sábado, 19 de octubre de 2013

Una casta antigua

—Has encajado la paliza mejor que muchos hombres que conozco.
—Ah. —Ree reclinó la cabeza en el sofá y cerró el ojo. Tenía ganas de hablar en su nube rosa, de charlar, de confesar algo tal vez—. Lo único que de verdad no aguanto... es... estar tan avergonzada... de mi padre. Ser un soplón va contra todo.
El viento sacudía las ventanas en los marcos. La luz del patio brillaba en el hielo viejo de los cristales. La madre respiraba con ronquidos cortos y sonoros que llegaban lejos. El aire olía a cenicero lleno.
—Es que os quería mucho. Ése era su punto débil.
—Pero...
—Mira, pequeña... muchos somos duros, muy duros de pelar, y lo somos mucho tiempo. —Señaló la habitación de la madre alargando el brazo abruptamente—. Connie, ahí presente, aguantó mucho también. Aguantó. Aguantó de verdad. Aguantó tiroteos y temporadas de cárcel de Jessup y un montón de mierda antes de que le saliera la gotera, no sé por qué, pero le salió una gotera y por ahí se le fue todo el sentido común.
—Pero ser un soplón...
—No lo fue siempre. No lo fue durante muchos, muchos años. Siempre tuvo la boca cerrada, pero la abrió una vez.
Ree miró la estufa y vio que Sonny estaba sentado en la cama, escuchando, con la espalda contra la pared; oía palabras de las que se alimentaría toda la vida. Ree dijo:
—Por eso ahora todo el mundo nos desprecia un poco, ¿no?
El tío Lágrimas emanaba de pronto un olor acre y recocido como de algo eléctrico que llevara enchufado mucho tiempo y se estuviera quemando. Encendió un cigarrillo, se inclinó hacia Ree y, al acercar la cara, la parte deshecha quedó expuesta a un tenue rayo de luz. Dijo:
—Los Dolly de por aquí no toleran un soplón en la familia... siempre hemos sido así. Somos de una casta antigua, todos nosotros, y nuestra ley fue dictada mucho antes de que el grandísimo Niño Jesús eructara leche y cagara amarillo. ¿Lo entiendes? Pero ese desprecio puede cambiar un poco. Con el tiempo. La gente ha visto de qué madera estás hecha, pequeña.
Ree lo miraba y él fumaba, lo miraba y esperaba adormilada, hasta que su tío se enderezó, abrió una bolsita de meta, sacó un poco de polvo con el dedo y esnifó, tosió y esnifó otro poco.
—Siempre me has dado miedo, tío.
Él dijo:
—Porque eres lista.

(Daniel Woodrell, Los huesos del invierno, Barcelona, Alba Editorial, 2013, pág. 117)


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