viernes, 30 de marzo de 2012

Premeditación


Entra dentro de su lógica que oponga ciertos reparos, pero también que acabe dándose por vencida y que se entregue gustosamente. De no producirse así los acontecimientos, Eduardo reconoce que le resultará difícil aceptarlo, por lo que calibra la posibilidad de convencer a Cady mediante algún tipo de persuasión sencilla. Simplemente, piensa actuar de la forma más diligente para la consecución de su objetivo, que significa conducir sin atender a sus demandas. En contra de nuestra voluntad inicial, a todos nos han convencido alguna vez de que el destino al que pretendíamos dirigirnos no era el más emocionante. Alguien provocó que modificásemos nuestra hoja de ruta y acabamos por agradecérselo hasta el fin de nuestros días. Hablando, argumentando, razonando. Así se consiguen nuestros objetivos. Por eso Eduardo baraja todas estas hipótesis, forzado ante la posibilidad de que Cady quiera tomarle el pelo y todas sus ilusiones queden en nada.

(Diego Ameixeiras, Dime algo sucio, Cangas do Morrazo, Pulp Books, 2011, pg 181)

miércoles, 28 de marzo de 2012

Una marea triste


El milagro llamado Marta Nóvoa, o Cady cuando ella quiere, sucede en ese Oregón que se detiene los domingos a contemplar la vida desde una ventana donde se oye un partido de fútbol, y donde una mujer no sabe si pedir ayuda o seguir tendiendo la ropa. La frágil inocencia de Marta Nóvoa se está retirando de la vida como una marea triste que desciende con la palabra infancia y regresa con la palabra sexo. Hay ojos que contemplan ese tránsito fabuloso detrás de las puertas, ojos que adivinan los culpables de su infancia en los parques, oídos que sienten el rumor funerario del tiempo en ese cambio que les enfrenta a la negra espiral de la muerte. Ocurre, en definitiva, que el fulgor adolescente de Marta Nóvoa provoca que muchos hombres de Oregón sientan que la mejor fotografía de sus vidas es una nota necrológica.

(Diego Ameixeiras, Dime algo sucio, Cangas do Morrazo, Pulp Books, 2011, pg 140)

domingo, 25 de marzo de 2012

Vulnerables

Dime algo sucio, Diego Ameixeiras


Diego Ameixeiras (ni siquiera en Argentina hace falta aclarar que se dice aproximadamente Ameisheiras, ¿verdad?) es gallego, y escribe en su lengua. Una lengua que a mí —por ascendencia, por afectos— me resulta bastante próxima. Este podría haber sido un punto de afinidad para acercarme a leer una obra suya. Si lo fue, fue el menos importante: mucho más pesaron las críticas favorables, la recomendación entusiasta de algún amigo con el que sigo encontrando coincidencias, la publicación de uno de sus relatos en la colección Bichos, de Sigueleyendo. En fin, lo cierto es que me conseguí un ejemplar —traducido, obvio, que una cosa es entender a tu abuela y otra leerse un libro— de su novela Dime algo sucio.

Ambientada en una ciudad gallega de nombre ficticio (Oregón), esta novela no tiene una única trama definida. Tampoco la necesita, pues el plan de Ameixeiras no es ni por asomo el de relatar una historia sencilla y plana. Lo suyo se parece más a sacar una foto. Amplia y profunda a la vez. Una foto extraña que sea de plano abierto y cerrado, juntos. Una foto que le sirva a Amexieras para lo que en realidad quiere hacer: capturar en el papel el espíritu de un tiempo rabioso y sin alma. Porque, si bien podría parecer a priori que el abuso de menores es el tema de la novela —de hecho, está tratado con una maestría y una brutalidad que ponen la piel de gallina—, sostengo que esta es una novela sobre la soledad y el aislamiento. Ese caldo de cultivo en el que este sistema hace madurar a las que serán sus víctimas. Parejas cuyo motor es el odio, sociedades que persiguen y condenan y expulsan al que viene de afuera, pibes abandonados a su suerte, ya sea en las calles como frente a una pantalla de computadora: todo el mundo en Oregón está solo. Todo el mundo en Oregón es vulnerable.

En una estructura de brevísimos capítulos —máximo 3 carillas—, instantáneas fugaces que van contribuyendo a la foto general, Ameixeiras pone a moverse a sus personajes. La elección de los mismos, como corresponde en toda buena novela, no es azarosa. No voy a hacer un detalle de cada uno. Sólo diré que hay adolescentes que juegan juegos demasiado peligrosos; hay adultos desesperados y desequilibrados, y hay poderosos que los pisotean y los matan para satisfacer sus inclinaciones más bajas. Son exactamente los que el autor necesita para darnos este retrato perfecto de una fauna urbana en permanente declive, en un lento pero continuo deslizarse hacia el desastre.

