miércoles, 30 de mayo de 2012

Sala de espera


Subes por la carretera negra y mojada hasta un edificio alargado y gris, moderno y con barrotes en las ventanas. Aparcas y sales a la luz fría y deprimente, al aguanieve y la lluvia. Llamas a un timbre y esperas en la puerta metálica del edificio principal. Se oye un chasquido fuerte y luego una alarma. Abres la puerta y entras en una jaula de acero. Enseñas la tarjeta plastificada al funcionario que está al otro lado de los barrotes con una porra negra y reluciente. Se abre otra puerta. Suena otra alarma y llegas a la zona de recepción. Otro guardia te entrega un papel con un número. Señala con la cabeza hacia un banco y te sientas entre una pareja de ancianos y una mujer con un niño que está llorando.
Te sientas y esperas en la sala gris y húmeda, gris y húmeda porque huele a gente que ha recorrido cientos de kilómetros por carreteras grises y húmedas para que unos hombres gordos con uniformes grises y húmedos y porras negras y relucientes les ordenen que esperen en asientos grises y húmedos sólo para recibir más malas noticias, grises y húmedas, mientras se abren cerrojos y cerraduras y suenan alarmas y se dicen números en voz alta y la pareja de ancianos se levanta y vuelve a sentarse y el niño sigue llorando hasta que una voz desde un mostrador que está junto a la puerta grita: “Veintisiete”.
El niño ha dejado de llorar y su madre te está mirando.
—¡Veintisiete!
Te levantas.
—¡Número veintisiete!
Te presentas en el mostrador de recepción:
—John Piggott. Vengo a ver a Michael Myshkin.

  (David Peace, 1983, Barcelona, Alba Editorial, pg 25)

lunes, 28 de mayo de 2012

Al fin, 1983

1983, David Peace



La locura, el descenso infernal, la violencia extrema, la asfixia del Red Riding Quartet ha llegado a su fin. Por fin, paz. Descanso, aire.

Por fin.

Pero contra ese alivio, como cada vez que termino de leer una obra maestra, hoy también queda el vacío. La posibilidad de no volver a encontrarme con una obra semejante transmite desamparo. Por suerte, quedan las relecturas para poner a prueba esa impronta. Y casi siempre comprobar que sí, que fue para tanto, que la Gran Obra sigue viva y vigente.

Por si no ha quedado claro —que puede ser—, lo explicito: el Red Riding Quartet, una patada en el tablero de la novela negra, es lo más extraño y movilizador que he leído en el último tiempo. Con David Peace me ha pasado lo que con Ellroy: la certeza de estar presenciando el corrimiento de los límites del género. Como un movimiento telúrico que redibuja la geografía y que exige mapas nuevos.

En 1983 vienen a cerrarse varios de los misterios planteados en las novelas anteriores. Y digo “varios” y no “todos” porque decir “todos” sería afirmar demasiado. La complejidad de esta saga, en su trama y en la forma que elige Peace, con sus permanentes flashbacks y los pensamientos enroscados de su personajes —mitad conciencia, mitad pesadilla—, le da mucho trabajo al lector. Pero es el mismo tipo de trabajo que da una película de David Lynch: por momentos uno cree que todo pudo haber pasado, todo puede pasar, todo podrá pasar.

Si bien la figura del Destripador sigue sobrevolando, en esta última novela de la serie se retoma con fuerza la trama relacionada con la desaparición de las niñas. Sucede que, un día de mayo de 1983, la pequeña Hazel Atkins no regresa a casa. Casualmente —¿casualmente?— Hazel iba a la misma escuela que Clare, aquella nena de 1974. Es el infierno que vuelve a empezar.

Gobierna la Thatcher y en los paredones se lee “fuck the argies”. Inglaterra está a oscuras, siempre llueve. Las voces de tres personajes cuentan la historia. Maurice Jobson es un inspector de la policía de Leeds a quien conocemos de todas las novelas anteriores. Como policía de alto rango de un cuerpo corrupto, está manchado por esa podredumbre. Asuntos sucios que van desde el control del porno en las calles hasta la inversión de sus beneficios en negocios inmobiliarios. Pero Jobson ha participado de las investigaciones de todas las desapariciones de niñas hasta el momento. Y ahora que es un hombre abandonado por su familia, algo le hace click en la cabeza, y empieza a moverse por donde nadie nunca se asomó a mirar.

