martes, 31 de julio de 2012

El tiempo pasa, los chicos crecen


La última causa perdida, Dennis Lehane

¿Qué es lo que hace que un autor mantenga viva una saga? ¿Qué es lo que hace que la cierre? ¿Por qué seguir, por qué dejar? ¿Presiones editoriales? Son preguntas que me he formulado mientras leía La última causa perdida.

En esta última novela del superventas Dennis Lehane nos encontramos otra vez a su pareja de detectives Patrick Kenzie y Angie Gennaro. Llega doce años después de publicada la muy buena Desapareció una noche (si no la leíste, deberías, por más que hayas visto la adaptación que fue el sorprendente debut de Ben Affleck como director, Gone baby gone). Esos mismos doce años han transcurrido en la ficción: ahora Patrick y Angie son marido y mujer, y padres de Gabriella, de cuatro años. Como se verá, ninguno de estos elementos —los doce años, el matrimonio, la paternidad, la edad de Gabriella— están aquí de casualidad.

En Boston, como en casi todos lados, la crisis se viene con furia y oscuridad. Patrick y Angie ya no ejercen su vieja profesión de detectives autónomos. Ahora ella se dedica a su hija y a la universidad, y él trabaja —tercerizado, claro— como detective para un importante estudio de abogados. O sea, parece que aflojaron un poco con las aventuras peligrosas gracias a Gabriella,  y para llevar un mango seguro a casa a fin de mes. Se entiende y es lógico: las cosas han cambiado.

No obstante, hay espinas que permanecen. Patrick y Angie chocan contra esa certeza cuando viene Beatrice McCready a contarles que la adolescente Amanda ha vuelto a esfumarse (Amanda es la nena de Desapareció una noche. Entonces tenía cuatro, que más los doce transcurridos dan los dieciséis que tiene ahora. Bea es su tía, cuñada de la inestable Helena, madre de la criatura). Les pide que vuelvan a encontrarla. Y con ese pedido, tira una bombita en sus conciencias. Una súper bomba.

Porque la resolución de aquel caso significó la ruptura entre Angie y Patrick. El conflicto surgió de preguntas así: ¿puede algo justificar separar a una hija de su madre? ¿Qué, quién, con qué derechos? ¿Qué es lo correcto: dejar a una niña con sus amorosos apropiadores, garantía de un futuro en paz, o devolvérsela a la madre, la borracha y drogadicta de cuatro novios por semana? Patrick y Angie chocaron en aquel momento, pero claro, ahora son padres de Gabriella… que tiene los mismos cuatro años que aquella Amanda. Nada es casual.

No contaré mucho de la trama. Sólo que Amanda se ha convertido en una chica especialista en sobrevivir. Que, especie de genio, trabaja junto a su madre y el novio de esta en asuntos que tienen que ver con la sustitución de identidades. Que en su desaparición están involucrados mafiosos rusos y mexicanos. Y que también aquí hay un bebé de por medio. Nada es casual.

Tuve sensaciones encontradas al leer esta novela. Primero, la reafirmación del escritor ultra profesional que el Lehane. Juega en las grandes ligas (la de las grandes ventas), y es justo. Se ganó ese lugar a fuerza de oficio:  tramas que cierran perfectamente, conflictos pesados, ritmo de vértigo y diálogos afilados.

Pero —siempre el pero— no terminó de convencerme aquí. Lo mismo que me hizo un poquito de ruido en las anteriores historias de la pareja P&A, acá hace el mismo ruido, pero más alto. Me refiero al abuso del humor pretendidamente ingenioso y ácido. Uno se lo puede admitir a dos jóvenes intrépidos y salvajes, que trabajan en su propio barrio, pesadas calles, y no tienen mucho que perder. Pero que ya en boca de dos padres responsables y preocupados, como debe ser, por el futuro de una hija de cuatro años, y enfrentados a un dilema de la profundidad del que enfrentan, suena artificial. Atenta contra el dramatismo de la historia.

