lunes, 22 de septiembre de 2014

Encontrando a un fugitivo

Desde la puerta comprendió lo que pasaba, no había necesidad de mirar, pero se sintió atraído por el espectáculo, como atraen los accidentes de carretera a los viajeros que circulan por ella y se acercan con el mismo miedo morboso a lo que pueden ver. En el pasillo sonó un teléfono. Durante unos instantes formó parte del paisaje, enfermeras y médicos peleándose por la jeringuilla de adrenalina, conmoción, el traqueteo del carro de reanimación cardiopulmonar. Se sintió eclipsado, el resultado manifiesto ya, el futuro decidido. Volvió a ser consciente del teléfono. No sabía cuánto tiempo llevaba sonando, pero comprendió que en la planta no había nadie para responder. Se dirigió al mostrador, pasó el brazo sobre listón del borde, descolgó y dijo ¿sí?
Una breve pausa. Luego:
—Me gustaría conocer el estado de la muchacha que ingresaron hace un par de días, con sobredosis.
Drake miró por el pasillo, ahora vacío, y no oyó más que la voces apagadas del personal y las señales de las constantes vitales del aparato instalado en la habitación de la chica.
—Tomaré nota de su mensaje —respondió Drake, sintiéndose idiota pero buscando un bolígrafo de todos modos.
—No —repuso la voz—, no hace falta, sólo quería preguntar. ¿Pueden decirme cómo se encuentra?
Algo en la voz, una aspereza, como quien hace gárgaras con piedrecillas.
—¿Hunt? —preguntó Drake.
—¿Perdón?
Una pausa.
—No cuelgue. Conocí a su esposa hace unos días.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Hunt.
Drake apenas podía creérselo.
—La conocí hace unos días. Yo buscaba quien me diera clases de equitación. Fue antes de que supiéramos nada de usted.
—¿Qué saben de mí ahora?
El ayudante del sheriff se lo dijo.
—Yo era el que estaba en las montañas —le informó—. Está usted metido en un buen lío, Hunt. Más de lo que imagina.

(Urban Waite, El terror de vivir, Barcelona, Ediciones Urano, 2011, pág 254)


sábado, 20 de septiembre de 2014

Padre y sheriff

Conducía el camión con prudencia, por debajo de la máxima velocidad permitida. Sabía que se acercaba al final; de un modo u otro, todo terminaría pronto. Había gente que lo buscaba. Había leído que el ayudante del sheriff, Drake, le seguía la pista. Había conocido su padre, que tenía su misma edad. Habían tomado una cerveza juntos en una ocasión, el sheriff y él, una reunión amistosa, los dos metidos en la misma historia, en el mismo ramo comercial. A Hunt no le costaba entender que el hombre quisiera echarlo del negocio y le había dicho que tampoco él tendría reparo en hacer lo mismo.
Pese a todo, lo sintió por el hombre cuando se enteró de lo ocurrido, el hijo en la facultad, la mujer muerta, facturas del médico y un hijo preocupándose a tres mil kilómetros de allí. Hunt podía entender aquellas cosas. Sabía que lo habían pasado mal. Incluso después de enterarse de que el sheriff iba a ir a la cárcel por contrabandista había comprendido que el hijo nunca llegaría a saber la verdad: que su padre lo había hecho por él, que de un modo quizá desconcertante y medio inconsciente, el hombre había creído que era la única forma de salir adelante.

(Urban Waite, El terror de vivir, Barcelona, Ediciones Urano, 2011, pág 243)


martes, 16 de septiembre de 2014

El terror a las contratapas

El terror de vivir, Urban Waite

Resulta que uno encuentra el libro de un autor del género. Va y se dirige a la contratapa. Entre frases laudatorias de un peso pesado como el Rey Stephen o de un autor exquisito como Daniel Woodrell aparecen las expresiones “ritmo trepidante” y “no da respiro”. Encuentra también que al autor se lo compara “unánimemente” con Cormac McCarthy. ¿Qué se supone que uno debe hacer? ¿Comprar o dejar pasa el libro? No importa tanto la decisión final: lo importante, lo primero, es desconfiar. Sospechar. Hacer que el lector que llevamos dentro mantenga a raya al consumidor, ese monstruo ya inoculado y siempre al acecho. Una lección que uno nunca termina de aprender.

