miércoles, 29 de enero de 2014

Que veinte años no es nada

The black box, Michael Connelly


Novela ganadora del premio RBA de Novela Negra 2012, traducida con rigor como La caja negra (esta vez sí que era fácil, muchachos), The black box es la última novela de la serie de Harry Bosch. Es uno de los títulos de RBA que no ha llegado a nuestras costas (al menos en papel, pues por fin van saliendo en versión Kindle algunos de la Serie Negra) así que hubo que recurrir al inglés, de bolsillo.

Como sabemos luego de leer The drop, Bosch continúa trabajando en la unidad de casos abiertos no resueltos. En esta oportunidad lo que hace que se reabra una investigación no es un análisis de ADN sino una pericia balística. En la escena de un crimen de 2003 aparece una vaina que resulta ser de la misma Beretta que se usó para un asesinato de 1992. El arma no está, sólo las vainas y las pericias. Y los veinte años que han pasado desde entonces. Pero para Bosch no importa: él estuvo en aquella escena del crimen, y quedó en deuda. Y ya sabemos que nada detiene a Harry cuando hay de por medio una víctima esperando justicia. En este caso se trata de una joven danesa. En los convulsionados días de los disturbios de 1992, la chica aparece baleada en un callejón. Se llama Anneke Jespersen y es reportera freelance. Pero no aparece su cámara: ¿robada? Aparentemente, un viaje turístico la encontró en Estados Unidos cuando se inician los disturbios. ¿Estaba ahí trabajando, haciendo una nota para un medio alemán? Bosch irá desenredando la maraña, una historia lejana, partiendo desde el arma, para descubrir el verdadero motivo de la presencia de Anneke en la ciudad. Que tiene relación con un episodio que ella vivió, cubriendo la Primera Guerra del Golfo, la de 1991. Y que, desde luego, tiene relación con su propio asesinato.

Bosch comenzará a reconstruir la historia. No olvidemos que estamos en el vigésimo aniversario de los disturbios, y la corrección política imperante vería con muy malos ojos que justo se resuelva un caso de una víctima… blanca. De modo que, una vez más, Harry tendrá que lidiar contra los burócratas del LAPD, llegando incluso a tomarse vacaciones para poder seguir investigando por su cuenta, de manera semi clandestina. Al final, resuelve el caso, que pega unos giros sorprendentes, manteniendo alta la tensión: lo habitual en las historias de Bosch, lo habitual con el oficio de Connelly. Harry continúa su “día a día” en esta novela: avanza su relación con Hannah Stone, crece como padre junto a su hija Maddie, escucha mucho jazz. Pero lo que recordaré en particular de esta novela será el desenlace, en el que Bosch muestra, no por primera vez, su lado más oscuro, y se toma su pequeña revancha personal.

Los “disturbios raciales” de 1992, aquel caos generado cuando la justicia absolvió a los policías que apalearon a Rodney King, dejaron una marca en el autor Michael Connelly, que por entonces trabajaba como periodista. Tan importante fue la marca que no sólo lo ha mencionado en varias entrevistas, sino que le dio peso a aquellos días en la carrera del detective Harry Bosch. Harry, que como Connelly también ama LA, ha recordado con amargura en varias de sus historias aquellos sucesos.

Para sus seguidores, nunca defrauda Bosch. Para los que aún no lo han leído, The black box/La caja negra puede ser una puerta de entrada tan buena como cualquier otra novela de la serie. Porque, como se ha dicho, con la serie de Bosch no es necesario seguir un orden, se puede entrar por cualquier novela. Lo que también debe ser dicho es que, una vez adentro, ya no vas a queres salir…


12/13

domingo, 26 de enero de 2014

El Lúcido y yo

Empecé a llorar. Estaba muy nervioso. Sobreexcitado, diría el Lúcido.
“¿Y mi primo?”, le pregunté.
“¿Y qué pasa con tu primo? ¿Cuántos años hace que no se ven? ¿Alguna vez anduvieron en la mierda juntos? ¿Sabés cuántos tarados en este país tienen un primo guerrillero? No jodás”.
“Tengo miedo, hermano, tengo miedo”, sollocé. “Con cuatro años ya tuve bastante. Ya no quiero hacer cagadas”.
“¿Sabés lo que te pasa? ¿Sabés lo que te pasa, Tomassini? Que todavía no saliste. Te cagaste, Carlitos, te quedaste adentro. ¿Te gustó cuando te rompieron el culo con un palo de escoba? Me estás empezando a dar lástima, Tomassini”.
“La puta madre que te parió, Lúcido”.
“La puta madre que nos parió, sicótico de mierda. No se te van hacer ni los guerrilleros. Son puritanos. Tu primo te quiere tanto como a un montón de mierda. Tiene tanto miedo de saludarse con vos por la calle como vos tenés de encontrártelo en algún bar de putas de lo que frecuentás, boludo. Si te sigue algún cana es porque es de cuarta, bebé. Ya ni lo de Homicidios se acuerdan de vos, todo el mundo sabe que está fuera, Tomassini”.
Me sentí más calmado. El Lúcido estaba más lúcido que nunca.