Esa forma que tienen P&A de manejarse, livianamente en medio de la violencia extrema, generada por sus propias acciones o las de sus amigos —acá también está Bubba— me deja la extraña sensación de que estos chicos están apenas jugando un divertimento de jóvenes alocados. Doy un ejemplo: luego de que el pleito se resuelva muy violentamente en un tráiler de un campo de caravanas, Patrick recibe un regalo de un mafioso ruso, devenido en “amigo”: un par de reproductores Blu-Ray o DVD. En ese momento, cruzan algunas palabras intrascendentes mientras, a metros de ellos, en el tráiler lleno de cadáveres, “alguien puso en marcha una sierra mecánica”. ¿Qué tan duro debe ser alguien para hablar de Blu-Ray y Kindles, atender un llamado de su adorada esposa y hablar de un futuro de paz, mientras, a metros de distancia, alguien se ocupa de descuartizar unos cuerpos? Este tipo de escenas es el que me hace pensar si Patrick y Angie no terminan siendo unos cancheros y divertidos personajes de novela, en vez de los detectives frente a los cuales, como lector, he “suspendido mi incredulidad” (y aclaro que la suspendo con bastante facilidad).

Por último, el dilema moral que atormenta a los detectives desde aquella primera desaparición de Amanda, vuelve a emerger aquí. No es el mismo, pero, habiendo una adolescente que vuelve a faltar y habiendo un bebé sustraído de por medio, es inevitable que vuelvan a la superficie aquellas viejas preguntas. El dilema, muy doloroso, está planteado con corrección, como correcta es la postura de Patrick. Sin embargo, desconfío de su firmeza a prueba de dudas. Patrick reafirma la postura que sostuvo en aquella primera novela —y que le valió su separación de Angie— pero ahora por motivos diferentes, más “cercanos”: ahora es padre de una niña de cuatro años. Tal vez mi percepción no sea más que una consecuencia de  ver a Patrick y a Angie como esos dos jóvenes alocados y violentos que mencioné más arriba. ¿Cómo pueden dos pibes así tener tan clara una posición en este tema? Para el caso, creo que la mirada de que sobre este mismo conflicto vuelca Cristina Fallarás en Las niñas perdidas, reciente Premio Hammet, es mucho más dura y contundente. Al lado de ella, esto de Patrick, Angie y Amanda parece un picnic.

La serie de Kenzie y Gennaro tiene muchos fans a lo largo del mundo. Y está bien. Pero parece que esta será su última historia.

Y eso también está bien.

Traducción: Ramón de España
6/12

martes, 24 de julio de 2012

Primer guiño: el armero de Los Ángeles


Además de las novelas, me interesan los autores. Para conocerlos puedo leer sus biografías —y arrepentirme al instante—, o puedo encontrar pistas en la lectura de sus obras. No hablo de las influencias —terreno más serio, más académico ese— sino de las huellas que nos permiten adivinar por qué historias —lecturas, películas, canciones— anduvo ese autor que hoy estamos leyendo.
Muchos novelistas sostienen —livianamente a veces, como si fuera taaan fácil— que “escribo lo que me gustaría leer”. Si eso es cierto, estas huellas serían la versión literaria del molesto “los clientes que compraron este producto también compraron”, que es tan habitual en la web. Algo así como “si te gusta lo que estás leyendo, te va a gustar esto que a mí me gustó” (que nos perdone Aristóteles...)
Por otra parte, para el lector son una especie de juego. “¿Se estará aquí refiriendo o no el autor a tal o cual obra?” o “¿Este que menciona acá será el personaje de tal libro?”. La mayoría de las veces son preguntas sin respuesta, puesto que sólo puede aclararlas el autor. Y no siempre quiere. Y no siempre puede. Pero no deja de ser un juego divertido detectarlas, citarlas, compartirlas. Ver quién descubre alguna otra.
Esas menciones, esas huellas que los autores dejan caer en los textos nos iluminan sus gustos e intereses. Yo los llamo guiños por la complicidad con el lector que encierran. Y así estarán etiquetados en el blog, como guiños.
En las novelas del género se encuentran muchos de estos guiños. Supongo que como en todo el resto de la literatura.
Aquí les dejo uno con el que me crucé hace poco.

