lunes, 22 de abril de 2013

Detectives negociando


—¿Conoces el escondite de Deke?
—Si lo supiera no os lo diría. Al menos, no os lo diría de balde.
—Te sacaremos de este apuro.
—¡Mierda! —replicó ella—. No os podéis sacar de apuro ni a vosotros mismos, así que mucho menos a mí. De todas formas, no sé nada —añadió.
—¿Podrías averiguarlo?
En los ojos de la mujer se encendieron unas lucecitas maliciosas.
—Si estuviera libre, sí.
—Te leo los pensamientos —comentó Sepulturero.
—Y no dicen nada bueno —añadió Ataúdes Ed.
En los ojos de Iris se apagaron las maliciosas lucecitas.
—Lo que es seguro es que, desde aquí, no puedo averiguar nada de nada.
—Desde luego —convino Sepulturero.
Los dos detectives se miraron entre sí.
—¿Qué ganaría yo? —preguntó ella.
—Puede que la libertad. Cuando atrapemos a Deke, le cargaremos todas las culpas. Sus dos muchachos van a freírse en la silla por haberse cargado a los policíaas, y a él le freiremos por asesinar a Mabel Hill. Y, si lo encontramos, tú conseguirás la recompensa del diez por ciento de los ochenta y siete grandes.
En el rostro de Iris se reflejaron claramente sus pensamientos. Ataúdes advirtió:
—Cuidado, preciosa. Si tratas de traicionarnos, el mundo no será lo bastante grande para esconderte. Conseguiremos encontrarte y te mataremos.
—Y no creas que tendrás la suerte de morir de un tiro —añadió Sepulturero. Su rostro, terroso y sin afeitar, tenía un sádico aspecto desde detrás de la intensa luz, como la vaga sombra de un monstruo—. ¿Quieres que te cuente cómo lo haremos?
Iris se estremeció.

(Chester Himes, Algodón en Harlem, Barcelona, Grijalbo, 1995, pg 189)

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