domingo, 19 de enero de 2014

Cómo pasar un buen rato

No era una fiesta que pudiese entender un votante republicano —el dulce aroma de la marihuana en el aire, el ocasional sorbetón de la cocaína, cerveza mexicana helada, buena comida, conversaciones brillantes y risas—, pero a un erudito deconstruccionista parisino quizá le pareciera lo más civilizado que podía darse en América. O por lo menos eso sostuvo el que conocí, que estaba de profesor visitante en la UTEP, la Universidad de Texas en El Paso. En algún punto del camino, afirmaba, los americanos nos habíamos olvidado de cómo se pasaba un buen rato. En nombre de la salud, del buen gusto, de la corrección política a uno y otro extremo del espectro, nos enseñaban a portarnos bien. América se estaba convirtiendo en un parque temático, y no de atracciones, sino más bien una especie de Disneylandia fascista.
—¡Sin pilosidad facial, sin pestañas postizas, no hay diversión! —gritó el francés bajito y luego se precipitó hacia una botella de tequila que llevaba en la mano una mestiza, mezcla de kiowa y chicano, de aspecto duro, tan amenazadoramente cejijunta que parecía que llevaba pintura de guerra a través de la frente.

(James Crumley, El pato mexicano, Barcelona, RBA Libros, 2013)


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