Hielo negro, la excelente novela de Bernardo Fernández, BEF, es un festival de personajes extraños y atractivos. Uno de ellos, muy secundario, es el Bwana. El Bwana es un temible sicario a las órdenes de Lizzy y el Médico. Ellos ensayan sobre él los efectos de su nueva droga de diseño, el hielo negro. Esto sucede alrededor de la página 206 de la novela, y es un pasaje delicioso de desastres y crímenes y locura que recuerda el Bwana, que va hasta las manos de hielo. Y encima armado el tipo:

“…(tenía claro)… Que llegó a la casa y reconoció de inmediato a los guarros acechando desde dos camionetas negras a las que sin mayor espera roció con una Heckler & Koch UMP que Lizzy le había regalado de cumpleaños para sustituir la vieja Uzi que compró apenas tuvo edad legal para hacerlo en la armería de un ex policía apellidado Pike en Los Ángeles.”

Dado que, según Google, no existen muchos armeros llamados Pike en Los Ángeles, cabe preguntarse: ¿puede ser este Pike, el armero de los Ángeles, el mismo expolicía, exmarine y vendedor de armas, Joe Pike, que acompaña a Elvis Cole en las novelas del norteamericano Robert Crais?
Sólo BEF podría decirlo.

lunes, 23 de julio de 2012

Medidas de seguridad


Entonces suena un teléfono gris, con línea privada.
El señor Stein atiende el llamado.
Sólo una pequeña cantidad de personas conocen el número de ese aparato.
—Buenas tardes, señor Stein —dice la voz de un hombre.
—¿Quién habla?
—No importa mi nombre, señor Stein. Queríamos decirle que debe estar usted orgulloso de su hijo.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
—Marcos demostró entereza y valentía, señor Stein. Es un gran chico, muy bien educado.
—Mi familia no tiene nada que ver con esto. Déjenla en paz.
—¿Con qué no tiene nada que ver su familia, señor Stein?
Duda, durante algunos segundos, sin encontrar solución a sus propias palabras.
—No lo sé —dice después—. No sé qué quieren ustedes, pero no vuelvan a meterse con mi familia.
—Sabe que podemos hacerlo, señor Stein.
—Para qué, dígame para qué. Si no es dinero lo que pretenden no entiendo cuál es el sentido de estas amenazas.
—No son amenazas, señor Stein.
—Llámelo como más le guste.
—Las medidas de seguridad sirven, señor Stein, cuando se sabe para qué son necesarias. Y usted no lo sabe.
—No se preocupe por eso. Le advierto que les conviene dar por terminada esta aventura.
—No aceptamos advertencias de usted, señor Stein. Ya llegará el momento en que pueda comprenderlo. Es posible que logre demorarlo, pero mientras tanto no podrá proteger de la misma manera a toda su familia, señor Stein.
—No sé qué es lo que lograré demorar, pero en todo caso no es mi intención hacerlo. Quiero terminar esta historia cuanto antes, de una vez por todas.
—Pensamos, sin embargo, que todavía no es el momento oportuno, señor Stein. Hay mucha gente a su alrededor, demasiadas opiniones y consejos que no lo ayudan, en definitiva, para que usted pueda ver las cosas claramente.
—Sigo sin entenderlos… sin comprender cuál es el objeto de estas maniobras…
—Puede ser que alguna vez lo sepa, señor Stein.
—Escúcheme, por favor. Si buscan dinero podemos llegar a un acuerdo…
—Eso es un error, señor Stein. Buenas tardes.

