Punto ciego, Kike Ferrari y Juan Mattio
Un día de 1996, duro año en el centro del segundo
menemato, el periodista Darío Tizziani vuelve de visitar a su madre en el
psiquiátrico. Vuelve como vuelve siempre: desanimado, impotente, triste. Pero
este día se encontrará con un llamado de su amigo el Chato. Lo cita para el
mediodía siguiente. El Chato, que conserva los códigos de los años de
clandestinidad, no dice para qué. Solo dice “necesito verte”. Suficiente para
Darío, que le debe mucho a su amigo y jefe en Panorama, el diario en el que ambos destapan los asuntos más turbios
de los más turbios años de la historia argentina reciente.
A pesar de haber quedado en un bar, Tizziani finalmente encuentra
al Chato en la redacción de la revista. En la bañadera, con un agujero de bala
en el estómago. El lugar está dado vuelta, y todo lo que Darío puede llevarse
es un par de pistas del contestador automático. La voz de una chica es el
comienzo de esta historia en la que, buscando aclarar lo que le pasó al Chato, Tizziani
va a encontrarse con mucho, mucho más. Una trama ultra compleja, costura que
vincula dos planos paralelos que, en esta historia, en toda historia, se
necesitan mutuamente. Se nutren.
El primero, el plano social. Punto ciego bosqueja el mapa tétrico de la Argentina de aquellos
años (y de antes y después y hoy): la podredumbre policial, que desaparece pibes;
las chicas atrapadas en las redes de trata; los poderosos que manejan los hilos
de las fuerzas-marionetas de seguridad; fábricas tomadas; el activismo sindical
boqueando en un mundo de flexibilización salvaje.
El segundo, el plano privado, la novela familiar de Darío
Tizziani. La trama transcurre en un imaginario suburbio bonaerense llamado
Brixton (*). Allí, un apellido inglés, Lower, aún pisa fuerte. Encarnación del
Poder en su expresión más pura, Lower es como una sombra que todo lo toca, que
todo lo moldea y lo contamina. Incluyendo al propio Darío, y a la locura de su
madre. Mucho más que lo que él mismo quisiera saber.
Sobre una trama tan ambiciosa como eficaz, Ferrari y
Mattio construyen un universo en el que convocan todas sus obsesiones. Dan testimonio
de una visión del mundo. Con una prosa corta, seca, deudora de la más negra
tradición de la novela negra ponen a jugar el drama familiar oscuro a la manera
de Macdonald, las tensiones de clase de una sociedad, la vigorosa corrupción
del poder y de sus perros de presa, la apropiación de los cuerpos, la lealtad
de los amigos, la música y los libros como el único aire que todavía se puede
respirar. El personaje de Darío, que es también narrador —que alterna con
otro, omnisciente— es el investigador que exige la novela negra a la argentina:
no un detective, no un policía, sí un periodista. Y uno de la periferia, nunca
del centro del poder. Pero Tizziani —nombre que, como absolutamente todos los
nombres de la novela, no es gratuito— tiene otra particularidad: no tarda en
entender que es a la vez el investigador y el sujeto investigado. Un camino de
transformación que parte de la necesidad de cumplirle a su amigo el Chato y terminará
iluminando los rincones más oscuros de su propia vida. Esos que ni él mismo,
nunca, se ha animado a mirar.
Dialogando con el canon del género, Mattio y Ferrari dan a
luz este Punto ciego, para instalarlo
en lo más alto del prometedor catálogo de Vestales (**). Siempre reivindicando
sus orígenes de poeta uno, de cuentista el otro (origen que se reconoce en la
última línea de la novela), son a partir de este libro algo más que los amigos
férreos de siempre (como el Chato y el Negro, como el Chato y Darío, familia
que no se elige): ahora también son un efectivo novelista de cuatro manos.
4/15
(*): nota para lectores extranjeros, que tal vez no sepan
que Buenos Aires es la metrópolis desde la que se ramificaron los ferrocarriles
ingleses a finales del siglo XIX. A la
vera de esas vías se instalaron los constructores británicos y sus familias, y
sus colegios e instiuciones. De ahí que en nuestros suburbios existan
localidades de flemáticos nombres british
como Banfield, Hurlingham, Temperley, William Morris.
(**): A pesar de lo que diga don Alonso de Cartagena,
citado por el editor en la última página, el libro podría tener menos erratas.