domingo, 30 de septiembre de 2012

Sonrisas argentinas


Hilario Suárez, dueño y único empleado, apareció por una abertura que había a un costado del pupitre mugroso de la recepción. Arrastraba los pies como si sus piernas no fuesen unas piernas sino un problema.
—Qué se les ofrece a los señores —y tosió a escondidas.
El bandoneonista miró el retrato de Gardel que colgaba dentro de un marco sin vidrio. Su esposa también observó la foto, el perfil: recordó la imagen de la Señora, la del presidente, y pensó que todos los argentinos famosos sonreían por costumbre. Y que los checos no.
—Queremos una habitación doble.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 107)

sábado, 29 de septiembre de 2012

Hijos de Lucifer


Como en el llamado de la selva, los perros comenzaron a ladrar compulsivamente. Uno de ellos aullaba.
Aullaba.
Y la noche se quebraba con esos rugidos, con esos estertores de animales desgraciados.
Synové d’ábla —soltó la madre y salió nerviosa para el patio.
Se oyeron ruidos de cadenas mezclados con insultos en checo; hijos del demonio, hijos de Lucifer, hijos del demonio, de Lucifer. Malditos. Y enseguida las quejas hirientes de los perros: agudas y repetidas y dolientes según el ruido metálico impactaba sobre sus lomos.
Al regresar a la cocina madre y hermana cruzaron sus miradas un instante: brotaba el fuego de lo que ya está escrito, de lo que ya sucedió, de las noches somnolientas de febrero en el sur del mundo.
—Vamos —dijo la madre.
Y no volvió a pronunciar palabra hasta que una hora más tarde, las dos, con esfuerzo y sudor, movieron la piedra circular que cubría la boca del aljibe viejo.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 129)

viernes, 28 de septiembre de 2012

El recuerdo de los días miserables


Y cuando más seguro estuvo de sí mismo: cuando tenía ganado el respeto de sus colegas a fuerza de disciplina y de demostrar con hechos por qué era quien era; cuando los políticos lo saludaban al pasar y sus suegros lo consideraron el hijo varón que la guerra nunca les dejó tener y le recordaron, incluso, sus antepasados o raíces: que Bohemia y Moravia fueron el embrión de los Países Checos, y que si su familia era morava y los Míclav también todos eran, pues, checoslovacos y moravos de sangre y cepa. Cuando todo era una realidad, un puñado de verdades anudadas y prominentes, el recuerdo de los días miserables se le empezó a venir encima como una nube de polvo. Inexplicablemente. Lidia fue la primera en percibirlo: en comprender, tal vez, que una parte del círculo no había sido cerrada.

(Marcelo Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph Editores, 2012, pg 39)

martes, 25 de septiembre de 2012

Volver


Moravia, Marcelo Luján

En febrero de 1950 los barcos arrojan al puerto de Buenos Aires montañas de inmigrantes que huyen de una Europa arrasada. Muchos de esos barcos tienen nombres en inglés. Como el Murray II. Pero el Murray II no viene de Europa sino de Estados Unidos. Es decir que trae ciudadanos, no a esa chusma hambrienta, analfabeta que será carne de conventillo. Trae gente como el bandoneonista argentino Juan Kosic, su esposa Lidia y la hija de ambos: una familia de tres idiomas.

Hace ya quince años que Juan Kosic dejó su pueblo de mala muerte, Colonia Buen Respiro. Escapó de allí, cansado de la maldad de su madre, una campesina que apenas habla castellano y que siempre insulta en su checo natal. Buscaba aire y una oportunidad para su talento. El destino lo llevó a Nueva Orleans. Allí conoció el éxito tocando en la orquesta del maestro Pegassi. Y el éxito le dio roce, y una esposa de ascendencia morava, y mucho dinero.

Pero sus fantasmas siguieron ahí, ardiente el alma por aquella bofetada de odio, último contacto con la piel de su madre. Quince años pasaron. Nada fue fácil para Juan Kosic: todavía le queda una cuenta por saldar en Colonia Buen Respiro.

Arrastra hasta allí a su nueva familia. No lo admite Juan, pero sólo lo mueve el deseo de venganza, un veneno que se sacará de encima cuando pueda humillar a su madre y a su sometida hermana. Lidia trata de convencerlo, de explicarle que volver está bien, sí, pero mejor sin rencores. Que del odio no nace nada bueno. Que su temperamento latino. Que, en el fondo, lo que planea hacer es una algo peor que una simple estupidez.

