Mátalos suavemente, George V.
Higgins
Otra
de las pocas (demasiado pocas) novelas de Higgins traducida al español, Mátalos suavemente tal vez les suene por
la película que se estrenó el año pasado. No tuve oportunidad de verla aún. Y
ahora me encuentro en una encrucijada. Es que soy de la idea de que los libros
son mejores que las películas. Y en este caso apostaría a que no se rompe la
regla de oro: la película tendría que ser una obra maestra para superar a esta
novela. De modo que, con semejante prejuicio, ¿debo verla? Ya lo resolveré más
adelante. Por ahora, déjenme intentar contarles por qué no deberían perderse
este libro.
La
trama es lo de menos. En Boston, ciudad en la que Higgins vivió y trabajó como
abogado y en la que ambienta todas sus novelas, dos perdedores salen de la
cárcel y, contratados por otro como ellos, organizan el robo a una timba. El
que lidera esa timba, un tal Markie, ya se había “auto robado” un par de años
atrás. Y con éxito. Para los tres ladrones este es el pilar más sólido del
plan: todas las miradas apuntarán a Markie, ¿o no? No. Por la misma razón por
la que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, nadie cree que Markie lo
haya vuelto a hacer. De modo que los dueños del garito contratan a Jackie Cogan,
un asesino a sueldo que trabaja con el viejo Dillon, para que averigüe quiénes
dieron el golpe.
Como
en Los amigos de Eddie Coyle, aquí
también Higgins monta su novela sobre los diálogos de los personajes. Diálogos
que a veces son un cruce veloz, un repiqueteo de preguntas y respuestas y
monosílabos exactos, y otras veces son un intercambio de largos monólogos entre
esas máquinas parlantes que son siempre los “personajes Higgins”. Esto es lo
más maravilloso que tiene esta novela, y créanme que es muy maravilloso. Tan maravilloso y mágico es lo que logra Higgins con
los diálogos —pintar, construir, insuflar vida a sus personajes— que ya no sé
si es recomendable “estudiarlo”, “buscarle el truco”: por momentos pienso que
no vale la pena. Que Higgins es el mago del estilo directo, del indirecto, del indirecto
libre, de todo: es el puto amo del diálogo. Y como tal, posee alguna especie de
secreto indescifrable para el resto de los mortales. Así que tal vez lo mejor
sea despojarse de cualquier pretensión de escritor y leer como lectores: entregarse al goce de una
lectura que vuela y que suena. Que sean o no las voces reales del bajo fondo,
poco importa, como poco importaba en Los
amigos… No es un valor documental lo que uno debe buscar en un libro como
este. Al menos lo que yo busco es que
me divierta. Y en ese sentido, estoy más que satisfecho.
De
todas formas, mientras leo, hay una pregunta que me resulta difícil evitar.
¿Cómo sería el funcionamiento de la cabeza de Higgins? Voces y voces y voces
rebotando, y un autor desesperado por grabarlas en el papel con urgencia, con
desesperación, intentando que no se le escapen de la cabeza, en medio del ruido
de los teclazos de una máquina de escribir siempre lenta. Sin detenerse a
describir nada, sólo bajar las voces a papel, ahí, en tiempo real.
De
modo que los amantes de los diálogos y las escenas vivas, vengan a Higgins a
respirar aire fresco. Es un antes y un después. Ahora, si sos otro tipo de
lector, si te gustan las largas y detalladas descripciones, si apreciás y
disfrutás con las tramas precisas, redondas, con los finales sorpresivos que te
dejen con la mandíbula caída, no parece que Higgins vaya a ser tu autor
preferido. Pero justamente por esa razón, tal vez te convenga leerlo. Mejor
dicho, tal vez sea absolutamente necesario
que lo leas.
Y
sí, ya lo he decidido: voy a ver la película.
Traducción (excelente, pero españolísima):
Magdalena Palmer
4/14
Seguí
pinchando: si tenés interés en Higgins, acá en el blog hay más de él. ¿Qué te
interesan otros autores con su estilo? Y bueno, el gran maestro de los
maestros, Elmore Leonard, confeso admirador del abogado de Boston.