jueves, 11 de julio de 2013

Capitales del muerto-vivo

No le quedaba cocaína y de regreso llamó al celular de Daniel. No le contestaba. El pibe, reciente evangelista, quería dejar la transa pero acudía algo forzado al hospital cuando Luna lo solicitaba. Generalmente a cambio de medicamentos o tratamiento para alguien del barrio. Últimamente no le traía buena merca (amarilla, olorosa, húmeda, imposible de peinar), quizá para sacárselo de encima. Le explicaba a Luna que como él ni Eduardo y no papeleaban ni controlaban, los pibes cortaban con cualquier cosa. Al médico a veces le producía vómitos pero pretendía sobrevivir a esa etapa de mala merca y no cambiar de transa. Esa noche buscó algo de efedrina, removiendo entre sus bolsas de muestra médica. Encontró un resto de pastillas que le había comprado a un chofer culturista, cuando su trabajo en el SEM. En la tele vio las noticias: habrá paro de trenes. En Rosario debieron entregar 400 cajas de comida para evitar que cientos de personas coparan un supermercado. En Mendoza siguen los saqueos y los patrullajes en barrios conflictivos. En Concordia las fuerzas de seguridad califican a la situación social como DESBORDANTE. A Winona Ryder la descubrieron robando en una tienda en Beverly Hills. Racing sueña con el título después de 35 años. La tasa de desempleo nacional aumentó al 18,2%. Argentina enviará 600 hombres a Afganistán. El costo de la operación: 10 a 20 millones de dólares. Cambió al siete. Daban un documental zombie. Imágenes de Haití, capital mundial del muerto-vivo. Una historia antigua, la primera evidencia que conoció el mundo afuera de la isla. Felicia Félix Mentor, mujer reencontrada treinta años después de su entierro vagando por las calles de Port Au Prince. Ceremonias vudú, enclaves africanos. El uso esclavo para el trabajo en plantaciones: explotación del zombie por el hombre. Existe la sospecha de que no hay capacidad en la magia vudú y sí en una droga que produce la muerte en vida.
Todo tenía demasiada resonancia para Luna. Ejércitos sin alma dirigiéndose cada día a su trabajo. Capitalismo salvaje. Y un polvo maldito.

(Martín Doria, Postales de Río, Villa María, Eduvim, 2012, pág 83)


miércoles, 10 de julio de 2013

Artistas progres

Marcos cortó el clima invitándolos a sentar. Tomó una botella de cerveza del suelo. ¿Un whisky mejor? Luna negó con la cabeza. El peruano se mandó un trago del pico y Luis Alberto encendió un porro.
—Soy el productor del Gringo —dijo Marcos—. Tengo un par de grupos más.
—Ah, muy bien.
Siguen apareciendo, pensó. Los personajes de ese cuento siniestro que me contaba Río. Los transas, los soldados, los perros. Marcos, el productor.
—Así que médico.
—Cirujano.
—Hace poco tuve que despedir a mi mamá allá en Perú. Murió de un cáncer, eh, ginecológico. La tomó toda después, la vaciaron pero lo descubrieron tarde ya.
—Lo siento.
—No, muy triste eso. Feo el trabajo suyo, doctor. Ver todas esas cosas, ¿no?
—Y… hay que acostumbrarse.
—¿Y le gusta trabajar ahí en su hospital?
—Algunos días menos que otros, digamos.
Entendiendo tarde el comentario irónico, Marcos estalló con una carcajada vulgar. Terminó de reírse en fade.
—Nosotros estamos preocupados, doctor. Por un lado nos está yendo muy bien con el Gringo.
Luis Alberto se retorcía con una sonrisa feliz. Dijo:
—Me invitó Vicentico el de Los Cadillacs a tocar con él en un festival. Y Calamaro, conocí un estudio que tiene. Dijo que me va a llamar, también. Que le copa lo que hago.
Luna desechó el sentimiento de incredulidad. Podía esperar todo de este país y sus putos artistas progresistas y eclécticos. Su impostada conciencia de lo popular. Su empatía millonaria hacia la mugre.