Bajo el calor de febrero, en un tren polvoriento, Marcelo Luján construye con su prosa atenta al detalle, un mundo ominoso, opresivo. La tragedia se adivina inevitable a medida que se acerca la noche fatídica. En algún punto el lenguaje se vuelve más seco, más económico —o eso me hizo creer Luján, narrador experto—, y ya no se puede soltar el libro: aún sabiendo lo que va a pasar, uno asiste con horror al desenlace.

Se ha escrito que Moravia es como una tragedia griega. ¿Qué historia de esta oscuridad y potencia no lo es? Desde que el mundo es mundo, incluso antes de Grecia, los hombres insisten en elegir el camino de la destrucción. De esa tendencia trata Moravia: es una historia sobre las provocaciones, sobre las advertencias, sobre las terribles consecuencias de nuestras elecciones.

El corazón de la historia de Moravia ya aparece en un episodio lateral que relata Meursault en El extranjero, de Camus (también se piensa que es otro el origen de ese relato, como reconoce el autor en esta interesante entrevista). Pero alrededor de ese núcleo trágico que es la esencia de Moravia, Marcelo Luján vuelve a disponer elementos que se reconocen presentes en su obra más reciente. Teniendo en cuenta que es un escritor argentino que lleva más de una década afincado en Madrid, ninguno de esos elementos resulta casual: como en La mala espera, en Moravia también están el desarraigo y la inmigración, el pasado que vuelve a cobrarse las deudas; el peronismo y sus figuras icónicas aparecen en ambas novelas e incluso en un cuento suyo publicado este año (“Reyes del cincuenta y uno”, en la antología Doce rounds).

Moravia es una historia sombría, que tiene la negra belleza del horror más humano. Ese que nos da miedo mirar, en el que tememos reconocernos. Y Marcelo Luján es un escritor al que, esté o no el Atlántico de por medio, hay que seguir con atención.



La edición catalana de El Aleph —que estará disponible en las librerías de Buenos Aires a partir del mes de octubre— no es mala, tiene el par de erratas que se espera en cualquier libro. Pero hay una de ellas que sólo es perdonable por lo pintoresca: ¿por qué un acordeón en lugar de un bandoneón en la tapa?

9/12

domingo, 23 de septiembre de 2012

Aprendizaje


Clifton tomó la escopeta de cañones recortados y se la puso bajo el brazo. Los dos salieron de la cocina. En la sala había otra lámpara de petróleo, un sofá muy viejo y lleno de agujeros por donde se le salía el relleno, y dos sillones todavía más viejos que parecían estar a punto de hundirse cuando uno se sentara en ellos.
Había también un piano. “El mismo piano de antes”, pensó Eddie mirando el maltrecho instrumento con su aspecto fantasmal bajo la pálida y amarillenta claridad. El teclado, gastado por el paso del tiempo, parecía una dentadura careada y torcida, ya que el marfil se había desprendido de algunos lugares. Miraba el piano sin darse cuenta de que Clifton lo miraba a él. Se acercá al teclado y alargó una mano. Pero algo la retuvo. La volvió a meter bajo el gabán y tanteó el grosor del revólver que llevaba en el bolsilo de la chaqueta.
“¿Qué importa? —se preguntó volviendo a la realidad y a lo que esta representaba—. Te quitan un piano y te dan un revólver. Quieres tocar música y, a juzgar por lo que está ocurriendo,la música se ha acabado para ti. Se ha acabado para siempre. A partir de ahora, solo cuanta esto… el revólver”.
Sacó el treinta y ocho del bolsillo. Lo hizo de un modo fácil y suave y lo esgrimió con decisión.
Oyó como Clifton le decía:
—Ahora ha estado bien. Empiezas a aprender.