(Juan Martini, El cerco – Tres novelas policiales, Buenos Aires, Legasa, 1985, pg 319)

domingo, 22 de julio de 2012

Poder y violencia


—No levante la voz, señor Stein. Cálmese. Mire al frente y escuche. Le aseguro que no conseguirá nada de otra manera.
El hombre hace pasar unas hojas del diario.
El señor Stein, abatido, obedece.
La iglesia de Sant’Agnese in Agone, al otro lado, es ahora una fachada sin sentido.
Suelta el aire.
Toma unos tragos de Martini.
Enciende mecánicamente un cigarrillo.
Se siente indefenso, en el pequeño sillón, solo cercado, a disposición de una voluntad desconocida.
Hace un esfuerzo:
—Dígame qué pretenden, por favor.
—Ya lo sabrá, señor Stein. Lamentablemente este viaje es otro error.
—Nadie puede impedirme viajar.
—Esa es su opinión. No discutimos con usted. Sólo buscamos determinadas condiciones para… negociar. Usted es un hombre de negocios, ¿no es cierto, señor Stein?
Cuando lleva el cigarrillo a sus labios ve que su mano tiembla. Fuma, sopla el humo, asiente vagamente con la cabeza.
—Feo asunto el de Ferraro —dice el hombre.
Da un respingo, contemplando sin motivo la brasa del cigarrillo, sus dedos amarillentos por la nicotina.
—Hay funciones en este caso que no se pueden delegar, señor Stein.
—Sé cómo organizo mis asuntos —repone, nervioso, mirando al hombre que en ese momento cruza las piernas, vuelve a pasar las hojas del diario.
—Desde luego, señor Stein. Pero también es usted quien corre los riesgos. El asesinato de Ferraro es un triste episodio.
—Ustedes tienen la culpa de su muerte.
El hombre niega con la cabeza.
—No, señor Stein —dice—. Sabe perfectamente que no es así. Parece un juez necio y miserable.
—¡No me insulte!
—El poder, señor Stein, suele ser un acto de violencia. Y no es conveniente olvidarlo.
Arroja el cigarrillo, perturbado, sin fuerzas para hablar, apoya las manos en las rodillas, abre y cierra los dedos.
El hombre dobla el diario y deja un billete sobre la mesa, junto al pocillo de café vacío.
—Debe quedarse sentado acá por lo menos durante cinco minutos, señor Stein —dice, parándose.
—No puede irse así —replica él—. ¿Hasta cuándo…?
—Buenas tardes.
El hombre se aleja, perdiéndose entre la gente.

(Juan Martini, El cerco – Tres novelas policiales, Buenos Aires, Legasa, 1985, pg 347)


viernes, 20 de julio de 2012

La genealogía de los malos


El cerco, Juan Martini

Un escritor amigo me dijo hace poco que debía leer esta novela de Juan Martini, El cerco. Fue enfática su recomendación. Y tuvo un doble efecto: a la vez que me sentí un poco en orsái, también me quedó bien claro que de lo que ese escritor me hablaba era de la importancia de un clásico. Y de sus propias influencias.

Yo llevaba mucho tiempo sin leer a Martini. Los relatos de Barrio chino fueron lo último, como diez, doce años atrás. Antes, me lo había cruzado en sus prólogos de aquella colección de Bruguera. Y recientemente, en algún artículo en la web de Télam. Pero de ficción policial, nada.

El cerco —que en la edición de Legasa que leí viene agrupada con El agua en los pulmones y Los asesinos las prefieren rubias bajo el título de Tres novelas policiales— es, me animo a decirlo, una novela importante en la narrativa policial argentina. Lo digo como lector, por lo que me produjo leerla, y por el volumen de trabajos críticos que se encuentran sobre ella en la red (*).

El señor Stein protagoniza esta historia. Es un hombre muy poderoso y muy serio. Puede que sea empresario, puede que sea ministro, puede que sea funcionario. No lo sabemos muy bien. Lo que sí sabemos es que el señor Stein manda. Es el rey en su feudo inexpugnable: mansión en las afueras de la ciudad con sirvientes, esposa bella, hijo pequeño. Varias oficinas en el centro y un Mercedes que lo lleva y lo trae, silencioso y eficaz como los hombres que lo custodian. Una amante cara, habanos, muebles de roble, alfombras suaves. Todo bajo control: un cerco perfecto protege al señor Stein.

