior de la mente del criminal, del marginado, del rechazado. Con reflexiones profundas, a veces de una contundencia brutal, otras rozando la autocomplacencia, Max nos enseña su particular forma de ver el mundo. Un mundo determinista en el que si sos un delincuente, vas a morir como un delincuente. Curiosamente, una afirmación que la propia vida de Bunker parece desmentir. Y, hablando de vida, pasamos a la tercera de mis razones: No hay bestia tan feroz —y calculo que también las otras obras de Bunker— constituye todo un ejemplo a considerar cuando se reflexione sobre la relación entre la propia experiencia y la escritura. ¿Cuánto del mérito de esta novela se debe al pasado criminal y carcelario de Bunker, “reciclado” después en escritor exitoso? ¿Es posible escribir una novela así sin haber vivido así? ¿Qué plus hace falta?

Lectura imprescindible.
Traducción: Laura Sales Gutiérrez
12/11