(David Goodis, Disparen sobre el pianista, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 188)

sábado, 22 de septiembre de 2012

Treinta dólares a la semana


Plyne miró a Eddie. Todo lo que pudo ver fue a un músico de treinta dólares a la semana, sentado ante un desvencijado piano; un don nadie de mirada sumisa y hablar cansino cuyas ambiciones y obejtivos equivalían, excatamente, a cero, y que llevaba tres años trabajando allí sin pedir, ni siquiera insinuar, que le subieran el sueldo. Que no se quejaba jamás cuando las propinas andaban escasas ni hacía ascos a nada, incluso cuando le ordenaban que ayudara a colocar las sillas y las mesas a la hora del cierre, que retirara la basura o que barriera el suelo.
La mirada de Plyne se fijó en él, estudiándole a fondo. Tres años en los que, aparte de la música que interpretó, su presencia en el Hut no significó nada. Venía a ser como si el piano se tocara solo. Al margen de cuanto ocurriera en las mesas o la barra, el pianista vivía aislado sin fijarse en nada. De espaldas al público y la mirada en el teclado, se contentaba con un sueldo misérrimo y vestía como un pobre. Fascinado ante aquel ejemplo de indiferencia, Plyne decidió que era digno de pena por su falta de agallas. Incluso su sonrisa era neutral. Jamás la dirigía a ninguna mujer, sino que se perdía más allá de cualquier objetivo tangible, lejos del campo de batalla. Plyne se preguntaba qué debía de pensar aquel hombre de semejante entorno. Pero desde luego, no hubo respuesta; ni siquiera el más leve indicio.

(David Goodis, Disparen sobre el pianista, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 36)

jueves, 20 de septiembre de 2012

Reto al destino


Disparen sobre el pianista, David Goodis

Leí por primera vez Disparen sobre el pianista hace muchos años. Me quedó grabada como el clásico que es. Una historia de extraña potencia de la que, sin embargo, no lograba recordar la trama. Disparen sobre el pianista era para mí aquella casa derruida, oculta en un bosque. Era el frío y la nieve. Era la historia triste de un tipo raro que tocaba el piano. Más un drama que una historia policial.

En esta relectura pude confirmar que la gran obra de Goodis es todo eso. Y que sí, efectivamente, tiene una hondura dramática que la separan de cualquier etiqueta de género. Hay ladrones, asesinos, tiros y secuestros, pero esta es una historia sobre el destino, que es cosa seria, sobre la desesperación y la identidad, sobre la soledad y los dolorosos caminos del amor.

Eddie Lynn es un pianista que se gana sus “treinta dólares a la semana” tocando en un tugurio de la fría Filadelfia. Nadie sabe de dónde vino. El tipo está ahí, dejando pasar las noches, sin hablar, sin pedir aumento, barriendo el piso al cerrar si es necesario. Después se va a casa. Su única amiga es una prostituta vecina.

Una noche aparece su hermano Turley, desesperado, huyendo de unos matones. Le pide ayuda a Eddie. El pianista intenta eludirlo, de negarle esa mano. Inmediatamente, Eddie se convierte también en blanco de los matones: tiene que huir. Lo va a acompañar Lena, la camarera del bar. Una chica decidida y rabiosa. Y que es la única que conoce el verdadero pasado de Eddie.

Es en ese pasado, en esa historia que corre por debajo y que vamos conociendo con quiebres temporales en el relato, que aparece toda la riqueza de esta inolvidable novela. Un pasado que, como una sombra, o como un grillete, acompañará siempre al pianista. Por más que Eddie —Edward— quiera sepultarlo. Porque lo que somos es lo que fuimos. Somos de donde venimos, parece decirnos con desesperanza Goodis: no hay escapatoria posible.

El estilo de Goodis es bien directo. Sus diálogos no son malos, pero tampoco brillan especialmente. Por momentos abusa de los adjetivos, o hace monologar demasiado de Eddie, es cierto. Después de todo, tal vez tenga algo que ver que Goodis sea un autor cuyo medio de vida consistía, en el comienzo de su carrera, en escribir 10.000 palabras diarias para revistas pulp. No es un estilista, ni un purista.

¿Qué es entonces lo que hace grande a David Goodis? En mi opinión, la eficacia con la que nos muestra su mundo de desamparo, sin esperanza, oscuro. Noir en estado puro, logra transmitir una especie de asfixia, de angustia al lector. Lo logró conmigo en esta relectura nuevamente, como lo había logrado hace años, cuando “nos conocimos” y me quedó grabado el recuerdo del aire de esta novela. Con igual densidad dramática —rozando el melodrama en algunos momentos—, por su oscuridad la suya es una  literatura mucho más emparentada con la de Jim Thompson o la de James Cain que con la de otros grandes del Olimpo negrocriminal como Raymond Chandler o Ross Macdonald.