Hasta que un día aparece de la nada un tipo en su oficina. ¿Cómo llegó allí? ¿Por dónde entró? El hombre —así se lo llama, el hombre— sólo quiere hablar. Es frío y tajante con sus preguntas, pero no es violento. Le planta a Stein una frase: “Señor Stein, he venido a decirle que, como queda demostrado, podemos llegar hasta usted cuando nos parece, y que lo haremos, de ahora en adelante, en el momento en que nos resulte conveniente o necesario”. Así de simple. Suficiente para que el mundo de Mario Stein comience a tambalear

Con su vida armada y su nombre impoluto, en el mundo Stein todos se tratan de “señor” o “doctor”. Se cuidan las formas. Toda gente muy respetable. Pero al mismo tiempo, y más allá de la sorpresa por la grieta en la seguridad que supone la aparición de ese hombre, nadie parece extrañarse demasiado por la amenaza que ahora se cierne sobre el señor Stein. Como si hubiera cierta lógica, como si lo tuviera merecido —nadie se anima a decirlo, claro—. Como si le estuviera llegando la hora.

A pesar de las órdenes, los cambios, los planes —en suma, la reorganización—, las apariciones misteriosas de este hombre, o los mensajes de quienes están con él, se repiten una y otra vez. Nunca Stein llega a saber qué es lo que quieren de él. Dinero no. Su vida, tampoco. No lo sabe. Y ese no saber es el germen de la paranoia. Ese des-control es la perturbación que destruye la armonía del mundo Stein, y que irá trocando la naturaleza del cerco que da título a la obra: de cerco que protege a cerco que ahoga, que acecha.

Martini construye este policial que es extraño y opresivo. “Kafkiano”, dicen algunos, puesto que a Stein lo acecha un aparato desconocido, como al Josef K. de El Proceso. Casualmente, o no, el momento histórico en que transcurre la historia es el de la gestación o el nacimiento de nuestro terrorífico Proceso (**). Martini no lo menciona abiertamente, ni centra la novela en denuncias de lo que pasaba en ese momento histórico, no. Se limita a recrear el clima de un tiempo en que la amenaza sobrevolaba a cualquiera, en el que el mensaje omnipresente se parecía bastante a ese “podemos llegar hasta usted cuando nos parece”.

El cerco es una novela inusual. En los bordes del género, por su tema y por su lenguaje no le encuentro parecido con otras obras de su época. No hay detective, no hay policía, no hay crimen que resolver —más allá de algún daño colateral secundario—: no “encaja” fácilmente en ningún  subgénero. Sin embargo, sí lo tiene todo para generar influencia, para dejar marcas en alguna producción literaria posterior.

Por ejemplo, en la obra de Kike Ferrari, aquel escritor amigo del comienzo de este comentario. No sé si es una influencia estilística. Pero sí se la reconoce en la construcción de un clima y de un personaje. Machi, el poderoso, sucio y desesperado protagonista de Que de lejos parecen moscas —reciente Premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón—, comparte con el poderoso, sucio y desesperado señor Stein la misma genealogía de los malos. Y ambos se ven amenazados por una entidad sin nombre, corporizada en hombres que aparecen —uno vivo, otro muerto— para golpearles la conciencia y agitarles sus viejas culpas dormidas. Habitantes de distintas circunstancias históricos son, en algún punto, la misma persona. ¿O no es acaso Machi un Stein del postmenemismo?

5/12

(*): recomiendo las hipótesis de Juan Mattio para la revista Cultvana, y este artículo de Diego Trelles Paz en el blog de Eterna Cadencia

(**): para lectores extranjeros: la última dictadura militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983 se llamaba a sí misma Proceso de Reconstrucción Nacional