(Juan Damonte, Chau, papá, Buenos Aires, Punto de encuentro, 2013, pág. 28)


sábado, 25 de enero de 2014

Pibes quebrados

No era muy tarde, pero tampoco había mucha gente en la calle. Una patota de unos siete u ocho adolescentes nos miró al pasar. Estaban vestidos como una imitación de sus compañeros de las películas yanquis, pero con ropa barata de fabricación nacional. No se animaban a llevar el pelo largo porque la policía los arrestaba y se los cortaba al rape. La mayoría de ellos eran informantes de los patrulleros: “¿Quién es ese que se mudó? ¿No vieron gente de afuera? ¿No saben cómo se llama el de la casa esa?”. No eran pibes peligrosos.
No tenían nada qué hacer y no sabían hacer nada. Le decían obscenidades a las muchachas que pasaban, a veces le pegaban una paliza un muchacho de otro barrio, hablaban de autos de fórmula uno y de mujeres que nunca habían tenido. A veces se agarraban a puñetazos con muchachos de otras bandas, pero sin arma blanca y mucho menos de fuego. Ya estaban quebrados.

(Juan Damonte, Chau, papá, Buenos Aires, Punto de encuentro, 2013, pág. 178)


viernes, 24 de enero de 2014

En la quema

—¡Buenos días muchachos! ¿Van para la quema?
Era un negro enorme, alto y fuerte. Tenía cuerpo de boxeador. Muchos de los cirujas eran boxindangas y se entrenaban corriendo atrás de los camiones de basura, arrojándoles los tachos llenos a uno que iba arriba, sumergido hasta lo huevos de mierda, que se los volvía a tirar vacíos. Todo esto con el camión en movimiento.
Yo me quedé callado y avanzó a conversar Tito.
—Buenos días, negro, vamos a verlo al Carozo, a charlar un rato. ¿Estará ahí a esta hora?
—Carozo siempre está ahí, no se mueve nunca.
—A vos te vi pelear en el Almagro Boxing Club, hace como un mes —le dijo Tito.
—¿Ah, sí? —dijo el moreno, divertido— ¿Y qué tal?
—Bien, pibe. Le llenaste la cara de dedos. ¿Por qué no lo tiraste en el cuarto? Ya no podía ni caminar.
—Porque las apuestas estaban parece el sexto, gordo.
Nos reímos los tres.
—El sábado peleo de nuevo. Con un paraguayo. Él dice que es muy bueno, pero yo también, así que no me preocupo.
—¿Pero te estás entrenando? —preguntó Tito en tono paternal.
—¡Claro querido! En este oficio, el que no se entrena termina hablando solo.
—Bueno, vamos a seguir viaje porque ya se nos hizo tarde. El sábado vamos a verte. ¿No, Carlitos? Vamos.
—Seguro, Gordo —le dije—, hace tiempo que no voy al box.
Nos saludamos y seguimos viaje.
—¿Y como sabés que peleó en el Almagro, Gordo?
—Porque lo vi pelear, bolas tristes. Pero quería charlar un rato con él para que se quede tranquilo. Que no vaya pensar que somos tiras, o venimos a robar basura, a llevarnos a alguno de ellos, o a boletearlo. Aunque los tiras no se meten por acá. Ya tienen un convenio. Ellos tiran los muertos y estos otros los queman. Nadie se mete con nadie.