BJ es un muchacho que conocíó el horror durante su infancia. Ahora se prostituye en los baños de estación. Ya lo hacía cuando lo conocimos, como confidente del periodista Barry Gannon, allá en 1974. BJ lleva años huyendo. Hay gente que quiere matarlo. Parece que es algo relacionado con la masacre del bar Strafford. ¿Vio BJ lo que no debía?

El tercer personaje es John Piggott. El Gordo Piggott. Es abogado, y aparece por primera vez en esta cuarta historia. Es oriundo de Fitzwilliams, el suburbio en el que pasaron cosas importantes en 1974. Además es hijo de un policía que casualmente —¿casualmente?— se suicidó justo en aquellos años. En 1983 John entra en la historia gracias a Michael Myshkin. Myshkin lleva ocho años recluído en un psiquiátrico, desde que fue forzado a confesar el crimen de Clare. Su madre va a ver a John y le pide que lo represente y apele.

La narración se estructura yendo y viniendo desde 1983 hacia atrás, a 1969 cuando desapareció la primera nena. Los tres personajes aportan datos acerca de los sucesos de la historia, y de las motivaciones que los mueven. Jobson busca la redención, aunque sin gran esperanza. BJ, aterrorizado durante años, decide ahora huir hacia adelante y vengarse. Y John Piggott, que parece un outsider en esta locura, un gordo que escucha música y de vez en cuando se fuma un porro—no es casual que su historia esté contada “desde afuera”, en una segunda persona—, acepta el compromiso de buscar justicia. Y paga por eso un precio altísimo.

Ultraviolento, duro, difícil de leer. ¿Se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet? Todos los que amamos este género sabemos de sus límites elásticos. Como diría Andreu Martín, muchas y muy distintas obras entran “en el estante”. Pero las hay que se asoman al borde, a punto de caer a otro lado. Me interesan esas obras. Viven “en el estante” pero funcionan como puertas ocultas hacia algún lado de etiquetas más difusas. Este cuarteto es una de ellas.

Entonces, ¿se puede recomendar a cualquier lector el Red Riding Quartet?

Absoluta y necesariamente, sí.

Traducción: Catalina Martínez Muñoz

4/12

PS: si podés acceder, no dudes en mirar la excelente (aunque forzosamente simplificada) trilogía que hizo el Channel4 inglés. Es imperdible. Acá el tráiler.

jueves, 24 de mayo de 2012

Tennessee Williams según Sunny Pascal


Nunca había visto la obra de teatro en la que se basaban para hacer la palícula. Pero no era nada parecida a las historias que me gustan: un reverendo alcohólico, el personaje que actuaba Burton, es un obsesionado sexual, perdedor y mal viviente. No muy diferente del actor. En un viaje con varias mujeres viejas a una playa de México, acosa sexualmente a la nieta de una de ellas, nuestra infame Lolita. Para evitar problemas con la ley, sabotea el camión donde viajan y se refugia en el hotel de una ex amante. A éste llegan también una pintora, el personaje de Deborah Kerr, y su padre, quien se autonombra el poeta vivo más viejo, noventa y cinco años. Todos esos personajes sufren y gritan. Esa es la historia.
Nunca entendí qué hacía un viejo famoso en una playa. Si yo fuera él, me comparía un Jaguar, como el de Scott Cherries, y contrataría dos muchachas alegres. Así moriría con una sonrisa idiota.
Pero eso haría yo. No la película, que se me hacía aburrida. Mucho diálogo y ninguna persecución de coches. Cuando conocí a Tennessee Williams supe que no podía esperar nada más de un autor que vestía de rosa pálido y se hacía acompañar de un perrito con listones rojos.
 