(Martín Doria, Postales de Río, Villa María, Eduvim, 2012, pág 78)


martes, 9 de julio de 2013

Al enemigo, ni respeto

—¿Usted, un doctor, con esas amistades?
—No son amistades. Se da simplemente una continuidad en el trato.
—Pero esa familiaridad. “Fran”. ¿Así lo llaman? La chica lo buscaba así.
—Nunca me dijeron así. Franco, me llamaban. Lo de la chica, qué sé yo. Le habrá salido así, quizás para hacer creer que me conocía y que la atendieran rápido.
—Así que Franco lo llaman estos guachos. ¿Nunca “Doctor”? ¿Y el respeto?
Luna frunció el ceño e hizo una mueca.
—¿De qué respeto me habla, Muñoz? ¿El del barra de Almirante Brown, hace dos semanas, que me puso el arma en la cabeza para que cure al amigo y no haga la denuncia? O de pronto el respeto que nos brindaron el otro día cuando tuvimos que trancar el portón de guardia para que no entren a vengar a un chorro muerto. O las veces que me quisieron cagar a palos en la sala de espera “porque tardaba mucho” cuando estaba en una cirugía. Alguna vez intervino usted. ¿De qué respeto me habla? Mire al infeliz de mi colega Landa. En este país del que tanto reniegan podés tener un médico en tu casa a la hora que quieras, por cinco pesos o incluso gratis. Igual si vivís en un barrio privado o en una tapera de La Matanza. En este partido incluso podés carecer de obra social o prepaga. Fiebres comunes, resfríos, picos de tensión arterial, depresiones endógenas, dolores lumbares o diarreas. La gente no tiene piedad. Te llama a cualquier hora por cualquier estupidez. Si el bebé recién nacido llora en mitad de la noche o el púber granujiento sufre de la garganta. Como si se tratara del delivery de pizza. Todavía te miran como bosta si le llegás a las tres horas. La imagen prestante y respetable del médico tradicional se perdió definitivamente de nuestra cultura. ¿Sabe lo que nos come las tripas eso? Uno que estudió tanto, que hizo tantos sacrificios. Nadie reconoce el absurdo. El propio paciente desconoce a quién le abre la puerta de su casa y le entrega la salud de su familia. He visto disfrazarse a personas comunes con un ambo para ir a atender problemas cardiológicos y cobrar dinero en ausencia de un médico. Enfermeros con antecedentes penales por abuso sexual aplicar inyecciones de agua destilada a quinceañeras afiebradas sólo para verle el culo o le hacen un electro para verle las tetas. No me interesa denunciarlo. Todos los pacientes en general entran para mí en la categoría de enemigos. Como dije, no tienen piedad ni respeto. Y las conchudas obras sociales. Me deben varios meses de sueldo. Un día de éstos presentan la quiebra y me cagan la guita. Ese es el panorama. Usted lo dijo. Una guerra personal. Entre todos, contra todos.
Luna terminó el café y antes de que Muñoz notara el temblor de sus manos las guardó debajo de la mesa. El comisario parecía asombrado.
—Veo que tiene mucho atragantado usted también —se emprolijó el bigote—. ¿Qué cree que pasó esa noche?

(Martín Doria, Postales de Río, Villa María, Eduvim, 2012, pág 34)


viernes, 5 de julio de 2013

El mes que vivimos en infierno

Postales de Río, Martín Doria

En el último Festival Azabache se presentó esta novela, que había sido finalista en el concurso de la edición anterior del festival. No sabía de su existencia hasta que vi allí mismo los ejemplares editados por Eduvim. Teniendo en cuenta el antecedente de la que fue ganadora entonces, La soledad del mal, de Horacio Convertini, más el recuerdo de algunos comentarios de los jurados y las palabras de Guillermo Orsi en la contratapa, no dudé en hacerme de un ejemplar.

Diciembre de 2001. Partido de San Martín, conurbano bonaerense. Una zona caliente, una crisis desvastadora. En esas coordenadas trabaja y sobrevive el cirujano Franco Luna. Postales de Río cuenta su historia. La de un médico quemado, desbordado por todos los flancos. Solo con su perro y su departamento sucio, distanciado de su familia, odiando su profesión de pacientes-enemigos, aguantando una noche más a fuerza de rayas de merca mal cortada. En un hospital asediado, campo de batalla de chorros y narcos, en el que desaparecen cadáveres, y donde una chica está en coma. Es María del Río. O directamente Río. Y Luna la espera y la extraña, la ama y la rechaza.