Estés o no, amigo lector, especialmente interesado en el género negrocriminal, Disparen sobre el pianista es una de las obras que hay que leer, de uno de los autores a los que hay que leer.

Traducción: Julio F. Yáñez

8/12

sábado, 15 de septiembre de 2012

Por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales


—Duke ha muerto —observó.
—Lo lamento.
—Lo conocía desde hacía mucho tiempo —añadió.
No respondí.
—Tendrá que hacerse cargo usted —prosiguió—. Necesito a alguien ahora mismo. Alguien en quien poder confiar. Y hasta ahora usted lo ha hecho bien.
—¿Un ascenso?
—Está capacitado.
—Jefe de seguridad.
—Al menos con carácter temporal —precisó—. Pero si quiere, fijo.
—No sé —dije.
—Recuerde lo que sé. Usted está en mis manos, me pertenece.
Permanecí en silencio durante un par de kilómetros.
—¿Me va a pagar algo pronto?
—Cobrará sus cinco mil además de lo que ganaba Duke.
—Necesito información —dije—. De lo contrario no podré ayudarle.
Asintió.
—Mañana. Hablaremos mañana.
Y se quedó callado otra vez. Cuando volví a mirarle, iba profundamente dormido. Alguna suerte de reacción ante el shock.Pensaría que su mundo se estaba desmoronando. Me esforcé en seguir despierto y mantener el coche en la carretera. Recordé libros que había leído sobre el ejército británico en la India, durante el Raj, en el punto álgido del imperio. Los alféreces jóvenes tenían su propio comedor. Comían juntos luciendo espléndidos uniformes de gala y hablaban sobre sus posibilidades de ascenso. Sin embargo, no tenían ninguna a menos que muriera un oficial de rango superior. La norma era esperar a que la palmara alguien para ocupar su puesto. Así que levantaban las copas de cristal de excelente vino francés y brindaban por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales, pues sólo si se producía una desgracia podían ascender en la cadena de mando. Cruel, pero así ha sido siempre entre los militares.

(Lee Child, El inductor, Barcelona, Ediciones B, 2004)


viernes, 14 de septiembre de 2012

Contraseñas


Regresé al cubículo y desconecté el ordenador. Volví al vestíbulo de la entrada y fui apagando todas las luces mientras lo dejaba todo limpio y ordenado. Probé las llaves de Doll en la puerta principal, encontré la que iba bien y la sujeté en el puño. Retrocedí hasta la alarma.
Desde luego confiaban en Doll para que cerrara, lo cual significaba que sabía conectar la alarma. Seguro que Duke también lo hacía de vez en cuando. Y naturalmente Beck. Probablemente también algún empleado. Un montón de gente. A alguno le fallaría la memoria. Observé el tablón de anuncios junto a la alarma. Pasé los dedos entre las notas prendidas en grupos de tres. Encontré un código de cuatro dígitos escrito en la parte inferior de una nota del ayuntamiento de hacía dos años sobre nuevas normas de aparcamiento. Lo introduje en el teclado numérico. El piloto rojo empezó a destellar y la caja a pitar. Sonreí. Nunca falla. Siempre hay alguien que anota en un papel contraseñas de ordenadores, números privados, códigos de alarmas.

(Lee Child, El inductor, Barcelona, Ediciones B, 2004)

jueves, 13 de septiembre de 2012

Probabilidades


Después le conté lo de la ruleta rusa.
—¿Jugó usted?
—Seis veces —dije, y miré fijamente la rampa.
Duffy me clavó la mirada.
—Está loco, una posibilidad entre seis; debería estar muerto.
Sonreí.
—¿Ha jugado alguna vez?
—No. No me gustan esos juegos.
—Usted es como la mayoría de la gente. Beck también. Él creía que las posibilidades eran una entre seis. Sin embargo, se acercan más a una entre seiscientos. O a una entre seis mil. Si uno pone una bala pesada en un arma bien hecha y bien conservada como ese Colt Anaconda, sería un milagro que el tambor se parara cuando la bala está cerca de la parte superior. La inercia del giro siempre la lleva hacia abajo. Un mecanismo de precisión, un poco de aceite y la gravedad te echan una mano. No soy idiota. La ruleta rusa es más segura de lo que se piensa. Y valió la pena correr el riesgo para que me contratara.
Se quedó callada.

