Me levanté, la tomé de las muñecas, la
arranqué limpiamente de la cama y la solté. Cayó de cara y dejó escapar un
grito. Uno de sus pies se había enganchado en la colcha; al caer, la arrastró,
y en su contorsiones de dolor, la fue enroscando alrededor de su cuerpo. Se
había partido el labio superior y cuando se dio cuenta, intentó cubrirse la
cara con las manos; pero para entonces ya la colcha la apretaba firmemente y
ella, en su borrachera y su confusión, la apretaba cada vez más.
Manoteé la colcha, di un tirón,
levanté a Glenda del piso y la trompeé en pleno costillar. Dejó de gritar
porque no podía hacerlo y respirar al mismo tiempo. Revoleaba los ojos
enloquecida, sin saber muy bien lo que pasaba. La arrastré fuera del dormitorio
hasta encontrar el baño. La empujé a través del umbral, la así por la nuca y la
metí de cara en el agua de la bañera. Pero como tenía los brazos sujetos
por la colcha, se fue hacia adelante hasta hundirse totalmente. Un golpe de
agua salpicó una de las paredes laterales, inundó uno de mis zapatos y me mojó
los pantalones. Me incliné sobre la bañera y la saqué. La colcha se desprendió
y se extendió por la superficie del agua que quedaba. La rodilla de Glenda
chocó contra el borde de la bañera; abrió la boca con un rictus de dolor pero
no gritó. Una vez que estuvo de pie la senté en el borde de la bañera y
sujetándole las muñecas con una mano dejé la otra libre.
—Bueno. Ahora. Dime lo de la película.
Su cabeza se balanceaba de lado a lado. Tenía la mirada perdida. La abofeteé.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 120)
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