Entre transas baratos, cumbia villera, un comisario turbio y un país de zombies, que se viene abajo, Luna transita los días de ese diciembre inolvidable. Un diciembre en el que todo terminó mal.

Novela nocturna —¿siempre es noche para Luna?—, de guardia interminable, de pasillos que devuelven ecos fríos en los días más calientes de nuestra historia cercana, Postales de Río es una novela negra de puta madre. Mucho más negra que cualquiera de esos thrillers que, liviana y pretenciosamente, se adjudican la etiqueta. Más allá de lo que pase con Río, de cómo se resuelvan ciertos entuertos en la villa y con Luna, esta historia es negra porque trata sobre infiernos. No importa la trama, importan los infiernos. Los de adentro y los de afuera. Aquí, en este libro, en cualquier nivel en que lo busquemos encontramos locura y desesperación. Infiernos. Desde el alma hundida de Luna, que alimenta su odio con falopa y pastillas de muestras gratis, pasando por el hospital arrasado, el barrio famélico en la periferia de una ciudad que es la capital de un país en llamas. Del individuo al país, de la Argentina a Luna: un zoom al infierno.

Alguna vez le escuché decir a un escritor amigo que, en el fondo, “todos escribimos sobre el 2001”. Me pareció una visión acertada, tal es la marca que ha dejado esa crisis a una generación. Y la aparición de esta maravilla que es Postales de Río le da la razón. Martín Doria —que además de escritor, es médico y se desempeñó durante mucho tiempo en hospitales del Gran Buenos Aires—, también lo hace. Ubica en el 2001 esta historia densa, dolorosa, durísima. Pura rabia y mugre. Con un lenguaje que ahoga, perfecta herramienta para re-crear el clima asfixiante de aquellos días. Letra negra y potente, Postales es una novela que no tiene nada de divertida pero que yo no pude dejar de leer.

Dice en la contratapa Guillermo Orsi —uno de los jurados de aquel Azabache— que esta novela es un viaje al fin de la noche del que Cèline no habría renegado.

Y, la verdad, no se puede estar más de acuerdo.


6/13

miércoles, 3 de julio de 2013

Cosas que hacen los padres

Ella le contó al ministro la noche en que su padre la había llamado puta. Cómo había estado a su lado en el baño y la había obligado a quitarse el maquillaje con una toalla, jabón y agua. Había llorado mientras él la reprendía y decía que en su casa no. Que no habría ninguna puta en su casa. Fue aquella noche cuando comenzó. Cuando aquello ocurrió dentro de ella. Mientras recordaba los reproches, se dio cuenta de lo que estaba pasando entre ella y el clérigo, porque era un territorio conocido. Le estaba explicando la razón y él quería escucharla. Ellos. Los hombres la miraban, después de que ella hubiese hecho su trabajo, después de que ella hubiese cedido su cuerpo para ellos con manos suaves y palabras acariciadoras, y querían escuchar su historia, su trágico relato. Era algo primitivo. Querían que fuese buena de verdad. La puta con un corazón de oro. La puta que casi era una chica cualquiera. El ministro también lo temía; la miraba fijamente, tan dispuesto a simpatizar con ella. Pero al menos con él, lo otro estaba ausente. Sus clientes, casi la mayoría sin excepción, querían saber si era también algo sexual; buena de verdad, pero también calentona. Su fantasía del mito de la ninfómana. Era consciente de todas estas cosas mientras continuaba su relato.
—He pensado mucho en aquello, porque fue donde todo comenzó. Aquella noche. Incluso ahora, cuando lo pienso, aparece toda la furia. Sólo quería parecer bonita. Por mí misma. Por mi padre. Por mis amigos. Él no quería verlo, sólo quería ver todo lo demás, la maldad. Y luego el tema religioso fue a peor. Nos prohibió bailar, ir al cine, dormir en casa de las amigas o ir de visita. Nos lo reprochaba.
El ministro sacudió la cabeza como si dijese: “Son cosas que hace los padres”.

(Deon Meyer, El pico del Diablo, Barcelona, RBA Libros, 2010, pág 58)