(Lee Child, El inductor, Barcelona, Ediciones B, 2004)

martes, 11 de septiembre de 2012

“A ver qué te depara el próximo minuto”


El inductor, Lee Child

Otra aventura de Jack Reacher que cae en mis manos. ¿Más de lo mismo? Y…, en un punto sí, pero, ¡menos mal que hay más de lo mismo!

Como en El camino difícil, ahora en El inductor (inexplicable traducción de Persuader, séptima novela de la serie) también encontramos a Jack Reacher trabajando infiltrado en una organización delictiva. Esta es la comandada por Zachary Beck, un comerciante de alfombras que parece demasiado poderoso y demasiado rico para ser un simple “comerciante de alfombras”.

Ya conocemos a Reacher. Es una máquina ultraprofesional. Es tan veloz con las armas como con la cabeza calculando probabilidades. Es frío y muy peligroso. A pesar de su origen y formación en el Ejército, pocos como él tan lejanos de cualquier organización burocrática o gubernamental : siempre anda solo, casi como un vagabundo. Entonces, ¿cómo y por qué llega a infiltrarse en medio de la gente de Beck? ¿Para qué, para quién? Sin entrar en detalles acerca del cómo, sí diré que Reacher termina metido en este brete por dos motivos. El primero es personal: sospecha que el jefe de Beck es Quinn, un exmilitar con el que tiene pendiente una cuenta muy pesada. Tan pesada que Reacher creía haberlo matado, en venganza por la muerte de una joven compañera del ejército. Ahora descubre que Quinn vive. Debe volver a vengarse, y no fallar esta vez. El segundo motivo le viene de rebote: en una operación “extraoficial” la DEA infiltró en casa de Beck a la agente Teresa Daniel, y hace semanas que se ha perdido todo contacto con ella. El pacto es: la DEA ayuda a Reacher a infiltrarse y él les trae de vuelta a Daniela.

Luego de un primer capítulo de antología, que quita la respiración y termina de tal forma que es imposible no continuar la lectura, la historia se desarrolla con agilidad. Como las anteriores que leí de Child, esta también es una novela adictiva. Un verdadero page turner de suspenso y violencia extrema.

Cuando se dice “violencia extrema” significa que Jack Reacher, el protagonista y narrador —el “bueno” de la historia— se carga por lo menos a nueve o diez tipos. Profesionalmente, sí, con sangre helada, es cierto. También es cierto que sus adversarios son todos muy malos, pero no por eso Reacher es menos asesino.

Hay varios momentos memorables en la novela. Rescato dos: uno es la pelea final con el gigante Paulie —el mejor personaje de la historia—, que no le será nada fácil a Reacher, acostumbrado a pegarle a quien sea. El otro es la caída al mar que hay sobre el final. Inolvidables, y lectura obligada para quien quiera aprender cómo se escribe una escena de acción.

Es en esos trances difíciles en los que está en juego todo, cuando Reacher recuerda a Leon Garber, su superior y maestro en el ejército. El viejo Leon tenía varias frases, pero una de ellas —para esos instantes-James-Bond en los que escapar parece imposible—, es una que pinta de cuerpo entero a Jack Reacher y su modo de actuar: “conserva la vida, y a ver qué te depara el próximo minuto”.

Sabio consejo al que Reacher deberá recurrir unas cuentas veces en esta historia.

Y nosotros con él: conservando la vida, siempre esperando a ver qué nos depara el siguiente minuto, la siguiente página.