miércoles, 18 de julio de 2012

Doler los vivos


Caldas cruzó la sala para examinar las fotografías. En la primera posaba un equipo de fútbol antes de un partido. Cinco jugadores estaban agachados y los otros seis de pie. Era una fotografía antigua, y creyó reconocer en los mechones claros del portero a un Justo Castelo casi adolescente. En la otra imagen, más reciente, estaban el muerto, su hermana Alicia y la madre. Tenía el cabello blanco y vestía de negro. Sentada en una silla junto a sus hijos, sonreía tímidamente a la cámara.
Mientras sostenía aquel marco en su mano, el inspector sintió un estremecimiento que conocía bien. Nunca le había impresionado encontrarse frente a un muerto, ya se tratase de un cadáver reciente o de restos en descomposición. A diferencia de Rafael Estévez, cuya rudeza se resquebrajaba ante un cuerpo sin vida, al hallarse ante un homicidio Caldas se concentraba sin dificultad en aquellos indicios que pudieran llevarle a esclarecer lo sucedido. No contemplaba los cadáveres sino como vehículos para resolver los casos que tenía entre manos, como figuras en blanco y negro. Sin embargo, cada detalle íntimo de las víctimas que iba conociendo suponía una pincelada de color que, poco a poco, terminaba por mostrarle a los seres humanos ocultos tras la investigación de un asesinato.
Tampoco se había conmovido la tarde anterior en la sala de autopsias, cuando Guzmán Barrio descorrió la funda que envolvía el cuerpo desnudo de Justo Castelo; sin embargo, la sonrisa en el rostro cansado de su madre le obligó a tragar saliva. A Leo Caldas no le dolían los muertos, le dolían los vivos.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

martes, 17 de julio de 2012

La mar en los riñones



Se apoyó otra vez en el muro del náutico a observar cómo el carpintero mojaba la brocha en el alquitrán y la escurría antes de deslizarla por la madera.
El gato seguía girando de un lado a otro la cabeza.
Trabazo se colocó a su lado, dejó en el suelo una caja de plástico transparente repleta de sedales, flotadores y anzuelos, y saludó al inspector palmeándole la espalda.
—Buenos días —dijo en voz baja Leo Caldas.
—¿Estás aprendiendo del artista? —susurró Trabazo moviendo la cabeza hacia el carpintero—. Le faltan dedos, pero ese chico tiene un don. Parece que la madera le obedezca.
—¿Sabes que creía que ya no se utilizaba la madera en los barcos?
—¡Cómo se nota que no pescas, Calditas! Si no se usa es sólo porque necesita mantenimiento, pero es mucho más marinera. En un barco de madera estás metido en la mar, incrustado en ella. La sientes en los riñones —explicó—. En cambio los de poliéster o fibra de vidrio resbalan sobre el agua. Son otra cosa.
El carpintero levantó la vista. Dejó la brocha en el bote de alquitrán y saludó a Trabazo con su mano lisiada.
—¿Hoy Charlie no se marea? —le preguntó éste, señalando al gato.
—Debe de estar a punto, doctor —dijo el carpintero, sonriendo tras su barba colorada—. Ya lleva media hora viéndome pasar la brocha. En cualquier momento se cae.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

lunes, 16 de julio de 2012

Puja a la gallega


El trabajo había llevado a Caldas en alguna ocasión a la lonja de Vigo. Siempre le sorprendía el bullicio de las subastas, el trasiego de barcos, cajas, camiones y gente. Le gustaba escuchar los gritos y las risas de los hombres de mar sabiendo que afuera la ciudad dormía indiferente al desvelo de aquellas criaturas nocturnas. Sin embargo, aquella mañana, en la lonja de Panxón sólo alteraba el silencio el rumor de las olas al quebrarse sobre la playa, e imaginó que era el cadáver aún caliente de Castelo quien los callaba. 
El subastador se acercó a la mesa, se pasó las manos por la perilla negra que ceñía su boca y señaló las bandejas en las que se agitaban los camarones que habían caído en las nasas de Arias.
—Camarón muy bueno —anunció—. Empezamos en cuarenta y cinco euros. Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro y medio, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres y medio, cuarenta y tres…
Panxón era un puerto menor, con tan escasos marineros como compradores. Por ello nadie había considerado necesario modernizar las subastas con dispositivos electrónicos, como en la mayor parte de los puertos gallegos. Allí el subastador todavía cantaba los precios a pecho.
—Va hacia abajo —susurró Estévez.
—Claro —respondió Caldas.
—Pues vaya un método. Con esperar…
Las dos mujeres y el hombre de las patillas parecían confirmar la teoría del aragonés, y permanecían callados mientras el subastador cantaba números cada vez más bajos.
—… treinta y dos y medio, treinta y dos…
Una de las mujeres levantó la mano:
—Yo —dijo.
La puja se detuvo y la mujer volvió a examinar las bandejas repletas de camarones para decidir cuáles iba a adquirir a ese precio. Resolvió quedarse las tres.
—Todas —murmuró, y a su lado las patillas grises del hombre envolvieron una mueca de contrariedad.
—¿Ves? —observó en voz baja el inspector—. Si esperan demasiado pueden quedarse sin nada.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

