domingo, 30 de diciembre de 2012

Bronceado Milagroso


—Parece claustrofóbico —dijo Bix—. Como meterse en un ataúd y cerrar la tapa.
—Para nada —dijo Madeline—. Damos gafas pequeñas para cubrir los ojos y sólo se está allí unos ocho minutos, en el nivel de potencia de bronceado que uno elija. Es mucho más placentero que cocerse al sol del caluroso verano.
—Quizás me gustaría más este tipo de bronceado que el del rociador. Se aprovecha mejor el dinero.
Mientras ella y Madeline conversaban sobre diferentes tipos de bronceado, Bix continuó avanzando por el pasillo e intentó sutilmente abrir algunas puertas, pero estaban cerradas con llave. Del otro lado de la tercera puerta oyó a una mujer que gemía. El gemido era fuerte e inconfundible.
Madeline se dio cuenta de que el policía estaba oyendo algo, así que se acercó rápidamente y dijo:
—No podemos molestar a los clientes, oficial. Por favor, sígame y le enseñaré…
—Ahí dentro hay alguien gimiendo —dijo Bix—. Una mujer.
—Tal vez se ha quedado dormida y está soñando —dijo Madeline—. De veras, debo…
—¿Y eso no es peligroso? —dijo Ronnie, intercambiando miradas con Bix—. ¿Qué alguien se quede dormido bajo esas lámparas de bronceado?
—Se apagan automáticamente —dijo Madeline, y ahora tenía a Ronnie cogida por el brazo e intentaba hacerla avanzar por el pasillo.
Entonces oyeron a un hombre que, desde esa misma habitación, exclamaba:
—¡Házmelo, nena!
—¿Tiene la llave? —dijo Bix.
—Yo… yo… iré a buscarla —dijo Madeline, paresurándose hacia la recepción.
Ronnie le guiñó un ojo a Bix y tocó suavemente a la puerta, diciendo:
—¡Hey! ¡La policía está aquí! ¡Separaos e iros a habitaciones distintas, deprisa!
Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y un hombre regordete que estaba desnudo salió corriendo llevando su ropa en las manos. Vio a los uniformados y dijo:
—¡Ay, Jesús! —Y dejó caer la ropa, con el pene erecto apuntando directamente hacia Ronnie.
Dentro de la habitación, una empleada de dieciocho años que llevaba perforadas las cejas, la nariz y un labio, y vestía únicamente una camiseta de Bronceado Milagroso, intentaba subirse los pantalones cortos, que tenía atascados en la cadera.
—Sólo intentaba decirle que se había acabado su tiempo de bronceado —se excusó—. ¡De veras!
Mientras Bix pedía una unidad de apoyo por la radio, Ronnie señaló el pene del hombre y dijo:
—Espero que se haya puesto suficiente líquido bronceador en esa cosa, señor.

(Joseph Wambaugh, Cuervos de Hollywood, Barcelona, Mosaico bolsillo, 2011, pg 261)

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