(Juan Damonte, Chau, papá, Buenos Aires, Punto de encuentro, 2013, pág. 149)


martes, 21 de enero de 2014

Carlitos' way

Chau, papá, Juan Damonte

Considero a la lista de imprescindibles de la librería Negra y Criminal una especie de canon. Desde luego, como a todo canon, también a este se lo debe tomar con pinzas. Pero leída gran parte de esa cincuentena de títulos clásicos, debo admitir que tienen bien ganado su lugar ahí. Sin embargo hubo para mí, hasta hace muy poco, un título enigmático entre ellos. ¿Quién era ese Juan Damonte? ¿Cómo puede estar en esa lista un libro de un autor argentino, que no es un autor clásico, un desconocido? ¿De qué va esa novela, Chau, papá, para tener aquella tapa tan pero tan fea? Supe, Google mediante, que Damonte había muerto en México, que esa era su única novela. Que cuando le otorgaron el Premio Hammett 1996 en Gijón, Paco Taibo II había dicho de él que era “un hombre singular y absolutamente desconocido”. No más que eso: Chau, papá quedó como un enigma en mi lista de improbables lecturas futuras. Enseguida me olvidé de ella, y de Damonte.

Hasta ahora, que aparece la Colección Código Negro, dirigida por Rolo Diez y Roberto Bardini. Una colección que, según anuncian, se las trae y que, como cualquier colección, busca iniciarse con títulos potentes: Código Negro elige cuatro, y uno de ellos es Chau, papá. Me tiré de cabeza y lo abrí con la idea de evaluar si era tan “imprescindible” como decían. Pero me bastó leer la primera página para entender que sí, que me falta tomar mucha sopa y que, una vez más, el librero no se equivocaba: no lo largué hasta terminarlo, día y medio más tarde.

La historia es la de Carlos Tomassini, joven integrante de una familia mafiosa de Buenos Aires. La acción transcurre en los días de su cumpleaños número treinta. La dictadura militar está naciendo y, como mandan sus genes, ya matando. Carlitos, que acaba de pasar cuatro años a la sombra, es convocado por su familia. Le comunican que van a invertir en un negocio legal. Que son tiempos de estarse quieto, de ir por derecha. Y que para ello cuentan con él. Un Carlitos sano, sobrio, limpio.

Lo que no es nada fácil porque Carlitos, claro, tiene sus amigos. Y sus asuntos pendientes con Roxana y el Francés, otro que acaba de salir libre. Carlitos se mantiene en pie a base de rayas de coca boliviana y botellas de whisky. Carlitos se desdobla en el Lúcido, y habla solo. Carlitos tiene un primo, el Ruso, que está en la guerrilla, y que no aparece por ningún lado.

Carlitos Tomassini es, en suma, una bomba lista para estallar. Y estalla, a lo largo de los dos días incendiarios que está por vivir.

Chau, papá es un tren imparable que arranca fuerte y no hace otra cosa que acelerar. Una historia cocaínica como la cabeza de Carlitos, y que funciona gracias a todo lo que Damonte pone en juego. O, mejor dicho, a pesar de todo lo que Damonte pone en juego. Porque su apuesta es ambiciosa: pareciera que Damonte intuye que esta será su única novela, porque se mete a contar todo junto. Y sale más que bien parado: nos deja una novela digna de cualquier canon del género.

Porque Damonte logra injertar en un contexto como el de aquellos días negros unos personajes puros del hampa, de los bajos fondos. Y funcionan. Aún cuando incluye un “lugar común” como la famiglia mafiosa italiana —algo raro en Argentina—, su historia funciona. Además, la instalación de la dictadura no se queda en mera descripción ambiental, sino que su terror interviene en el desarrollo de la historia. Y también funciona. Como funcionan las tensiones —esperables, naturales— entre la organización mafiosa y el primo descarriado, oveja negra, metido a revolucionario. Todo eso camina, testimoniando un oficio de rara estatura para un novelista primerizo. Pero el aspecto que más llamó mi atención fue la eficacia con la que el sentido del humor recubre esta historia ultraviolenta. Porque, créanme, hay pasajes francamente hilarantes —especial atención al cocoliche que habla el Nono–, y eso es muy difícil de lograr en una novela como esta, que no da respiro, que es palo y palo. Y no digo más, para no dar pistas sobre el desenlace apoteótico del final. Tira revoque, diría un amigo.

Con los valiosos rescates de Damonte y Tizziani —otro inhallable—, más las reediciones de Argemí y Lunar, Código Negro se planta en nuestro panorama editorial, bajando clara una línea: difundir la buena literatura negrocriminal escrita en castellano, tanto la de los clásicos que ya no están disponibles como la de autores nuevos. Y a precios accesibles.

Los amantes del género, agradecidos, los estaremos esperando con los dientes afilados.

