martes, 23 de abril de 2013

Spotty's


Deseaban comer en algún sitio en el que fuera poco probable que les localizasen y donde no estuvieran fuera de lugar con sus gafas negras de adictos a la marihuana. Al fin decidieron ir a un local de la Calle 116 llamado Spotty’s, cuyo propietario era un negro con manchas de piel blanca y casado con una mujer albina.
Tras años de lamentarse de tener todo el aspecto de un descomunal perro dálmata, Spotty había hecho las paces con la vida y abierto un restaurante especializado en lomo de cerdo, judías coloradas y arroz. El local estaba situado entre una fábrica y una empresa empaquetadora, por lo que no contaba con ventanas laterales, y la parte delantera estaba tan espesamente cubierta por cortinas que la luz diurna no entraba jamás en el restaurante. Los precios de Spotty’s eran demasiado bajos y las raciones que servía excesivamente grandes para poderse permitir el lujo de tener encendidas las luces eléctricas durante todo el día. Por tanto, el local atraía a una clientela compuesta de gente que andaba escondiéndose, tipos melindrosos que no soportaban ver las moscas que había en su alimento, pobres que deseaban toda la comida que su dinero les pudiera facilitar, adictos a la marihuana que eludían las luces brillantes, y ciegos que no notaban la diferencia.

(Chester Himes, Algodón en Harlem, Barcelona, Grijalbo, 1995, pg 203)

lunes, 22 de abril de 2013

Detectives negociando


—¿Conoces el escondite de Deke?
—Si lo supiera no os lo diría. Al menos, no os lo diría de balde.
—Te sacaremos de este apuro.
—¡Mierda! —replicó ella—. No os podéis sacar de apuro ni a vosotros mismos, así que mucho menos a mí. De todas formas, no sé nada —añadió.
—¿Podrías averiguarlo?
En los ojos de la mujer se encendieron unas lucecitas maliciosas.
—Si estuviera libre, sí.
—Te leo los pensamientos —comentó Sepulturero.
—Y no dicen nada bueno —añadió Ataúdes Ed.
En los ojos de Iris se apagaron las maliciosas lucecitas.
—Lo que es seguro es que, desde aquí, no puedo averiguar nada de nada.
—Desde luego —convino Sepulturero.
Los dos detectives se miraron entre sí.
—¿Qué ganaría yo? —preguntó ella.
—Puede que la libertad. Cuando atrapemos a Deke, le cargaremos todas las culpas. Sus dos muchachos van a freírse en la silla por haberse cargado a los policíaas, y a él le freiremos por asesinar a Mabel Hill. Y, si lo encontramos, tú conseguirás la recompensa del diez por ciento de los ochenta y siete grandes.
En el rostro de Iris se reflejaron claramente sus pensamientos. Ataúdes advirtió:
—Cuidado, preciosa. Si tratas de traicionarnos, el mundo no será lo bastante grande para esconderte. Conseguiremos encontrarte y te mataremos.
—Y no creas que tendrás la suerte de morir de un tiro —añadió Sepulturero. Su rostro, terroso y sin afeitar, tenía un sádico aspecto desde detrás de la intensa luz, como la vaga sombra de un monstruo—. ¿Quieres que te cuente cómo lo haremos?
Iris se estremeció.

(Chester Himes, Algodón en Harlem, Barcelona, Grijalbo, 1995, pg 189)

domingo, 21 de abril de 2013

Tres posiciones


—El comisario cree que debe de haber otras formas de reprimir el crimen, aparte de la fuerza bruta —dijo el teniente, cada vez más rojo.
—Bueno, pues dígale que venga a enseñárnoslas —replicó Ataúdes Ed.
En el poderoso cuello de Sepulturero se marcaron las arterias. Con voz seca, dijo:
—Entre la población de color de Harlem existe el mayor índice de criminalidad del mundo. Para enfrentarse a eso sólo hay tres posiciones: hacer que los criminales paguen por ello, y usted no desea eso; pagar a la gente lo bastante para que pueda vivir con decencia, cosa que no se hará; así que lo que queda es que se maten unos a otros.

(Chester Himes, Algodón en Harlem, Barcelona, Grijalbo, 1995, pg 21)

sábado, 20 de abril de 2013

Gente invisible


—¿Algún otro testigo? —preguntó Sepulturero.
—¡Cuerno! Ya conocéis a esta gente, Jones. Todos son ciegos como topos.
­—¿Y qué esperas de gente que es invisible? —replicó, ásperamente, Ataúdes.
Wiley hizo caso omiso del comentario.

