Los edificios de Besźel eran de ladrillo y yeso, todos
coronados por una de las chimeneas familiares que me miraban fijamente, formas
humanamente grotescas que llevaban ese arbusto por barba. Hace algunas décadas
esos lugares no habrían tenido ese aspecto tan derruido: habrían sido más
ruidosos y la calle habría estado llena de jóvenes oficinistas vestidos con
trajes oscuros y de supervisores que venían de visita. Detrás de los edificios
que se levantaban el norte había astilleros industriales y, más lejos, un
meandro del río donde los muelles que una vez bulleron de actividad eran ahora
esqueletos de hierro que yacían allí como en un cementerio.
Por aquel entonces la zona de Ul Qoma con la que compartía
ese espacio era tranquila. Ahora se había vuelto más ruidosa: los vecinos
habían ido cambiando económicamente en oposición de fase. El comercio de Ul
Qoma repuntó cuando la industria que dependía del río desaceleró su crecimiento
y ahora había más extranjeros caminando sobre los adoquines desgastados que
habitante de Besźel. Los tugurios que se derruyeron y que una vez fueron almenados
y lumpenbarrocos (no es que lo viera: los desví escrupulosamente pero aún así
reparé algo en ellos, ilícitamente, y recordé los estilos por la vieja
fotografías), habían sido restaurados y ahora eran galerías y pequeñas empresas
recién creadas con el dominio .uq.
Me fijé en los números de los edificios locales. Se
alzaban entrecortados, intercalados con la otredad de espacios extranjeros.
Aunque en Besźel la zona estaba muy poco poblada, no era así al otro lado de la
frontera, por lo que tuve que esquivar y desver a muchos jóvenes y elegantes
hombres y mujeres de negocios. Sus voces me llegaban apagadas, como un ruido
cualquiera. Ese desvanecimiento auditivo llega después de años de entrenamiento
besźelí. Cuando llegué hasta la fachada alquitranada frente a la que me
esperaba Corwin junto a un hombre con cara de no estar muy contento, nos
quedamos de pie en una zona casi desierta de Besźel rodeados de una muchedumbre
ajetreada a la que desoíamos.
(China Miéville,
La ciudad y la ciudad, Madrid, La
Factoría de Ideas, 2014, pág 55)
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