Estamos en el noroeste de los Estados Unidos, cerca de la frontera con Canadá. Un cincuentón y exconvicto llamado Phil Hunt se dedica, con su esposa Nora, a la cría de caballos. Refuerza sus ingresos transportando cocaína a través de bosques y montañas. Él y su nuevo ayudante, un chico, van con los caballos cargados cuando un tipo surge de los árboles y los apunta con un rifle. Es Bobby Drake, ayudante del sheriff. Suele andar por ahí, investigando ese contrabando. Que es su manera de entender a su propio padre, antiguo sheriff y actualmente preso por este mismo delito. Se producen disparos, pero Hunt —un “excelente jinete” a los ojos de Drake— logra escapar sin la droga. Bobby sólo detiene al chico que, como sabe demasiado, morirá en la cárcel rápidamente.

La DEA se lleva a Bobby y a su esposa a Seattle. Son ahora testigos que necesitan protección. Mientras tanto, con la droga perdida, los capos del negocio contratan a Grady, un psicópata cuchillero, para que encuentre a Hunt y lo mate. Aunque primero lo debe usar para introducir desde Canadá a una chica vietnamita que trae en el estómago heroína encapsulada. Hunt comenzará una loca carrera, perseguido por la policía y por Grady, en la que luchará hasta el final por salvar a la mula y reunirse con su mujer antes que el asesino.

Esta trama de persecusión, aunque trillada, aún podría resultar atractiva. Sin embargo, falla. Y por varios aspectos (sin contar aquello de la contratapa). En primer lugar, los personajes cliché. El asesino Grady, malo de maldad pura, no termina de lograr volumen. Es chato. Provoca más irritación que miedo (estaría bueno, ya que lo citan tan livianamente a McCarthy en la contratapa, ver cómo su Chigurh se come crudo a este Grady en dos mordiscos). Como contrapartida, Hunt y Drake son los hombres en esencia buenos, cuyas vidas se han torcido por circunstancias que les fueron un poco ajenas (una lejana muerte casi accidental, el primero; un padre policía y delincuente, el segundo). Sus esposas, Nora y Sheri, son sus anclas, sus cables a tierra, las que encarnan la certeza redentora del sueño americano, de la vida en paz de los hombres de bien en una casa con porche y cerveza fría en la nevera… No es casual que, en medio de toda la maraña de esta trama, Drake y Hunt, perseguidor y perseguido, “males menores”, terminen casi trabajando juntos contra el “mal mayor” de Grady y sus jefes.

Pero hay más. Entiendo que es difícil “cerrar” una trama con tantas aristas. O por lo menos engañar (en el buen sentido) al lector para que las cierre él. Pero lo que Waite hace en un par de ocasiones es forzar la máquina hasta el límite. Parafraseando a Chandler, “se lo sienta a Dios en el regazo”. Va un ejemplo. Drake inquieto y aburrido, encerrado por la DEA en un hotel del centro. Sale a caminar. Va al hipódromo. Ve entrenar a los caballos. Pregunta a un trabajador por alguien con quien hablar de equitación. Uno piensa: “muy bien, se mete en tema, empieza a indagar en el ambiente, buscando al “excelente jinete” que se le escapó en el bosque. Bien, Drake. Sagaz”. El tipo del hipódromo le recomienda un rancho cercano. “Gracias, amigo”. Se sube a su coche y llega al lugar. Hay una mujer que responde a sus consultas. ¿A que no saben quién es? ¿No? ¡Sí! Es Nora, la esposa de Hunt. O sea: al primer lugar que cae es a la casa del tipo que recién está empezando a perseguir. Sea o no vital para la trama el encuentro, ya es una vinculación que supera mi capacidad de “suspender la incredulidad”. Dios es empleado de Waite. Me puse de mal humor.

El otro obstáculo que le veo es la traducción. Sé que es polémico juzgar una traducción. Sin tener a mano el texto en idioma original —algo que rara vez sucede—, es difícil decir qué tan buena o mala es. Sin embargo, uno ya detecta ciertos “ruidos”. Uno típico es el vocabulario. El mío no es especialmente amplio pero si debo recurrir mucho al diccionario en un best-seller de este tenor, ya sospecho. Me inclino a pensar que detrás del traductor se esconde un “escritorcito juguetón” que intenta asomar la cabeza. En El terror de vivir el amigo Antonio-Prometeo Moya me incomodó con “estafermo”, “zurrir”, “marjal”, “ribazo”, “bramante”, “racheada”, “tabaleo”, “escuchimizado”, además de con las expresiones “fibra vítrea” o “papeles” por papers (modo informal de llamar al periódico). Too much, Tony.

Traducción: Antonio-Prometeo Moya


6/14