Conducía el camión con prudencia, por debajo de la máxima
velocidad permitida. Sabía que se acercaba al final; de un modo u otro, todo
terminaría pronto. Había gente que lo buscaba. Había leído que el ayudante del sheriff, Drake, le seguía la pista. Había
conocido su padre, que tenía su misma edad. Habían tomado una cerveza juntos en
una ocasión, el sheriff y él, una
reunión amistosa, los dos metidos en la misma historia, en el mismo ramo
comercial. A Hunt no le costaba entender que el hombre quisiera echarlo del
negocio y le había dicho que tampoco él tendría reparo en hacer lo mismo.
Pese a todo, lo sintió por el hombre cuando se enteró de
lo ocurrido, el hijo en la facultad, la mujer muerta, facturas del médico y un
hijo preocupándose a tres mil kilómetros de allí. Hunt podía entender aquellas
cosas. Sabía que lo habían pasado mal. Incluso después de enterarse de que el sheriff iba a ir a la cárcel por
contrabandista había comprendido que el hijo nunca llegaría a saber la verdad: que
su padre lo había hecho por él, que de un modo quizá desconcertante y medio
inconsciente, el hombre había creído que era la única forma de salir adelante.
(Urban Waite, El terror de vivir, Barcelona, Ediciones
Urano, 2011, pág 243)
No hay comentarios:
Publicar un comentario