A las dos y media de la mañana llego al Manila.
El gimnasio queda enfrente de Plaza Once, en un sótano
mugriento y oscuro. Está abierto las veinticuatro horas y en cualquier horario podés encontrar gente.
La luz blanca alumbra las paredes de simple revoque gris.
El olor a transpiración —el de este momento y el acumulado después de años de
cuerpos haciendo sombra y tirando guantes— cubre el sótano con su perfume agrio
y violento.
Camino bajo la mirada sospechosa de cinco o seis pintas
que no me conocen y se mantienen en guardia hasta que saludo a Telmo, el mayor
de los gitanos.
Es la primera vez que entro acá sin el Chato, pienso.
El Gitano Chico, Jesús, está haciendo guantes con el
Africano, un negro grandote y duro como una caja de caudales. El Africano habla
poco y en un español primitivo, plagado de monosílabos, Nadie sabe qué
historias o qué pesadillas lo trajeron hasta esta ciudad, en el culo del mundo.
Pero no importa mucho. El pasado no es importante en el Manila. Lo único que
hace la diferencia ahí es querer arrancar de cero y saber pelearla, y el
Africano sabe.
Telmo me saluda con la toalla en la mano, lista, por si el
Africano se ceba.
El Gitano Chico se mueve alrededor del negro como si
estuviese bailando, pega y sale rápido, siguiendo las indicaciones de su
hermano, pero no va a ser suficiente. Cuando el Africano lo encuentre con dos
golpes en la cabeza y un gancho, el asunto estará liquidado. Antes de verlo
desparramado en la lona, Telmo da por terminada la pelea de un toallazo.
(Kike Ferrari y
Juan Mattio, Punto ciego, Buenos
Aires, Vestales, 2015, pág 110)
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