martes, 29 de abril de 2014

La mirada de Toni

El Cuquita alargó la mano y Silverio se la estrechó.
—Encantado, Cuquita.
—Mucho gusto… ¿Quiere usted tomar algo?
—¡Un sol y sombra, Cuquita, y no vayas a ser tacaño, eh! —exclamó Calixto.
—¡No te he preguntado a ti, Calixto! —se dirigió a Silverio—: ¿Le apetece algo, caballero?
—Nada, gracias.
—¿No quiere usted un cafelito?
—No, ya he tomado.
Desapareció tras una puerta tapada con una cortina. Silverio lo siguió con la mirada. Luego se fijó en Toni, que parecía distraído barajando las cartas. Llevaba veinte años sin tratarlo... Bueno, veinte no, exactamente diecinueve. Durante todo ese tiempo lo había visto varias veces. En la agencia de Draper y en el Burbujas hablando con su madre... Pero sólo habían intercalado saludos distantes. Y se extraño, pensaba encontrarlo más viejo, más acabado: un hombre que había pasado los cincuenta de sobra, todavía sin engordar, ancho de hombros, vistiendo un traje antiguo y muy usado, pero planchado y con apariencia de limpio. Y como siempre, sin corbata.
Silverio lo vio levantar la mirada de las cartas y fijarla otra vez en él. Una mirada que no quería decir nada, o muchas cosas, según cómo se interpretara. En todo caso, la mirada de un hombre tranquilo y seguro de sí mismo. Un hombre que había visto bastantes cosas.

(Juan Madrid, Bares nocturnos, Barcelona, Edebé, 2009, pág 109)


lunes, 28 de abril de 2014

Prosopopeya

El viejo Draper levantó la cabeza. 
—O sea, que de comunista nada, ¿verdad? 
Nasti de plasti. La única actividad fuera de no ir a clase, beber cerveza, visitar discotecas y esnifar coca es la de intentar tocar la guitarra en ese grupo que te señalo ahí.
—¿De dónde habrá sacado la madre eso de que es comunista?
—A lo mejor por dejarse el pelo largo. Vete tú a saber. De todas maneras, ya sabes cómo es esa gente.
—¿Tampoco es anarquista?
—Tampoco, ya te digo. Durante los diez días que lo seguí no hizo otra cosa que lo que consigné. Y luego están las conversaciones que mantuve con él, en el retrete de la discoteca La Marabunta, mientras se metía rayas de coca.
—Bueno, pero debes poner un poquito más de prosopopeya, no hubiera ido mal, ya sabes.
—¿Qué entiendes tú por prosopopeya, Draper?
—Joder, un poquito más de cuento. Tiene que dar la impresión de que te ha costado mucho trabajo conseguir la información. Tal como lo has escrito da la impresión de que ha sido cosa fácil. La gente es muy peliculera con esto de los detectives privados. El cine y la tele nos hacen mucho daño, están jodiendo la profesión. Tenemos que justificar la pasta que nos pagan.
—¿Ah, sí? Pero yo soy un escritor realista, Draper.
—Déjate de coñas, Silverio, haz el favor. Sé lo que me digo.
—Bueno, vale. Retócalo a tu gusto. No te cobraré derechos de autor.

(Juan Madrid, Bares nocturnos, Barcelona, Edebé, 2009, pág 95)


jueves, 24 de abril de 2014

Queremos tanto a Juan

Bares nocturnos, Juan Madrid

Cada tanto me viene bien un viaje a Madrid. Los lectores de este blog lo saben. Y esta vez es un viaje al Madrid del comienzo de la crisis. El creador del gran personaje que es Toni Romano nos planta en medio de una historia en la que vuelve a visitar todos sus tópicos de interés y, como es su práctica habitual, también varios viejos personajes.

