viernes, 2 de enero de 2015

Violencia não tem fim

El seminarista, Rubem Fonseca

De vez en cuando la vida pone en mis manos un libro de Fonseca. Y cada vez me digo lo mismo: ¿cómo puede ser que esta literatura pase a mi lado, mientras yo navego, indolente, por las aburridas mesas de novedades, perdiendo la mirada en debutantes, descartables aprendices consagrados por una industria a la que le importa poco la literatura? Será tal vez un mecanismo inconsciente que ordena dosificar, para que cuando ya no haya nada nuevo por leer, aún nos quede un libro de don Rubem en el que buscar refugio. Es que uno debe andarse con cuidado en esto: la de Fonseca es una obra llamada a perdurar, pero también una especie en peligro de extinción, muy difícil de hallar por estas pampas. El Seminarista es su última novela, aparecida en 2010.

El narrador es el Especialista. Su nombre es José, o Zé. El tipo es un asesino a sueldo. Recibe los encargos del Empresario, y hace su trabajo con el mayor  profesionalismo. Sin rencores, sin ensañamiento (salvo justificadas excepciones), sin saber nada de sus víctimas, a los que llama “clientes”: disparo a la cabeza, y a otra cosa. Así es la rutina de José, que un día nota una “flojera”, una especie de sentimiento de culpa, lo peor en un matador profesional. Cuando cree que quizás sea hora de dejar el oficio, entiende que no es fácil que el oficio lo deje a él. Los encargos del Empresario siguen llegando, y en el medio, José conoce a la bella Kirsten. Él, que siempre ha renegado de las mujeres, se enamora, imagina futuros, y todos son lejos de la profesión.

José es, además de profesional, un hedonista, amante de la lectura, el rock y las armas. De su paso por el seminario, le quedan las citas latinas, las lecturas del Antiguo Testamento, y algunas amistades peligrosas —una de ellas lleva el maravilloso nombre de Sangre de Buey— que aparecerán en una trama enredada de asesinatos, tortura, traiciones, un disco con información confidencial. José queda en medio de esa trama, y ya no se trata sólo de salirse del oficio, sino de salvar su vida, la de Kirsten, su futuro.

La violencia omnipresente en El Seminarista es la misma que hemos leído, como una marca registrada, en toda la literatura de Fonseca, sea negra o no tanto.  La violencia que es a la vez emergente y sostén de una situación que asigna a cada individuo un rol específico: el asesino, su víctima, el pobre, el rico, el varón, la mujer. Es la violencia que resulta, por lo tanto, la ordenadora del mundo.

La voz de José —un personaje de una agudeza inusitada, en permanente reflexión sobre el Bien y el Mal—, es la herramienta que construye Fonseca para llevar al lector también a las emociones profundas. Cuando José habla de libros, de poetas, de su bella Kirsten, es imposible no recibir una inyección de esa triste embriaguez tan carioca (*). No obstante, a no confundirse: la acción, plagada de diálogos y en un estilo cortante y seco, avanza veloz a través de las poco más de 140 páginas excelentes.

Hay algo en que los editores no se equivocan: hay mercado y hay lectores, y no siempre son conjuntos coincidentes. Es así, Fonseca no es para todos. Pero si estás leyendo este comentario, amigo, es muy probable que no seas como todos. Mi consejo es que estés atento y revuelvas lo que sea para encontrarte con cualquiera de sus viejas ediciones en Norma, o alguna más reciente como las de Cuenco de Plata o la chilena Tajamar. A menos que estés en España, donde RBA ha rescatado estos cuatro libros suyos que, como es usual, nunca llegarán a estas costas.

Traducción: Basilio Losada

9/14

Seguí pinchando: podés encontrar un comentario a otro libro de Fonseca, el volumen de cuentos titulado El Cobrador, pinchando aquí. ¿Qué otro te puede interesar? Por el nivel de violencia, por el profesionalismo de su protagonista, por las citas cultas, en algún momento vino a mi cabeza el recuerdo de Drive, de James Sallis, un autor no tan lejano al universo de Fonseca. Podés ver comentarios aquí y aquí.


(*): disfrutá de la hermosa cadencia de la voz aguardentosa del propio Fonseca, leyendo el comienzo de El Seminarista:

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