(F. G. Haghenbeck, Trago amargo, Barcelona, Roca Editorial, 2009, pg 47)

martes, 22 de mayo de 2012

Detective mitad en todo


Todos los actores se odiaban entre sí y había más tensión sexual en el set que en una preparatoria mixta. El director estaba tan seguro de que terminarían matándose unos a otros, que había mandado a hacer cinco pistolas de oro, con cinco balas de plata, con el nombre de cada uno inscrito en ellas, incluyendo el del productor. El director era precavido, no incluyó la bala con su nombre. Aun así, mi jefe, el señor Ray Stark, parecía feliz con todo y con todos. No sabía por qué también conmigo. Éramos tan distintos que podríamos provenir de diferente simio. Había hecho de todo en su vida. Era famoso y millonario. Tal vez sólo le faltaba plantar un árbol.
¿Yo? Bueno, aún no sabía qué era. Para eso se necesita toda una vida. Sólo soy un sabueso beatnik de nombre Sunny Pascal. Mitad en todo: mitad mexicano, mitad gringo; mitad alcohólico, mitad surfer; mitad vivo, mitad muerto. Alguien con half español, mitad english.
Y estaba en el infierno.
 
(F. G. Haghenbeck, Trago amargo, Barcelona, Roca Editorial, 2009, pg 15)

sábado, 19 de mayo de 2012

Novela negra con happy hour

Trago amargo, F. G. Haghenbeck



A esta altura del partido, en el que el mote de “chandleriano” se ha repartido a lo largo y a lo ancho del Globo en tapas, contratapas, fajas y solapas de las novelas más variopintas, aún hay gente que se propone hacer una novela en homenaje a Raymond Chandler. Hay que reconocerlo: se necesitan mucho coraje y mucho talento. Algunos no dan la talla y se quedan en parodias involuntarias y, por lo tanto, olvidables. Otros, en cambio, logran un producto a la altura del homenajeado. Sin imitaciones, establecen cierta complicidad con el lector y la cosa funciona. Es el caso de F. G. Haghenbeck y su Trago amargo.

Sunny Pascal es un detective “mitad en todo”. Un sujeto de Hollywood lo recomienda para un trabajo especial. Él es mandado hacer para ese tipo de trabajos. Más si hay que hacerlo en tierra mexicana. Cuestión es que, en un par de días, Sunny arma su maleta con dos botellas de gin, una edición gastada de On the road, de Kerouac y su tabla de surf y viaja al sur. A Puerto Vallarta, donde John Huston comenzará a filmar La noche de la iguana. ¿El trabajo? Fácil: evitar que los actores se maten entre sí. Bienvenidos los reporteros de escándalos y su publicidad gratis pero, por favor, que nadie termine muerto “o peor aún, en una cárcel mexicana”.

Acodado en la barra del bar, se dispone a disfrutar de los tragos gratis y de las bellas mujeres que se mueven por el set. Pero Sunny, agudo observador de este mini Hollywood enclavado en medio de la belleza del Pacífico mexicano, enseguida percibe cuál es el cóctel más peligroso que tiene ante sí: los egos inflados de tantas estrellas, la tensión sexual en el ambiente y los intereses inmobiliarios apenas solapados en el proyecto de la película. En efecto, no pasa mucho tiempo hasta que unas joyas desaparecen, y la cosa se desmadra. Chicas drogadas, películas clandestinas y, desde luego, un muerto. Todo lo que Sunny necesita para mantenerse ocupado.

La narración en la voz de Sunny Pascal, los diálogos fluidos y las comparaciones exageradas, propias de la escritura “chandleriana” usadas con el buen criterio de Haghenbeck, resultan en una novela de ritmo ágil y muy entretenida.  Pero hay dos particularidades de Trago amargo por las que los lectores recordaremos este libro. La primera es la mezcla de personajes, escenarios y situaciones tomadas de episodios de la vida real: las estrellas de Hollywood Richard Burton, Ava Gardner, Liz Taylor y Deborah Kerr, el director John Huston, Puerto Vallarta y La noche de la iguana. La otra, absolutamente original (y en algún punto, también muy útil) es la idea de los tragos. Cada capítulo de la novela lleva el nombre de uno. No sólo eso: también se incluyen recetas y hasta una pequeña historia acerca de los orígenes de cada cóctel. En ocasiones hasta se sugiere la música adecuada para disfrutarlos. Como dije: útil e inspirador.

F. G. Haghenbeck, que además de escritor es guionista de cómics, se ha reconocido en alguna entrevista partidario de la literatura “escapista”, de lectura fácil y divertida. Su sano objetivo es entretener al lector. Con Trago amargo, este happy hour en clave de novela negra clásica, puede considerar que, al menos con este servidor,  lo ha cumplido con creces.