La historia la vive Silverio San Juan, el hijo de Juanita San Juan. Silverio es un muchacho joven que ya ha estado en la cárcel, y actualmente trabaja como cobrador de morosos para la conocida Agencia Draper. Corren los primeros años de la crisis, y los últimos de un Madrid bohemio que desaparece. Como resultado de ambas circunstancias y de la especulación inmobiliaria, el Burbujas, bar nocturno que pertenece a la madre de Silverio, debe apagar sus últimas luces: lo desalojan. A menos, claro, que Juanita y su socia Catalina logren juntar una pila de euros como para comprarlo…

En esos días llega clandestinamente desde África un cargamento de diamantes robados. Los recibe un militar retirado, exintegrante de un cuerpo de élite de los tantos que arrasan el continente negro, masacrando a su propia gente y a las organizaciones humanitarias que trabajan allí. Uno de sus guardaespaldas en España, antiguo guardia civil, filtra el dato de las joyas, y a alguien se le ocurre un plan: recuperar esos diamantes —por aquello de los cien años de perdón, tal vez— para una ONG que podría con ese dinero reconstruir un hospital en aquel lugar. Una monja bastante liberal recurre a su padre, preso y moribundo, y este lo llama a Silverio, por su antigua experiencia robando habitaciones de hotel. El plan, en apariencia sencillo, más la necesidad apremiante por el cierre del Burbujas, resultan una tentación demasiado fuerte para Silverio.

Cualquiera que haya leído la obra de Juan Madrid coincidirá conmigo en que, además de ser uno de los tres o cuatro autores más importantes del género en nuestro idioma, es un romántico incorregible. Como tal, vuelve, con romántica obsesión, una y otra vez a sus temas de siempre: la crisis, la corrupción de los poderosos, la Madrid de otros tiempos, poblado de personajes derrotados pero puros, corazones limpios en un ambiente sucio. Un mundo que ya no es: Juan Madrid, nostalgia pura, es, por lejos, el más tanguero de los escritores españoles del género. Tal vez no sea un estilista, un cultor de la prosa bella, pero es un escritor con tanto oficio, tanta efectividad y economía, que uno respira en sus historias esos ambientes turbios, algo cutres, de putas, garitos, tabaco y garrafón. Esos ambientes en los que se mueven miserables que se van sin pagar las copas de las chicas, o que trampean en partidas de cartas. Todos personajes que, como Juanita y Catalina, también están siendo desalojados, desahuciados, de un mundo en el que ya no tienen cabida.

Como es su costumbre, en Bares nocturnos Juan Madrid vuelve a mezclar personajes de sus otras historias. Algunos menores como Juanita y Catalina, o como los Draper, padre e hijo, dueños de la agencia en la que trabaja Silverio. Pero también su personaje más grande, Toni Romano, aparece en esta historia. Lateralmente, desde luego, al punto tal de que no puede considerarse a Bares nocturnos como una novela de la serie de Toni. Pero su aparición es importante, más cuando la historia la protagoniza su hijo. Porque claro, a esta altura, y aunque nadie quiera hablar mucho del tema, todos sabemos que Silverio es hijo de Toni. ¿Todos? Bueno, no todos: lo ignora el propio Silverio, aunque algo sospecha. Y esa tensión, que se viene manteniendo a lo largo de las últimas historias de Toni, es un empuje narrativo, que va en paralelo a cualquier trama. La relación, larga en el tiempo pero distante, entre Toni y Juanita, el pasado de ella y su oficio de “alternadora” en el bar, la soledad actual de Toni, son los ladrillos con los que Juan Madrid viene edificando esa relación viril entre dos tipos duros y secos como Silverio y Toni, para que el lector la lea en términos paterno-filiales.

Este ejemplo, la relación entre Toni y Silverio, pinta claramente uno de los “ganchos” por los que funciona la literatura de Madrid: siempre busca un efecto en el lector. Aun cuando la trama gire alrededor de un robo, o denuncie los efectos de la crisis o la podredumbre moral de los poderosos o lo que sea, Madrid nunca pierde de vista la persecución de ese efecto, un propósito de involucrar sentimentalmente al lector con sus personajes y sus escenarios. De hacerlo cómplice.

La construcción de esta complicidad del lector —con el autor, con los personajes— es un truco tan antiguo como efectivo. Y Madrid lo sabe. Será por eso, o porque es romántico, o tanguero, que lo queremos tanto.

