Antonio Trigo (el marica agredido) entra en el bar de la Pepi
y se sienta en la parte de la barra en la que siempre suele sentarse: está vez
se pide un té con limón y mira los bollos que hay en el mostrador: no sabe si
pedirse un cruasán o esperar ya la cena: suena el runrún de la televisión:
alguien que llega después va diciendo que a los dos chavales que trabajan en la
ferretería (los que atacaron a Antonio) los han encontrado en una orilla del
río con sendos balazos en el ano: Antonio Trigo da un sorbito a su té con leche
y decide que sí, que se tomará un cruasán. Maximiliano Luminaria salía del
hospital a las tres de la mañana cuando (precisamente cerca del barrio del
canódromo) se encontró (en un portal) a un hombre que estaba en cuclillas,
encogido, llorando desesperadamente: se acercó a él para preguntarle qué le
pasaba y se dio cuenta de que ir al señor Mondelo: le puso una mano en el
hombro, le dijo que él era el doctor Maximiliano Luminaria y lo tranquilizó:
estuvieron hablando en el portal más de quince minutos y después el doctor
Maximiliano Luminaria lo convenció para que pasara la noche en su casa. Marcelo
Saravia llama por teléfono a Cara de Rata y le dice que una de las rumanas ha
intentado escaparse otra vez: le dice que consiguió alcanzarla en el bosque
pero que la hija de puta tenía un espray de pimienta y casi lo deja ciego: le
dice que después se recuperó y que volvió a perseguirla: le dice que la alcanzo
otra vez y que le soltó una bofetada y que: no sé, se debió de dar en la cabeza
con una piedra, porque la puta de ella se ha quedado seca, joder: Cara de Rata
dice: ¿está muerta?: Marcelo Saravia responde que sí: al otro lado del teléfono
Cara de Rata resopla y piensa: luego dice: esto no le va gustar nada al Montenegrino:
y añade: joder, ¿tú sabes cuánto dinero le hace perder esto? Dicen que los cundas nacieron de los taxistas jubilados
a los que no les llegaba la pensión para mantener a la familia, pero no es
cierto: el cunda nació en el descampado
de los gitanos del barrio de Carabanchel cuando César Ugarte vio cómo cientos
de yonquis llegaban caminando para comprar droga: después supo que llegaban de
todos los rincones de Madrid y se le ocurrió que él podría traerlos: aparcaba
en Cibeles y montaba a los yonquis de cuantro en cuatro: no arrancaba hasta que
el coche estaba lleno: todo los yonquis debían pagar la misma cantidad.
(David Llorente,
Te quiero porque me das de comer, Barcelona,
AlRevés, 2014, pág 209)