3/12

martes, 15 de mayo de 2012

De yonquis y borrachos


Me imagino que ha llegado la hora de volver al crimen, al menos dentro de los márgenes de los libros. Me meto de cabeza en Lawrence Block; tengo que leerle a toda pastilla, ya que Matt Scudder, su protagonista, habla extensamente sobre la recuperación del alcoholismo. Un terreno de lo más resbaladizo. Peor aún, en un momento determinado, describe la diferencia entre un alcohólico y un yonqui. Con la nube de anfetas y coca sobre mi cabeza y una botella de poitín en el aparador, estoy entre la espada y la pared. Pues vaya novedad. Puaf. Escribe:
«Enseñad a un yonqui de los de verdad el Jardín del Edén y dirá que lo prefiere oscuro y frío y miserable. Y que quiere ser su único habitante».
Me levanté, encendí un cigarrillo, no estaba disfrutando de este pasaje. Puse Flame, de Johnny Duhan. El disco perfecto para mi estado fragmentado. Al llegar al tercer tema me empieza a dar el bajón y dije:
—Vale.
Y vuelvo con Block.
«La diferencia entre el borracho y el yonqui es que el borracho te robará la cartera. El yonqui hará lo mismo, pero luego te ayudará a buscarla».
Dejé el libro a un lado y dije:
—Ya está bien, ha llegado la hora de largarse de aquí.

(Ken Bruen, La matanza de los gitanos, Salamanca, Tropismos, 2006)

Nota: el pasaje que lee Jack Taylor pertenece a la novela Paseo entre las tumbas, de 1992.

domingo, 13 de mayo de 2012

Amigable charla con un lector del Guardian


La cocaína había desaparecido, pero me preocupaba todavía más que también hubiera desaparecido la 9 milímetros. Estaba pensando si debía decírselo a Keegan cuando sonó el teléfono. Keegan dijo:
—Yo lo cogeré.
Obviamente, sólo escuché lo que decía Keegan, que fue algo así:
—Jack no está disponible. Oh, ya sé quién eres, Ronald. ¿Que quién soy yo? Soy el oficial de policía Keegan de la Policía Metropolitana de Londres, y tengo un informe completo sobre ti, hijo. Todo un informe de trabajo. Oh, querido, qué lenguaje tan grosero. Sí, he visto tus proezas aquí, muy impresionantes. Espero que te hayas limpiado el culo. No grites, Ron, eso es, buen chico. ¿Que dejas el país? Piensa en esto, muchacho; algún día, pronto, alguien te dará una palmadita en el hombro, y adivina quién será. Tenemos algo en común... Oh, sí, tengo un pasado muy chungo. Soy el animal con el que vosotros, los lectores del Guardian, tenéis orgasmos cuando pensáis en él. No, no, Ronald, no te preocupes por la jurisdicción, porque yo desde luego no me voy a preocupar por eso. Volverás a cagarte en los pantalones y yo haré que te comas tu mierda. Bueno, vale, hasta lueguito... ha sido estupendo charlar contigo.

(Ken Bruen, La matanza de los gitanos, Salamanca, Tropismos, 2006)

viernes, 11 de mayo de 2012

Dama Blanca, libros y golosinas de la nariz


Me senté en el pequeño muro, asiento favorito de numerosos grupos de borrachos. Los brebajes de mala muerte que circulaban por aquí no venían en una elegante botella ni se almacenaban en los bares de moda. No, era auténtico matarratas, lo que en el sureste de Londres llamaban «Jack» o «Dama Blanca», alcoholes desnaturalizados con una graduación del cien por ciento. Yo los había probado en raras ocasiones.
Dejé que mi mente se desplazara a los libros. Tommy Kennedy había dicho:
—Habrá momentos en los que tu único refugio serán los libros. Entonces leerás en serio, como si tu vida dependiera de ello.
Mi vida y desde luego mi salud mental se habían refugiado en la lectura a lo largo de un millar de días oscuros. Decidí echar mano de James Sallis y su biografía de Chester Himes. Había releído toda la obra de David Gates. Su Jernigan habría sido mi vida si hubiera tenido una educación formal. Oí decir:
—¡Jack!
Dejé de pensar en todo eso, miré a Keegan. Preguntó:
—Hostias, Jack, ¿adonde te habías ido?
—Estaba aquí.
—Por tus ojos no lo parecía. Déjame que te diga una cosa, compañero, vas a tener que dejar esas golosinas de la nariz; te van a freír el cerebro.
—Estaba pensando en libros.
—Insisto en lo que te acabo de decir.