3/14


Seguí pinchando: De Madrid vas a encontrar varios comentarios, todos buenos, en este blog. Tanto de una o dos novelas de Toni Romano, como de alguna otra que no es de la serie.

domingo, 20 de abril de 2014

Guía espiritual

Decidió ponerse hablar, que era lo que mejor hacía. Le dijo que había oído casos como el suyo, en que una persona estaba tan confusa y asqueada por algo que había hecho, por algún pecado terrible que había cometido, que empezaba imaginarse cosas. Caramba, había leído historias de gente, gente normal y corriente, alguna prácticamente analfabeta, que estaba convencida de que era el presidente o el papa o alguna estrella famosa de cine. Aquella clase de gente, le avisó Teagardin con voz triste, solía terminar en el manicomio, violada por los conserjes y forzada a comerse sus propios excrementos.
Lenora ya había dejado de sollozar. Se secó las lágrimas con la manga del vestido.
—No entiendo de qué me habla —le dijo—. Estoy embarazada de usted.
El levantó las manos y soltó un suspiro.
—Eso forma parte del problema, dice el libro: la confusión. Pero piensa en ello. ¿Cómo podría ser yo el padre? Yo jamás te he tocado, ni una vez. Mírate. Tengo una esposa en casa que es cien veces más guapa que tú y que está dispuesta hacer todo lo que le pida, y me reafirmo en lo de todo.
Ella levantó la vista con expresión perpleja.
—¿Me está usted diciendo que no se acuerda de todas las cosas que hemos hecho en su coche?
—Te estoy diciendo que debes de estar loca para entrar en la casa del Señor y decir estas inmundicias. ¿Te piensas que alguien va a crearte a ti en vez de a mí? Soy un predicador. —Joder pensó, plantado allí y mirando a aquel adefesio lloroso de nariz roja, ¿por qué no se había esperado hasta que llegara la chica de los Reaster? Pamela había resultado tener el mejor polvo que había echado desde su primera época con Cynthia.
—Pero usted es el padre —dijo Lenora con voz suave y aturdida—. No ha habido nadie más.
Teagardin volvió a mirarse el reloj de pulsera. Se tenía que liberar rápidamente de aquella moza o bien iba a echarle a perder la tarde entera.
—El consejo que te doy, chica —dijo, pasando a un tono bajo y amenazador—, es que encuentres una manera de sacarte eso de dentro, es decir, si es cierto que estás preñada como dices. Si te lo quedas, no será más que un pequeño bastardo hijo de una puta. Aunque sea solamente por el bien de esa pobre vieja que te ha criado y que te trae todos los domingos a la iglesia. La vas a matar de la vergüenza. Y ahora sal de aquí antes de que causes más problemas.
Lenora no dijo una palabra más. Miró la cruz de madera que colgaba de la pared de detrás del altar y se puso en pie.


(Donald Ray Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona, Libros del Silencio, 2012, pág 262)

sábado, 19 de abril de 2014

Autoestopistas

A lo largo de los últimos cuatro años, Carl había llegado a la conclusión de que no había nada como los autoestopistas, y últimamente las carreteras andaban repletas de ellos. Llamaba a Sandy «el cebo», y ella a él lo llamaba «el tirador», mientras que ambos llamaban a los autoestopistas «los modelos». Aquella misma noche, al norte de Hannibal, Missouri, habían engañado, torturado y matado a un joven recluta en una zona boscosa infestada de humedad y mosquitos. En cuanto lo habían cogido, el chaval les había dado amablemente barritas de chicle Juicy Fruit y se había ofrecido para conducir un rato si a la señora le hacía falta descansar.
—No llegará ese puñetero día —dijo Carl, y Sandy puso los ojos en blanco por el tono insidioso que a veces usaba su marido, como si creyera que él era una clase de escoria mejor que la que encontraban en los márgenes de la carretera. Siempre que se ponía así, a ella le venían ganas de parar el coche y decirle al pobre idiota que iba en el asiento de atrás que se escapara mientras todavía tenía la opción. Uno de aquellos días, solía prometerse a sí misma, iba a hacer exactamente eso: dar un buen frenazo y bajarle los humos al Señor Importante.


(Donald Ray Pollock, El diablo a todas horas, Barcelona, Libros del Silencio, 2012, pág 106)