12/13


PD: investigando para este comentario, encontré un texto que describe una anécdota en la que aparece Juan Damonte. No puedo asegurar que sea veraz, pero “cierra” con el autor que imagino, una vez leída su única novela (única publicada, porque parece que hubo otra). Curiosidad al margen, me resultaba familiar el nombre del autor del blog. ¿De dónde? De una final del premio Herralde, la que compartió con Carlos Busqued, cuya novela comenté hace poco por acá. Internet, como el mundo, también es un pañuelo.

domingo, 19 de enero de 2014

Cómo pasar un buen rato

No era una fiesta que pudiese entender un votante republicano —el dulce aroma de la marihuana en el aire, el ocasional sorbetón de la cocaína, cerveza mexicana helada, buena comida, conversaciones brillantes y risas—, pero a un erudito deconstruccionista parisino quizá le pareciera lo más civilizado que podía darse en América. O por lo menos eso sostuvo el que conocí, que estaba de profesor visitante en la UTEP, la Universidad de Texas en El Paso. En algún punto del camino, afirmaba, los americanos nos habíamos olvidado de cómo se pasaba un buen rato. En nombre de la salud, del buen gusto, de la corrección política a uno y otro extremo del espectro, nos enseñaban a portarnos bien. América se estaba convirtiendo en un parque temático, y no de atracciones, sino más bien una especie de Disneylandia fascista.
—¡Sin pilosidad facial, sin pestañas postizas, no hay diversión! —gritó el francés bajito y luego se precipitó hacia una botella de tequila que llevaba en la mano una mestiza, mezcla de kiowa y chicano, de aspecto duro, tan amenazadoramente cejijunta que parecía que llevaba pintura de guerra a través de la frente.

(James Crumley, El pato mexicano, Barcelona, RBA Libros, 2013)


sábado, 18 de enero de 2014

Sustancias

De vuelta al campamento, como siempre después de una gran tensión, me dio una sobrecarga mental, y traté de recuperar el equilibrio químico sin encender ninguna luz y solo con las drogas que tenía a mano. Necesité un par de largas caladas de porro jamaicano para respirar profundamente sin llegar a la hiperventilación. Después, la meta me calmó como si fuese un niño hiperactivo. Una raya de coca me ayudó a centrar la mente. Tres cervezas consumieron parte de la adrenalina. Y media docena de cigarrillos de un paquete que había comprado de camino al campamento dejaron satisfecha mi pulsión de muerte.
Puesto que había perdido más amigos en la edad adulta a causa del tabaco que por las drogas, el alcohol o las balas, me reventaba volver a fumar, pero la tarde no pareció dejarme mucha alternativa. Lo que de verdad me apetecía era un Tuinal y un pelotón de veteranos de la jungla como guardaespaldas. A lo mejor entonces mi corazón dejaría de golpear contra las paredes del estómago. Pero hice lo que pude.

(James Crumley, El pato mexicano, Barcelona, RBA Libros, 2013)


viernes, 17 de enero de 2014

Ser el malo

Cuando le expliqué ese detalle a Jimmy por segunda vez entre siestas resacosas, me dijo:
—No pasa nada, sargento. Ya he sido el malo antes.
—¿Cuándo?
—Cuando volví al mundo, me fui a Haight-Ashbury, en San Francisco, vistiendo el uniforme a propósito, para darles la ocasión de meterse conmigo. Una tía gorda me espetó a la cara que era un asesino de niños. ¿Sabes qué hice? —Negué con la cabeza, incapaz de imaginármelo—. Me saqué del bolsillo una sarta de champiñones chinos, le dije que eran lóbulos de orejas de niño, y empecé a comérmelos. —Jimmy empezó a reírse al tiempo que se iba quedando amodorrado de nuevo—. La puta gorda se cayó redonda, tanto que rebotó en la acera, y luego echó a rodar cuesta abajo por una de esas calles tan lisas y empinadas, como si fuese a rodar hasta perder algunos kilos de peso... Y, no te lo pierdas, unahippy se apartó de la multitud, me echó los brazos al cuello y se puso a llorar... Mi primera esposa, tío, y la mejor de todas... Así que vamos a recuperar a esa tía y a su hijo, y a lo de ser los malos, ya le pueden ir dando...
Cuando se quedó dormido, pensé en revisar mi opinión. Quizás únicamente las personas que seguían la letra de la ley, en lugar del espíritu, pensaran que éramos los malos. Hacía bien poco, había caído en la cuenta de que la letra de la ley era el signo del dólar, y su espíritu un pálido reflejo de lo que fue.

