Con la caja bajo el brazo, echó una
mirada el cadáver. Nadie se extrañaría por la ausencia de Velma. Aquellas
chicas, en ocasiones, desaparecían durante muchos días, semanas enteras.
Incluso, alguna vez, no regresaban nunca. Y, por supuesto, no habría una madre,
un padre o un hermano que se preguntaran donde andarían. Aparte del personal
del club, solo si tenían las unas a las otras.
Así que, antes de marcharse, se
permitió un pequeño gesto de piedad: metió un par de periódicos viejos en una
olla, les prendió fuego y los puso junto a la ventana abierta. Después se
marchó, llevándose la caja de zapatos. Su auto acababa de arrancar cuando dos o
tres viandantes se detuvieron y señalaron la ventana de la que surgía la
columna de humo. Rudy sabía que ese método nunca fallaba: la gente no acude
cuando alguien pide auxilio, pero se alarma enseguida si sabe que hay fuego.
Es lógico: si están matando a tu vecino, será mejor que mantengas el pico
cerrado, pero si su casa arde también puede arder la tuya.
(M. A. West, El viento y la sangre, Barcelona, Navona,
2013, pág 61)