Dime algo sucio tiene partes en las que uno se pregunta ¿cómo se soporta esto?, ¿cómo se sigue? A diferencia de otros autores, que se valen de chispazos de humor para aflojar la tensión, para darle un respiro al lector, Ameixeiras ni eso. Es cierto que nada más alejado que el humor de la oscuridad del paisaje de este Oregón. Pero arriesgaría que lo de Ameixeiras es adrede, ir hasta el fondo presionando al lector: uno quiere más, pero a la vez, repito, se hace difícil continuar. Su estilo sabe ser duro y cortante cuando así lo requiere el texto, con diálogos realistas. Pero a la vez es capaz de pasajes de alto vuelo, para pintarnos los momentos más desolados, la desesperación pura de estos pobres diablos.

Dado que la narración no es del todo lineal, sabemos de entrada cómo van a terminar algunas cosas. Sin embargo, si no existiera ese capítulo del comienzo tampoco importaría. Es tal el olor de lo ominoso, de lo terrible que desprende este libro que ya sabemos que en Oregón nada va a terminar bien.

Nada.

Casi casi como en algunas vidas.

Traducción: Carmen Pereiro
2/12

lunes, 19 de marzo de 2012

Atrapado en la red

Tarántula, Thierry Jonquet



Revolver saldos en una librería de esas ignoradas y algo inexplicables, ahí en la periferia de una aburrida ciudad costera, es una manera más de sortear una tarde de lluvia. Me dirán que hay entretenimientos mejores para esas tardes, sé lo que están pensando. Tal vez sea cierto, pero este es más barato que el casino, e igual de azaroso. ¿Cómo explicar, si no, que aparecieran aquella tarde, ahí en un rincón oscuro, esos polvorientos ejemplares de la colección “Etiqueta Negra” de Júcar? ¿A diez mangos cada uno, casi clandestinos, invisibles para la multitud tinellizada y forzada a divertirse? Claro: entre esos ejemplares estaba Tarántula, de Thierry Jonquet, que será cualquier cosa menos divertida. La vi y fue como salvar la noche en la última bola: cinco plenos en el negro el once, algo así. 

Esta oscurísima novela, no policial pero sí negra por donde se la mire, cuenta distintas historias de venganza, de un horror profundo. Primero, la de Richard Lafargue, prestigioso y rico cirujano plástico. Richard tiene una hija joven, Viviane, internada en una residencia psiquiátrica. De vez en cuando la visita, aunque ella, de tan ausente, casi ni lo registra. La madre de Viviane murió, y ahora Richard vive en su mansión con Eva, su bellísima mujer, con quien forma una pareja muy poco convencional. Es que Eva está prisionera: ya se exhiba junto a Lafargue en lujosas fiestas, deslumbrante y seductora, o sea obligada a  prostituirse en un inmundo departamanto parisino —bajo la mirada del médico, detrás de un falso espejo— todo lo hace para lograr su premio diario: la pipa de opio que por las noches él le permite fumar y que la adormece, encerrada en su habitación con triple cerrojo.

En paralelo está la historia de Alex Barny, un delincuente que asesinó a un policía durante un golpe que salió mal. Alex está herido, y su cara apareciendo en todos los diarios no hace más que aumentar su desesperación: necesita con urgencia hacer algo para no ser descubierto. Una idea comienza a tomar forma cuando por televisión ve a un famoso cirujano plástico, y conoce las maravillas que es capaz de hacer con un rostro.

La tercera línea narrativa es la de la víctima de Tarántula. Cuenta en segunda persona —las itálicas son un acierto— las penurias de Vincent Moreau, un joven que es secuestrado mientras circulaba en su moto cerca de un bosque. Su captor lo abandona en un sótano a oscuras, desnudo, comiendo y bebiendo lo indispensable, pasando frío durante meses. El desconocido lo observa, pero nunca le habla ni responde a sus ruegos: lo ignora. Vincent lo bautiza Tarántula, tal vez porque se siente un insecto atrapado en una red. Un día, Tarántula comienza a alternar sus humillaciones con pequeñas muestras de consideración. Para el joven Vincent, cuyo cuerpo comienza a experimentar algunos cambios, la visita de su amo Tarántula a la fría prisión empieza a ser tan deseada como temida…

Las vidas de estos personajes terminan por cruzarse en un final que, no por previsible, deja de conmover con su contundente resolución. Jonquet cuenta en esencia una historia de venganza, arrastrando al lector por un universo con evocaciones sadomaso, en el que las relaciones de dominio y sumisión aparecen a cada página. La escritura es ágil, y logra hacer verosímil una trama de locos, con momentos de gran violencia. La historia de Vincent —a mi juicio la más interesante— es casi un monólogo, pero el secreto de que funcione de maravillas como lo hace radica en la elección de la segunda persona: hace “sentir” al lector la enajenación de ese joven, que se narra a sí mismo “desde afuera”, como si le hablara a otro.

