En mi imaginación, Sariska se burló de mí cuando me di la
vuelta para mirar esa ciudad de luces nocturnas y esta vez miré y vi su ciudad
vecina. Ilícito, pero lo hice. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Había tanques
de gas que no debería ver, anuncios de habitaciones que colgaban sujetos de
unos marcos esqueléticos de metal. En la calle, al menos uno de los peatones (lo
sabía por la ropa que llevaba, por los colores, por la forma de andar), no
estaba en Besźel, y lo miré de todas formas.
Dirigir la mirada a las vías del ferrocarril que estaban a
unos cuantos metros de mi ventana y esperé, como sabía que ocurriría en algún
momento, hasta que apareciera un tren. Mire a través de la ventanas iluminadas
que pasaban a toda velocidad y a los ojos de los escasos pasajeros, de los
cuales solo unos pocos me vieron a mí y se quedaron alarmados. Pero
desaparecieron deprisa por encima de la unión de los grupos de tejados: fue un
crimen fugaz, y no por su culpa. Puede que ni siquiera se sintieron culpables
durante mucho tiempo. Puede que no recordaran esa mirada. Siempre quise vivir
en un lugar donde pudiera ver trenes extranjeros.
(China Miéville,
La ciudad y la ciudad, Madrid, La
Factoría de Ideas, 2014, pág 51)
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