(Ken Bruen, La matanza de los gitanos, Salamanca, Tropismos, 2006)

martes, 8 de mayo de 2012

Queremos tanto a Jack

La matanza de los gitanos, Ken Bruen


Qué personaje este Jack Taylor. Y qué escritor Ken Bruen. Y qué mala suerte que no haya más libros de él (de ellos) traducidos a nuestro idioma. Cuento nueve novelas en la web del autor, y sólo conozco traducciones de la primera, la segunda y la cuarta de ellas: Maderos, La matanza de los gitanos y El dramaturgo, ya comentada aquí. Ahora, si me piden una opinión inmediatamente diré que sí: sí que vale la pena ponerse a estudiar inglés para seguir el derrotero de Jack.

En esta historia, Jack Taylor regresa de Londres. Ha pasado un año desde aquel final de Maderos, y Jack vuelve a su lugar natural —Galway—, en su estado natural —hasta las manos de alcohol— o peor:  la cocaína vino a sumarse a su lista de adicciones.

El asunto es que, recién llegado, Jack no tiene un lugar donde vivir. Está de visita en el Nestor’s, el pub de sus amigos Jeff y Cathy, cuando aparece un viejo. Se llama Sweeper (=barrendero), un nombre que llena el aire de chistes fáciles. Sin embargo Jack, momentáneamente sobrio, se contiene y logra con esfuerzo prestar atención a su relato: alguien está matando a jóvenes gitanos de la colectividad de Galway. ¿Que si Jack está dispuesto a encontrar quién y por qué? ¿A cambio de una casa? “Mis instintos dijeron: «No». Yo dije: «Trato hecho»”: esa es la forma en que Jack toma sus decisiones. Ilustra bien la diferencia entre sobrio y lúcido.

En medio de borracheras recurrentes, y aprovechando la menor ocasión para meterse una raya de coca, Jack empieza a investigar. Reparte y recibe, pierde los dientes y balea alguna rodilla, captura a un chiflado que mata a los cisnes en el Claddagh. Cosas así. Un día se le aparece Kiki, una vieja novia de Londres. La invita al Nestor’s. Cuando ella se pone a hablar con Cathy, sale a la luz un detalle, apenas un detalle, olvidado por Jack: Kiki es su esposa. “Cielos, Jack, ¿cómo es posible que no nos dijeras nada?” le dice Cathy. “No lo sé. Creo que pensé que era una cosa de Londres. Ya sabes, volver a casa, dejar atrás el apartamento, todo aquello…”. Ese es un borracho de verdad.

En La matanza de los gitanos lo acompaña el set de personajes habituales, tan desquiciados como él. Jeff, Cathy y su pequeña Serena May. El detestable padre Malaquías. Y Keegan. El gran Keegan, policía londinense de ascendencia irlandesa. Un salvaje con todas las letras. Hay quien dice que en realidad Keegan es Brant, uno de los personajes de otra serie de Ken Bruen, la de los polis Roberts y Brant. Vaya uno a saber por qué, parece que Bruen tuvo que cambiarle el nombre acá. Brant es el autor de la célebre frase “Nací cabreado y he ido a peor”, frase que le va perfecto a Keegan. Me dan ganas de releer El gran arresto y ver si son el mismo monstruo.

Así, Jack va trabajando el caso. Tal vez la palabra trabajar le quede grande: Jack hace lo que puede, mientras libra La Madre de Todas las Batallas, es decir, la batalla contra sí mismo. Porque esa pelea de Jack contra Jack es la que nos maravilla y nos aterroriza mientras le seguimos los pasos. A veces autocomplaciente, a veces violento, siempre con el humor tan ácido como necesario, es el tipo de perdedor que se vomita encima y que ni siquiera tiene la claridad suficiente como para no arruinar en el lavarropas su campera de cuero. Jack es el habitante de infiernos que uno quisiera mantener bien lejos de sí. Y aún así no podemos dejar de sentirnos cercanos a él. ¿Por qué? ¿Porque viviendo un drama sigue riéndose de sí mismo? ¿Porque se equivoca y vuelve a empezar? ¿Porque se siente culpable de sus errores que pagan los otros? ¿Porque sólo entiende la justicia si sale de su propia mano? ¿Por su música y sus lecturas que provocan envidia?