(Chester Himes, Algodón en Harlem, Barcelona, Grijalbo, 1995, pg 49)

jueves, 18 de abril de 2013

Dos detectives tras una bala perdida


Algodón en Harlem, Chester Himes

Qué bueno que es volver a leer a un clásico. Hacía una punta de años que no me encontraba con el viejo Chester y con sus dos monstruos, Ataúdes Ed Jones y Sepulturero Johnson. La lectura de un clásico suele tener un efecto especial en mí, una sensación de orden, de que las cosas (las novelas en este caso, el género negro todo) vuelven a estar en su lugar. En este sentido, es una práctica recomendable aquella de “volver a las fuentes”, a leer a los tipos que inventaron todo esto. Que dejaron su huella. ¿Quién puede dudar que Chester Himes fue uno de ellos?

Esta novela, como todas las protagonizadas por los dos detectives, también transcurre en Harlem. Que en los años sesenta todavía era un barrio bajo. Un ghetto. La pobreza y la exclusión lo hacían el escenario ideal para situar novelas negras, si uno quería hablar de los temas de los que Chester Himes siempre quiso hablar.

En Algodón en Harlem la “anécdota” es el robo (“modalidad comando” dirían hoy los cronistas cómodos de la tele) de ochenta y siete mil dólares durante un evento popular de tintes religiosos. Por supuesto, Ataúdes y Sepulturero serán los encargados de resolver el caso. Y hasta ahí, es una novela del montón.

La literatura de Himes se empieza a despegar de ese ordinario suceso policial cuando sabemos más detalles de la trama. Veamos: el botín robado está formado por los aportes de familias negras que entregaron todos sus ahorros (87 familias, cada una ¡mil dólares!) a cambio de una promesa. Unas hectáreas de tierra, una mula, unas semillas, y un viaje a África, la tierra prometida, el lugar de la libertad. Si bien la víctima aparente del robo es el “Movimiento de regreso a África”, liderado por el reverendo O’Malley, las víctimas reales son los negros de Harlem que han sido convencidos por él. Engañados sería una palabra más adecuada, ya que el carismático reverendo no es otro que Deke O’Hara, un ladrón que acaba de salir de la cárcel y que ha montado el “movimiento” para hacerse con el dinero de los ingenuos.

Sucede que los ladrones esconden el botín en una bala de algodón (no en una bolsa, no en una caja ni en ninguna otra cosa: en una bala de algodón), y la pierden durante la huida. De modo que, instantáneamente, Harlem hierve con un montón de gente buscando el botín: los detectives, el propio Deke, los ladrones. Y hasta el sospechoso Coronel Calhoun, un atildado caballero sureño que aparece al frente de un nuevo “Movimiento de regreso al Sur”. Propone a las familias que vuelvan al “feliz Sur” en lugar de ir a hambrearse a “la desdichada África”. El coronel, que luce distintivos de los Confederados, ofrece mil dólares a quienes se sumen siempre y cuando se presenten trayendo … una bala de algodón. 

Ataúdes Ed y Sepulturero Jones caminan entonces el barrio, ese escenario de la negritud. Se hundirán en calles sucias, tomarán sus copas en bares oscuros, hablarán con ladrones, prostitutas, estafadores. Cuando parece que están trabajando para resolver el caso, siguiendo las órdenes de sus jefes, ellos están, en realidad, haciendo otra cosa. Ataúdes y Sepulturero están persiguiendo justicia. Que no siempre es lo mismo que resolver un caso. Los dos detectives —brutales y violentos hasta un nivel que hoy sería señalado por el dedo biempensante— persiguen justicia porque tienen una muy clara conciencia de lo que significa ser negro en los Estados Unidos, incluso en la liberal Nueva York de los sesenta. Aún trabajando bajo las órdenes de policías blancos —el teniente Anderson, con el que hay un mutuo respeto— esta conciencia está presente en toda la actividad de los detectives, y podría decirse que es el núcleo mismo de la literatura de Himes. Que, no por casualidad, es novela negra de la mejor.

Luego de su paso por la cárcel, Himes comienza a ganarse la vida escribiendo relatos. Su temática siempre gira acerca del racismo y la opresión de la gente de color. Dada su maestría para los diálogos, sus vívidas descripciones, su manejo del humor y del sarcasmo, resulta hasta natural que Himes haya adoptado la novela negra como vehículo para expresarse, dejándonos algunas de las obras más importantes del género.

Merece mención aparte la traducción de E. Mallorquí. No suelo juzgar por buenas o malas a las traducciones. Casi nunca tengo a mano versiones originales como para emitir esa clase de juicio. Sí puedo decir cuando una traducción suena ardua o forzada (desconcierta el uso indistinto de los apodos Coffins y Grave Digger y sus versiones en castellano) o demasiado castiza para nosotros los americanos. Y esta tiene casi todos esos problemitas. Eso sí: al menos me dejó palabras como canguelo, corruscante y gorrinos.

Traducción: E. Mallorquí
3/13