Tarántula fue adaptada —con bastante libertad, hay que decirlo— al cine por Pedro Almodóvar, que la filmó como La piel que habito.  Una cosa buena resultó de esto: la reedición de la novela por Ediciones B el año pasado.

Traducción: Lourdes Pérez González
2/12

jueves, 15 de marzo de 2012

Generosidad


Su generosidad contigo parecía no tener límites. Un día se abrió la puerta del sótano y entró empujando ante él con dificultad un enorme paquete sobre ruedas. Sonreía y miraba el papel de seda, el lazo rosa, el ramo de flores…
Ante tu sorpresa te recordó la fecha: 22 de julio. Sí, hacía diez meses que estabas prisionero. Tenías veintiún años. Con circunspección girabas en torno a aquel voluminoso paquete, aplaudías y reías. Tarántula te ayudó a deshacer el lazo. Inmediatamente reconociste la forma de un piano: ¡un Steinway!
Sentado en el taburete, tocaste después de haber desentumecido tus dedos vacilantes. No era en absoluto un resultado brillante, pero llorabas de alegría…
Y tú, tú, Vincent Moreau, el animal de compañía de aquel monstruo, tú, el perro de Tarántula, su monito o su lorito, tú al que había destrozado, tú, sí tú, besaste su mano, riendo a carcajadas.
Por segunda vez te abofeteó.




(Thierry Jonquet, Tarántula, Madrid, Ediciones Júcar, 1986, pg 62)


sábado, 10 de marzo de 2012

Letanías


Sin esperanzas, no habría podido soportar el estricto horario de la cárcel, las broncas de los guardianes, la celda de castigo, la monotonía de la mili y los tres años de trabajo legal en Zaragoza, de la empresa a casa, de casa a la empresa, ni un vino, ni una puta, ni un amigo, ni una curda. Salía de las mudanzas, se metía en la pensión y se tumbaba a esperar, hasta la hora de la cena. Sin esperanzas, no habría podido soportar la soledad de cada comida, la obsesión de limpiarse para siempre, de no conocer a nadie, de no meterse en nada, ni legal ni sucio, en nada. Ni las largas noches que pasaba con los ojos abiertos (“¿Cuánto hace que no duermes?”), fumando, mirando la sonrisa de calavera encerrada en el vaso de agua y murmurando entre dientes, la mala leche vibrando en cada célula de su piel. “Te voy a joder, hijoputa, te voy a arrancar los dientes uno a uno, te ataré a la cama y te daré patadas en los huevos y te pasarás el resto de tu vida en una silla de ruedas y meando sangre, cabrón…” Horas y horas y horas tratando de decidir qué sería mejor, si dejar a su enemigo con vida o si tenía que matarlo después de ensañarse con él. En ocho años, sus letanías nunca se habían repetido. Miguel las iba enriqueciendo con su imaginación y con ideas sacadas de su libro predilecto (Suplicios orientales del siglo XIX). Y, al final de las largas letanías de insultos, amenazas y promesas, como si fuera un religioso “amén”, añadía:
—Y si no, me mato.

(Andreu Martín, Prótesis, Barcelona, La orilla negra, Norma, 2007, pg 11)

jueves, 8 de marzo de 2012

Enamorados de película


Martes, 15 de agosto, 12 del mediodía.
A primera hora, Sevilla ha salido para localizar a la testigo que llamó a la Policía Municipal y luego no se presentó. No hay muchas esperanzas de encontrarla. Aprovechando que hoy es fiesta, su marido se la habrá llevado al campo huyendo precisamente de una visita oficial. Si pincha por ese lado, Sevilla irá a buscar confidentes. Después de un robo de ocho millones, los chivatos y los policías corren unos al encuentro de los otros como enamorados de película.

(Andreu Martín, Prótesis, Barcelona, La orilla negra, Norma, 2007, pg 131)

lunes, 5 de marzo de 2012

En la ciudad de la rabia

Prótesis, Andreu Martín


Miguel despierta en una sórdida pensión zaragozana. Como todas las mañanas, mira su sonrisa de calavera. La mira, la limpia, la cuida. Sumergida en un vaso de cristal con agua, recuerda que le costó una pequeña fortuna. Después se mira en el espejo —los labios hundidos, deformes sobre el vacío— mientras se instala ese artefacto en la cara. Muerde varias veces y, ahora sí, casi sonríe. Es el día en el que comenzará a cambiar su vida. El Marujo ha llamado para decirle lo que viene esperando oir hace rato: que el Gallego está en Barcelona.

