Teníamos que recorrer catorce kilómetros
en bicicleta, pero valía la pena. El Río ancho, tres kilómetros en algunas
partes, y las orillas siempre estaban desiertas; y nos gustaba más en el
invierno, cuando el viento soplaba bajo el ancho cielo gris y nosotros, bien
arropados, caminábamos a largos trancos a contra viento y sacábamos de repente
la escopeta para apuntar a la nada.
Fueron los mejores momentos que tuve
muchacho. Solo con Frank, a la orilla del río. Pero eso fue antes de que
empezara a detestarme, a odiarme por mi falta de escrúpulos.
Tampoco yo rebosaba, precisamente, de
amor fraterno antes de abandonar el pueblo.
Pero él siempre con esa cara de asco,
como si todo lo que yo hiciera fuese una mierda. Siempre dándole la razón a Pa,
aunque rara vez habría la boca. Pero me lo hacía entender por la forma en que
me miraba. Quizá por eso lo odiaba alguna veces: me daba cuenta de lo bien que creía
conocerme. Bueno, tenía razón. ¿Y qué c...? No había ninguna necesidad de que
se portase como se portaba. Cuando me empezó a odiar, yo era la misma persona
que había sido antes. Solo que había aprendido unas cuantas cosas. Y el que él no
viera esas cosas como la veía yo, eso era todo lo que le importaba de mí.
Cuanto menos se hablara de mí y conmigo, tanto mejor. No entendía que las
peloteras que se me armaban con papá se debían casi siempre a la forma en que
Frank me trataba.
Ahora, todo eso era historia antigua.
Tan muerta como Frank. Ya no había nada que hacer. Pero había algunas cosas que
yo podía arreglar. Aunque sólo fuera en memoria del pasado.
(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo
Editor de Buenos Aires, 1974, pág 18)
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