sábado, 14 de julio de 2012

Muerte en la ría


La playa de los ahogados, Domingo Villar


Tuve la suerte de estar por primera vez en Galicia hace unos años. Digo “estar” porque, aún sin saberlo, yo ya conocía Galicia desde chico: viajaba los domingos a través de un portal de la calle Vedia, en la casa de mi abuela Dolores y sus nueve hijos gallegos. Pero esa vez, cuando por fin estuve allá, llegué directo de la monstruosa Buenos Aires a un pueblito de dos mil habitantes, y fue como llegar otra vez a casa. Y allí entender que muchas costumbres de mi familia no eran de mi familia sino del lugar del que venía mi familia. En fin, esto no le interesa a nadie más que a mí. Pero viene a cuento porque leer La playa de los ahogados fue también, en alguna medida, como repetir esa visita a Galicia.

Llegué a esta novela, además de por esa cuestión de las raíces, porque figura entre los imprescindibles de Negra y Criminal. Y sé que esa gente rara vez se equivoca con sus recomendaciones. Esta no fue la excepción.

La playa de los ahogados es la segunda presentación de Leo Caldas. El personaje creado por Domingo Villar es inspector de policía en Vigo. Posee cierta popularidad por su participación en la radio local, popularidad que le molesta cada vez más. Solitario, fumador, disfruta de la buena comida y el vino blanco. Ya no tiene pareja. Se relaciona armónicamente con su padre. Lo acompaña su ayudante Rafael Estévez: un aragonés puro músculo, que se saca de quicio con la inefable idiosincrasia de los gallegos.

Una mañana aparece en las playas de Panxón, cerca de Vigo, el cadáver maniatado de un marinero. Es Justo Castelo, un pescador conocido en el pueblo. Al principio, todo parece indicar un suicidio. Pero eso sólo al principio, pues rápidamente Caldas se convence de que se trata de un asesinato.

A lo largo de una investigación ardua deberá reunir testimonios de los más variados, incluyendo algunas sobre extrañas apariciones de fantasmas. Lo hace mientras recorre la bellísima geografía de la ría de Vigo, su cultura y sus costumbres. El habla de los lugareños —mechando palabras locales o de uso muy frecuente entre los gallegos—, sus costumbres gastronómicas, sus técnicas de pesca —de las nécoras a los percebes— y de navegación, los mecanismos de subasta en las lonxas de los puertos, todo remite a recrear con vividez el ambiente. Gracias a la sapiencia con que Villar maneja estos elementos descriptivos tuve esa sensación de volver a visitar Galicia. Más allá de mis afectos personales, creo que este es un punto fuerte del libro.

La playa de los ahogados no es el tipo de novela al que soy más afecto, al menos no últimamente. No es tan negra como me vienen gustando. Esta es más bien una novela policíaca de corte clásico. Hay un enigma central por resolver. Todos los elementos disponibles —autopsia, forma de morir, coartadas, tiempos, móviles— dan vueltas por la cabeza de Caldas, quien va moviendo la la sospecha principal de un personaje a otro, sin que la tensión del relato decaiga ni por un momento. Se supone que en este tipo de novela el lector debe poder reconstruir lo que ha sucedido, pues debe contar con la misma información que el detective, etc., etc. Caldas logra resolverlo, pero a mí me quedaron un par de preguntas sin responder. Sin embargo, como no soy un lector muy exigente en cuanto a la verosimilitud “científica”, y debido a que el relato me llevó de las narices, puedo decir que fue una lectura que disfruté de punta a punta.

