El viejo le agarró el brazo y lo empujó
suavemente hacia la puerta.
—Preocupate por vos —dijo—, que
nosotros estamos bien. Además siempre queda Natale.
No iba a quedar una mierda, y le dio
bronca pensar que el otro se estaba muriendo allá. Bronca por todo: porque se
moría —no importaba de qué manera— y por cómo había vivido. Por cómo habían
vivido las dos y obligado a vivir a esos pobres viejos: con miedo y sobresalto,
eternamente con el corazón en la boca. Esperándolos aunque fuera hasta las
cinco de la mañana; agarrados de la mano en el dormitorio o en la galería más
de una vez, en el verano. Años así, con el temor de que cualquier mañana se los
trajeran dentro de una bolsa. Años yendo a Devoto o a Las Heras, cuidándolos
hasta detrás de las rejas y los paredones. Por eso, ahora que volvía a verlos
igual que entonces, indefensos, cansados de esperar sin ilusiones, mostrando tan
sólo resignación, tristeza y una soledad que volteaba el alma, se preguntaba si
al fin y al cabo había valido la pena. Si no hubiera sido mejor que se
dedicarán otra cosa, mecánicos, torneros o vendedores de galletitas, pateando
los barrios por la mañana. Cualquiera de esos oficios tranquilos y aburridos
que daban para pucherear. Si tanta gente lo hacía, a lo mejor tenía su encanto:
arrancar a la madrugada, con el paquetito del sándwich debajo del brazo, y
volver al atardecer con el Piolín enrollado y el papel dobladito en el bolsillo.
Entre los dos hubieran podido mantener
sin apuro a los viejos, casarse si mal no venía en cuanto tuvieran antigüedad o
unos mangos ahorrados. Tal vez poner un bolichito, un quiosco, una verdulería. ¡Qué
tanto quilombo! Si al fin y al cabo todos los laburos —hasta el de chorro— eran
iguales, porque en todos había que pagar el mismo precio: libertad, sangre,
humillación.
(Rubén Tizziani,
Noches sin lunas ni soles, Buenos
Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 92)
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