martes, 9 de abril de 2013

Marranos


Papá encendió cirios por Chino y Coen en el estante de encima de las cafeteras. Le rezó a Moisés con un trapo sobre la cabeza y escupió tres veces, como establece la ley marrana, para que Coen y Chino pudiesen descansar en el purgatorio. Con todo, tenía poca esperanza en la efectividad de sus plegarias. No creía que un hombre solo pudiese curar las miserias de los muertos. Papá no era tacaño. Podría haber contratado a plañideras profesionales para convencer a los tres jueces (Salomón, Samuel y san Jerónimo) con el grito poderoso de sus pulmones. Las plañideras tenían tarifas asequibles. Sus llantos podían atravesar los muros de quien pagase su precio. Pero para Papá, no bastaba con lamentos. Los muertos necesitaban familias enteras que intercediesen por ellos, hermanos, hermanas, padres, sobrinos, madres, hijos, todos provistos de chales y trapos, ofreciendo óbolos a los santos cristianos, prendiendo cirios a Moisés, recitando letanías hebreas traducidas al portugués del siglo XVI; Coen y Chino eran hombres sin familia, sin la habilidad para sobrevivir de los marranos. Papá descartaba toda idea de inmortalidad para sí mismo. Había vivido como un perro, mordiendo a sus adversarios en la nariz, oliendo la mierda humana de dos continentes, durmiendo siempre encogido para proteger sus partes más vulnerables, y contaba con caer como un perro, con sangre en el recto y los dientes de alguien clavados en el cuello. Pero Papá no pensaba morir de una sobredosis de Isaac, ni ofrecer a sus hijos a la brigada armada del Comisionado. Le parecía que Isaac era algo más que un simple hijo de puta. ¿Qué clase de policía querría erradicar a los seis Guzmann, casi una especie de hombres?  Isaac tenía que ser uno de esos ángeles destructores que el Señor Adonai envía para atormentar a los comecerdo, a los marranos que tantos años llevaban escurriéndose entre los cristianos y los judíos y ya no podían sobrevivir sin Moisés y Jesús (o san Juan Bautista) en sus lechos, y que habían desafiado la ley de Adonai con sus prepucios y sus rosarios. Incapaz de pescar a un Guzmann, Isaac se había contentado con un judío rubio y un criollo de antepasados chinos.

(Jerome Charyn, Ojos azules, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 243)

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