Traducción: Juan Soler

8/12

sábado, 8 de septiembre de 2012

Adiós, Dolorcito (una flor del fondo del mar)


La chiquilla de Macapá se llamaba Dorinha, María Dolores. Dorinha, dolor pequeño, dolorcito. Así la llamaba yo.
“Dolorcito, me voy.”
“¿Puedo irme contigo?”
“Volveré.”
“¿Lo juras?”
Los juramentos no valen nada. Los míos, menos aún.
“Lo juro.”
Yo viajaba con poco equipaje. Una bolsa de colgar y una maleta de nailon. Dolorcito cargó con la maleta hasta el muelle Mosqueiro Soure. La bolsa, yo no la dejaba jamás. No podía, claro; sería un error.
En el muelle había centenares de personas cargando un montón de equipajes, bombonas de gas, colchones, muebles, sacos de comida. El Pedro Teixeira tenía primera clase, para cien pasajeros, y tercera. Yo había conseguido uno de los escasos camarotes de dos plazas. Una de ellas la había bloqueado. Yo no quiero viajar con nadie. La mayoría de los camarotes de primera tenían cuatro literas, ocupadas generalmente por personas que no se conocían. Sólo dos camarotes, llamados de lujo, tenían baño propio y aire acondicionado. Los demás pasajeros usaban los baños comunes.
Mi camarote era el 30, y quedaba a estribor.
“No dejes de escribirme”, dijo Dorinha.
“Adiós, Dolorcito”, dije, besándola en la cara.
Por el altavoz colocado en el muelle anunciaron que los pasajeros de tercera podían embarcar ya. Corrieron hacia el combés de popa y armaron sus hamacas.
Las colocaban unas sobre otras, tocándose, en una maraña que parecía algo inventado por la naturaleza, una flor del fondo del mar. Una red de redes que no podía haber sido planeada ni creada por ningún arquitecto o ingeniero, sino que brotó, en sólo media hora, del ansia y las necesidades de la gente.

(Rubem Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA libros, 2011, pg 64)

viernes, 7 de septiembre de 2012

Mandrake


Yo jugaba con las blancas y avanzaba el alfil en fianqueto. Berta preparaba un fuerte centro de peones.
Aquí el despacho del doctor Paulo Mendes, dijo mi voz en la grabadora del teléfono dando a quien llamaba treinta segundos para dejar su mensaje. El individuo aquel decía llamarse Cavalcante Méier, como si hubiera un guión entre los dos apellidos, y que estaban intentando complicarlo en un crimen, pero —tlec— los treinta segundos se acabaron antes de que pudiera terminar de decir lo que quería.
Siempre llama la gente cuando uno está en lo más duro de la partida, dijo Berta. Bebíamos un vino de Faísca.
El tipo volvió a marcar pidiendo que le llamara yo a su casa. Un teléfono de la zona sur. Se puso una voz vieja, una voz reverencial, como si estuviera acostumbrada a aquel tono. Era el mayordomo. Fue a llamar al médico.
Hay un mayordomo en la historia. Ya sé quién es el asesino. Pero a Berta no le hizo gracia. Aparte de su afición al ajedrez, todo lo tomaba en serio.
Reconocí la voz de la cinta: lo que tengo que decirle es algo muy personal. ¿Puedo pasar por su despacho?
Estoy en casa, dije, y le di la dirección.

(Rubem Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA libros, 2011, pg 85)

jueves, 6 de septiembre de 2012

Ahora soy yo quien cobra


En la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un cliente.
Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grandón, de unos cuarenta años, con bata blanca.
Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella manera.
Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.
Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta éstos –y dio un golpecito sonoro en los de delante.
Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa. Ni hablar, dije.
¿Ni hablar, qué?
Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quien cobra!
Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.

(Rubem Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA libros, 2011, pg 155)

lunes, 3 de septiembre de 2012

Otros cuentos de amor, de locura y de muerte


El cobrador, Rubem Fonseca

Si quedaran un puñado de causas en cuyo apoyo valiera la pena pronunciarse, una de ellas bien podría ser esta: colaborar en la difusión de la obra del brasileño Rubem Fonseca. Total, con tanto  nórdico sobrevalorado, ¿por qué no intentar un tiro para el lado de la justicia?

No estoy en condiciones de decir si es o no Fonseca el más grande escritor brasileño contemporáneo ni nada por el estilo. Sencillamente considero que la obra de Fonseca no goza ni de una difusión ni de un reconocimiento acorde a su estatura, al menos en nuestro idioma. Tan simple como eso. De modo que, dada “la causa”, y dado que siempre que puedo trato de disfrutar de un buen escritor, me conseguí un ejemplar de la reciente edición de RBA de El cobrador.