Qué gran personaje es Jack Taylor. Y qué escritor es Ken Bruen.

Traducción: Antonio Fernández Lera
3/12

jueves, 3 de mayo de 2012

Disparos, voces, sirenas


Cuando se terminaron la oscuridad y el silencio, estaba en la ladera, de pie junto al edificio y oyendo el río, y ahora tenía agudizados los sentidos. Oyó que se cerraba la portezuela de un coche. Oyó que arrancaban el motor. Un momento más tarde estaba otra vez delante del restaurante, amartillando la escopeta y apretando el gatillo hasta quedarse sin balas. Vio que las luces traseras del coche se alejaban parpadeando por la carretera entre los árboles.
Estaba temblando de pies a cabeza. El aire le entraba y le salía a empujones de los pulmones. Giró el arma a un lado y al otro. Cuando tocó el cañón, alguien dijo “¡Hostia!”, y él se preguntó quién estaba hablando, y la persona dijo “¡Mierda!”, y entonces se dio cuenta de que era él mismo.
Oyó una sirena que se acercaba y sonaba cada vez más fuerte, pero resultó ser el aullido de una voz humana.
La puerta del restaurante estaba abierta. Él la cruzó gritando “Eh, eh, eh…”, no sabía por qué.
Sally Fuck se levantó detrás de la barra del restaurante, aullando como una sirena y con las manos empapadas en sangre.

(Denis Johnson, Que nadie se mueva, Barcelona, Mondadori, 2012, pg 125)

martes, 1 de mayo de 2012

A quarter


El paisaje tenía ese aspecto luminoso del Central Valley. Algunos pinos. Robles. Huertas. Granjas. Soleado y plácido. Condujeron en dirección sur, dejando atrás Oroville y buscando un centro comercial. Las señales de velocidad máxima marcaban ciento veinte kilómetros por hora. Luntz no pasó del límite. Tenía su ventanilla entreabierta para expulsar el humo del cigarrillo lejos de la cara de Anita.
—Un tío que trabajaba en un casino de Las Vegas me contó una vez la historia de un hippie que había conocido —dijo Luntz—. El hippie llegó del desierto en plena noche, entró todo desgarbado en el casino con unas sandalias huaraches, una camiseta desteñida y unos pantalones anchos estilo hindú, se fue a la mesa de la ruleta, buscó en el monedero que tenía sujeto al cinturón y sacó una moneda de un cuarto de dólar. Puso la moneda sobre el negro. La bolita cayó en el veintidós negro. Jugó otra vez y volvió a doblar, a continuación cambió al rojo, dobló su dólar, se llevó sus dos dólares al blackjack y ganó diez partidas seguidas, doblando cada vez. Diez seguidas. Como lo oyes. Dos mil cuarenta y ocho dólares. Recogió sus fichas y se fue a jugar a los dados y se puso a apostar con el que los tiraba, el doble de todo lo que el otro apostara. Al cabo de dos horas la casa estaba controlando sus movimientos y lo estaban invitando a comida gratis y ya lo tenían borracho a base de copas gratis, pero él seguía jugando a los dados, rodeado de una multitud, apostando doscientos por tirada. Hacia las tres de la mañana había acumulado más de seis de los grandes a partir de una inversión inicial de venticinco centavos. Y de pronto, en cuatro o cinco apuestas grandes… lo perdió todo. Se quedó ahí pensando un momento… rodeado de gente que lo miraba… Se quedó ahí… todo el mundo le gritaba: “¡Otra moneda! ¡Otra moneda!”. El viejo hippie negó con la cabeza. Y salió dando tumbos de vuelta al desierto, después de una noche increíble en un casino de Las Vegas. Una noche de la que todavía se habla. El coste total fue de veinticinco centavos. Una noche que no olvidará en la vida.
—Para ser alguien que no bebe café —dijo Anita—, le das a la lengua que da gusto.
—Me distrae de pensar en otras cosas.
—¿Como qué?
—Como quién eres tú y qué coño quieres.

(Denis Johnson, Que nadie se mueva, Barcelona, Mondadori, 2012, pg 72)