El viejo volvió a levantar la cabeza,
apenas lo suficiente como para mirarlo por sobre los anteojos que se habían deslizado
hacia adelante. Después, sin contestarle, retornó a los papeles: cuidadosamente,
con movimientos tan precisos y delicados que uno no tenía más remedio que pensar
que amaba ese laburo de trampearle a la ley y las fronteras. Habló
mientras dibujaba la C con un rotundo trazo, sin alzar los ojos.
—No digo tanto, aunque algo tenés que
haber cambiado. En otra época no hubieras metido a una mujer en el asunto.
—Yo no la metí, se metió sola.
—Vamos, la gente siempre se mete sola.
Digo que antes la hubieras espantado.
Cairo caminó nuevamente hasta la
ventana y espió hacia la calle. Pero era inútil darle vueltas al asunto para
encontrar alguna explicación convincente: el viejo le había dado en la matadura
y estaba de acuerdo con él: algo tuvo que quebrarse adentro sin que se diera
cuenta; debía estar muy ablandado para aceptar la situación sin corcovear, como
lo estaba haciendo.
—Por ahí es la edad.
Habló en voz baja pero lo bastante
fuerte como para que Salgado lo escuchara. Por segunda o tercera vez desde que
se llevara a la mujer del bulín de Páez pensó en dejarla en banda, en desaparecer
y que la se las arreglara como pudiera. Con Páez o sin él, pero lejos suyo.
La voz de Salgado volvió a llegar
lenta, precisa, verbalizándolo implacablemente.
—Lo peligroso que tiene este negocio es
la costumbre, la ganas de quedarse que agarran a veces, de armar una situación
que te mantenga inmóvil. Y en toda mina está ese riesgo: las mujeres son como
las raíces, Cairo. La mayoría de la gente las necesita porque ayudan a quedarse
quieto. Hay seguridad en una mina, calor: son un rincón húmedo y tibio, un
descanso. Pero vos no podés darte el lujo de descansar.
(Rubén Tizziani,
Noches sin lunas ni soles, Buenos
Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 102)
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