Aunque no estoy seguro de que la palabra disfrutar sea la más adecuada para hablar de las historias de Fonseca, pues son historias siempre duras, cortantes. Ahí va: cortantes sí que me gusta. Porque, si el mundo trabaja tapando la desgracia y la miseria, vendiéndonos lo que sea necesario vendernos para que nos creamos felices, limpios y buenos, ahí viene la literatura de Fonseca como un cuchillo ardiente a pelar todo lo que sobra, todo lo que oculta: a mostrarnos el hueso blanco y ensangrentado de la existencia humana.

Que quede claro: quien espere encontrar en los relatos de Fonseca sólo historias policiales se va a llevar una decepción. En cambio, quien busque historias negras —criminales, de amor, de sexo, de locura— saldrá temblando, tal vez falto de aire y buscando banquito y segundos como un boxeador al borde del knock out.

Los cuentos de este libro son una buena muestra de las zonas de interés del autor. Desde la ficción histórica, con la que Fonseca explora el origen violento de su sociedad, parida de esclavitud y guerras (“H.M.S Cormorant en Paranaguá” y “Camino de Asunción”) hasta las viñetas sórdidas de “Crónica de sucesos”. El amor desesperado y la tensión social aparecen en “Comida en la sierra el domingo de Carnaval”; el abandono y la locura, en el asilo de “Once de mayo”. Aunque “El juego del muerto” es una historia cruda y testimonial —es decir, negra—sobre los escuadrones de la muerte, la historia detectivesca que más se acerca a lo clásico, y en la que asoma apenas el humor, es “Mandrake”, protagonizada por el abogado-detective homónimo que aparece en otras historias del autor.

Pero hay tres relatos que son demoledores y que me dejaron grogui. El primero es el brutal “Pierrot de la caverna”, en el que un pedófilo narra su vínculo con una vecina de 12 años. “Encuentro en el Amazonas” es la persecusión implacable y a la vez indolente de un asesino que navega a través de medio Brasil, con una recreación de climas y paisajes que deslumbra. Y en “El cobrador” hay un loco que va por la vida reventando gente porque sí. O mejor dicho, porque todos “le deben mucho”: se ha hartado de pagar, y ahora se cobra sus deudas quedándose con las vidas de sus deudores. Violento al extremo.

Por su rabioso universo, por la contundencia de su prosa árida y porque escribe desde las entrañas de ese gigante próximo y desconocido que es Brasil, Fonseca es un autor para quien un comentario como este es necesariamente insuficiente: a Fonseca hay que leerlo. Sobre todo si sos latinoamericano.

Rubem Fonseca tiene una extensa obra. Conozco poco editado en castellano: algo en Ediciones de la Flor y en Norma (por allá por los noventas). Por eso es para celebrar este rescate de cuatro títulos en RBA. De todas formas pienso que, si el mundo funciona como yo imagino que funciona, RBA no va a vender muchos ejemplares de Fonseca. Algo que lamento, pero que habla bien de dicha colección: ganar plata con los superventas Cornwell, Connelly y la oleada vikinga, a cambio de rescatar excelente literatura como la de Fonseca.

Traducción: Basilio Losada
8/12


sábado, 1 de septiembre de 2012

Musgo y lagartija


…, ¿qué preguntas se habría hecho mi padre? ¿Habría tenido las pelotas de ir un poco más allá de los signos de interrogación? ¿Dónde se halla el valor en el corazón de un hombre derrotado? El mejor ejemplo que tengo de él son sus últimos veinte años de vida. Los músculos se le relajaron, se acható, se buscó una cueva y la encontró en sí mismo, en su piso de la calle Anboto y en la ciudad por la que navegó a través de rumbos sólo por él conocidos. Su sueño era un gran huerto y un caserón, rodeados ambos por un muro viejo, de los de musgos en invierno y lagartijas en verano. Pero de tal modo actuaban los musgos y las lagatijas sobre las piedras, que el muro al final cedía y las brechas se iban abriendo en él. No era otra la idea que manejaban los musgos y las lagartijas, hasta que el muro se convertía en un montón de piedras y la casa pasaba a ser el siguiente objetivo. Es lo bueno de las metáforas.
Ofrecen la posibilidad de resumir, de aprender una lección aunque sea vulgar, y de paso creerte un superhéroe; yo era el musgo que en verano se disfrazaba de lagartija y que no se detendría hasta destrozar el muro y la casa.

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 170)