De esta forma comienza la terrible historia de venganza que es Prótesis. Miguel, el Migue, lleva años viviendo con un solo propósito: volver a encontrar al Gallego, aquel policía asesino que le destrozó la boca a culatazos. Fue la misma noche en que murió el Cachas, y en la que todos terminaron presos. Miguel aún recuerda cómo los gritos del policía —“¡Cállate, cállate!”— retumbaban por los pasillos de Vía Layetana. Los gritos y los golpes que le volaban los dientes para evitar que el Migue hable. Para que no diga que al Gallego, a ese policía violento y temido, el Migue ya lo conocía de antes. De otra parte, de otras noches…

Llega entonces el Migue a Barcelona. Han pasado los años, y se reencuentra con sus viejos compañeros de banda (el Marujo, el Chava). Y también con la Nena. Ella ahora baila en el Palmer, y sigue siendo tan hermosa como cuando era de verdad una nena, y entre todos la iniciaban en aquellas calles sucias. El Migue quisiera volver a amarla, pero ya no puede. Ya no le da: el único deseo que no le es ajeno es el deseo de venganza.

La historia se complica con la posibilidad de un golpe millonario, que se superpone al plan original de Miguel, que ahora se hace llamar “el Dientes”. Aparecen otros personajes, y también aparece la policía. Pero todo el devenir de esta banda, y todo el interés del lector, está centrado en el encuentro de Miguel y el Gallego. Los dos se buscan, mordidos por este deseo de muerte que parece haber venido a ultimar sus vidas tristes. Y se van a encontrar en una escena ultra violenta y que roza lo gore, antológica, que cierra la historia y que quedará en la memoria del lector por un tiempo largo.

A esta altura decir que Andreu Martín es un autor clásico de la novela negra en español es una obviedad. Todas las novelas suyas que yo he leído son puntos altos de la narrativa negrocriminal en español. Y Prótesis viene a situarse entre las mejores (en mis preferencias, junto con la enorme Barcelona connection).

La literatura negra de Martín parece inseparable de la ciudad que lo vio nacer. Me cuesta imaginarlo narrando historias que transcurran en otro lugar. Tal vez las haya, no lo sé. Lo que sé es que todas las grandes ciudades tienen mil caras. Suelo pensar que según a quién lea, es la cara por la que me acerco a ellas. Y Barcelona no es la excepción: son las mismas pero distintas las Barcelonas de Vázquez Montalbán, la de González Ledesma, la de Giménez Bartlett. Y todas muy diferentes de la que pinta Andreu Martín: él es el guardián que cuida y abre la Puerta de la Rabia, franqueando el paso a la zona más sucia, violenta y afiebrada de una Ciudad Condal enloquecida y doliente. Una puerta que, hoy por hoy, treinta y tantos años más tarde, sigo atravesando con cada uno de sus libros (o los de Zanón, o de la Fallarás, dos de sus dignos herederos…)

1/12

sábado, 3 de marzo de 2012

Lo que llegamos a amar


La mayoría de las bellezas se evaporan cuando se examinan más de cerca. Unos rasgos algo bastos, unas peculiaridades que no se habían notado, dientes falsos, cicatrices, embriaguez o simplemente tontería; existen un montón de defectos que podemos obviar a primera vista. Esas imperfecciones son las que llegamos a amar con el tiempo. Nos vemos atraídos por la ilusión, pero nos quedamos por la realidad que es la que construye a la mujer. Pero Faith no sufría bajo la luz del más severo escrutinio. Su piel y sus ojos, la forma de moverse, aun bajo el peso de sus temores, eran… impecables.

(Walter Mosley, Rubia peligrosa, Barcelona, Roca Editorial, 2009, pg 122)

jueves, 1 de marzo de 2012

Un detective a su pesar


Saul Lynx había dicho a menudo que pensaba en mí como el detective a su pesar. Cuando le pregunté qué quería decir con eso me contestó:
—No es una profesión para ti. Sólo sales para ayudar a la gente, porque no te gusta lo que les ha ocurrido. Pero en realidad prefeirías estar leyendo un libro.
—¿Y no preferiría todo el mundo ser rico a trabajar? —le pregunté.
—Eso dicen, pero la mayor parte de la gente que tiene un trabajo como el nuestro están en esto porque les gusta mirar por las cerraduras y mezclarse con la chusma.
Bueno, pues yo ya no era un detective a mi pesar. Me dirigía voluntariamente hacia un destino, aunque no tenía ni idea de dónde estaba ni de cuál era.

(Walter Mosley, Rubia peligrosa, Barcelona, Roca Editorial, 2009, pg 109)