Acá les dejo un lindo booktrailer. Respiren un poco del aire de las rías.
   

6/12

viernes, 6 de julio de 2012

Momentos duros, decisiones cruciales


La vida es dura, Andreu Martín


Se sabe del interés de la novela negra en funcionar como una especie de termómetro de la época. Hay un afán de retratar el momento, la sociedad, la forma de las relaciones. Pero muchas veces me pregunto si es así, o si en realidad de lo que se habla en el fondo es de los comportamientos de los individuos. En cada época, entorno o comunidad, el material siempre es el hombre: en cuerpo y alma.

En su última novela, La vida es dura, Andreu Martín pone a sus personajes a funcionar en medio de una crisis económica brutal como la que se está viviendo en este momento en España. Que es como la crisis que ayer hemos conocido, y mañana conocerán en cualquier otro lugar del planeta, hay que decirlo. Delante de ese tsunami están sus personajes: urbanos todos, de clase media algunos, otros no tanto, gente habituada a un trabajo estable y con una hipoteca por pagar. Andreu elige a uno de ellos, le planta la cámara encima y nos relata esta historia que transcurre mientras la Gran Ola los está revolcando a todos. Un hombre en una época de una sociedad.

“Si no pagas lo que debes, te quemamos el Mercedes” es la consigna que gritan los trabajadores de Mecatecnicar. Todos están en la puta calle. Entre ellos, el narrador de esta historia. Él es escéptico y descree de esa protesta. No por la protesta en sí, sino por los manifestantes: ellos nunca van a quemar nada. Se acuerda, en cambio, del “Serio”. Imagina cómo hubiera actuado él ante una situación así.

Sin trabajo y con el banco a punto de dejarlo en la calle, la desgracia no ha hecho más que comenzar. Nuestro hombre —alguien “soltando amarras”, “deseando desaparecer”— tiene un hijo adicto a la heroína, y que aparece con unos cuantos huesos rotos en el hospital. El chico va a morir: si no es por las drogas será por los rusos que lo golpearon, y que lo matarán si los delata…

Es entonces cuando “el Serio” vuelve a tomar el control. Porque “el Serio” no es otro que el narrador de esta historia. “El Serio”, “Serrucho”: apodos que supo ganarse en las épocas de instituto de menores y cárcel. Y que cobran sentido nuevamente ahora.

Con la contundencia que lo convierte en el maestro del relato violento, Andreu Martín nos cuenta la espiral que llevará al “Serio” —uno que viene a sumarse a su galería de personajes memorables, junto al Migue de Prótesis y al Huertas de Barcelona Connection— a mezclarse con putas, yonquis y okupas en un barrio de las afueras, planeando su venganza en la persona del ruso Rostov.

La vida es dura es una novela que me enganchó por los argumentos que siempre despliega la escritura de Andreu Martín. En lo personal, hay algo en los diálogos que construye este autor que a mí me llega de manera especial. Cuando uno de sus personajes está enojado, cabreado, nervioso, no hace falta que me lo explique: basta con leer sus parlamentos para escuchar el volumen exacto de las palabras, ver los ceños fruncidos y los dientes apretados. No sabría explicar cómo lo hace, debería estudiarlo, pero a menudo me hace temblar.

La vida es dura es todo un hito en la carrera de Andreu Martin. Es una historia sobre los efectos de la crisis, pero ¿es a la vez es una respuesta a la crisis? Esta es la primera novela que el autor publica exclusivamente en formato digital. En una decisión plena de significado en este momento, Andreu está reeditando toda su obra descatalogada y publicando material inédito en este nuevo formato.
A precios más accesibles, con llegada a más lectores y, tal vez, ganando un poco más. ¿Qué hay riesgos de pirateo? Tal vez, quién puede saberlo.

“Yo lo que quiero es que mis obras perduren”, dice Andreu. Con claridad meridiana, y con la valentía necesaria en los tiempos que corren. ¿Cómo no acompañarlo, si encima lo hace  sacando esta novela, dura como la vida?

5/12