(James Crumley, El pato mexicano, Barcelona, RBA Libros, 2013)


lunes, 13 de enero de 2014

Siempre en la ruta

El pato mexicano, James Crumley

En este camino de la lectura uno se va construyendo sus fanatismos. Yo tengo varios, y uno de ellos es Crumley. Eso significa que voy a leer cada libro de Crumley que aparezca en castellano (e incluso alguno en inglés). Ya lo sé, es así, una de mis pocas certezas. Y “que aparezca” no significa necesariamente que esté a mi alcance. Se sabe que lo que RBA edita en España casi nunca cruza el Atlántico a salvo. Pero también se sabe que para un lector que busca un libro es suficiente con que el libro exista en algún rincón del mundo…

Así que aquí estoy, recuperándome de la lectura de otra historia del viejo Sughrue. Después de la imprescindible El último buen beso, llega esta novela, publicada 15 años más tarde. Y ya les digo: no se queda atrás en absoluto. Si aquella comenzaba —¡memorable!— en un bar con un bulldog alcohólico tomando cerveza junto a su dueño, esta arranca con Sughrue y su amigo el abogado Solly Rainbolt, afuera del bar Infierno Rugiente, bajo la ventisca otoñal que cubre la noche de Montana. Chupan tequila del pico, aspiran metanfetamina, discuten sobre la música de Hank Snow. Sughrue conecta entonces la gramola y ambos se retiran unos metros a mirar. Sí, a escuchar, pero también a mirar: porque la gramola está sobre las vías del tren, y aquello que se acerca es el de las 3:12 a Spokane, “con su brillante faro delantero como un latigazo a través de la maldita noche nevada”.

Así de desmesuradas son las historias de Sughrue. Porque así de desmesurado es Sughrue. El viejo C.W. Sughrue, el borracho que trabaja a tiempo parcial en la barra de un bar. El mismo que acepta el encargo de los mellizos Dahlgreen, dos freaks que, además de traficar armas de guerra, venden peces tropicales. Sughrue tendrá que recuperar dos peces impagos que se quedó un motero peligroso llamado Norman el Anormal, a la sazón, conocido de C.W.. Y, como una cosa lleva a la otra, cuando va a visitarlo, Norman le pedirá ayuda para ubicar a su madre perdida, la mexicana Sarita. Norman cree que la tiene cautiva un millonario texano, Joe Pines. Y allí ya está rodando una historia tan disparatada como violenta, que atraviesa verticalmente los Estados Unidos, desde Montana hasta Nuevo México, con una trama un tanto compleja que involucra a narcos mexicanos y a pozos de petróleo y a bellas mujeres secuestradas. Al FBI y la DEA. Y la estatuilla de un ave, más cercana y menos glamorosa que el famoso halcón de Malta. Todo en una “road story” desquiciada que C.W. Sughrue recorrerá con Frank y Jimmy, los amigos que conserva de Vietnam, siempre armados, siempre colocados, siempre al mango. Siempre románticos.

Pasear por la modesta entrada de Wikipedia que se ocupa de Crumley es sorprenderse con los buenos premios, y los conceptos de los críticos, y su costumbre de meterse en los Top de lo que sea. Es cierto que Crumley vendió muy pocos libros mientras vivía. Una vez que lo he leído, no me extraña en absoluto, la verdad. Y más allá de que lo lamento por él, porque merecía haberse ganado unos buenos mangos en vida, debo confesar que un poco me alivia: me afirma que la cosa funciona como imagino que funciona. Porque si hubiese vendido mucho, no sería este Crumley. Y apuesto a que sigue igual de invendible (lo que agrandaría el valor del rescate que hace RBA de parte de su obra, a la vez que explicaría por qué El último buen beso llegó a esta Buenos Aires de saldos): su desmesura, su “outlaw attitude”, su poesía triste y dura lo dejan afuera de lo que hoy “demanda el mercado”.

James Crumley es un autor al que me gusta imaginar caminando por el borde. Esquivando a los que quieran molestarlo o encasillarlo. Un autor más allá de todo. Y mucho más, de este género negro pasteurizado de hoy, ese caldo tibio en el que flotan forenses sagaces y árticos serial killers, apto para señoras con muchas tardes libres y debilidad por los finales felices.

James Crumley va más allá de todo eso. Va para clásico.

Traducción: Antonio Iriarte Jurado


12/13