viernes, 30 de mayo de 2014

El barrio de las máquinas parlantes

Mátalos suavemente, George V. Higgins

Otra de las pocas (demasiado pocas) novelas de Higgins traducida al español, Mátalos suavemente tal vez les suene por la película que se estrenó el año pasado. No tuve oportunidad de verla aún. Y ahora me encuentro en una encrucijada. Es que soy de la idea de que los libros son mejores que las películas. Y en este caso apostaría a que no se rompe la regla de oro: la película tendría que ser una obra maestra para superar a esta novela. De modo que, con semejante prejuicio, ¿debo verla? Ya lo resolveré más adelante. Por ahora, déjenme intentar contarles por qué no deberían perderse este libro.

La trama es lo de menos. En Boston, ciudad en la que Higgins vivió y trabajó como abogado y en la que ambienta todas sus novelas, dos perdedores salen de la cárcel y, contratados por otro como ellos, organizan el robo a una timba. El que lidera esa timba, un tal Markie, ya se había “auto robado” un par de años atrás. Y con éxito. Para los tres ladrones este es el pilar más sólido del plan: todas las miradas apuntarán a Markie, ¿o no? No. Por la misma razón por la que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, nadie cree que Markie lo haya vuelto a hacer. De modo que los dueños del garito contratan a Jackie Cogan, un asesino a sueldo que trabaja con el viejo Dillon, para que averigüe quiénes dieron el golpe.

Como en Los amigos de Eddie Coyle, aquí también Higgins monta su novela sobre los diálogos de los personajes. Diálogos que a veces son un cruce veloz, un repiqueteo de preguntas y respuestas y monosílabos exactos, y otras veces son un intercambio de largos monólogos entre esas máquinas parlantes que son siempre los “personajes Higgins”. Esto es lo más maravilloso que tiene esta novela, y créanme que es muy maravilloso. Tan maravilloso y mágico es lo que logra Higgins con los diálogos —pintar, construir, insuflar vida a sus personajes— que ya no sé si es recomendable “estudiarlo”, “buscarle el truco”: por momentos pienso que no vale la pena. Que Higgins es el mago del estilo directo, del indirecto, del indirecto libre, de todo: es el puto amo del diálogo. Y como tal, posee alguna especie de secreto indescifrable para el resto de los mortales. Así que tal vez lo mejor sea despojarse de cualquier pretensión de escritor y leer como lectores: entregarse al goce de una lectura que vuela y que suena. Que sean o no las voces reales del bajo fondo, poco importa, como poco importaba en Los amigos… No es un valor documental lo que uno debe buscar en un libro como este. Al menos lo que yo busco es que me divierta. Y en ese sentido, estoy más que satisfecho.

De todas formas, mientras leo, hay una pregunta que me resulta difícil evitar. ¿Cómo sería el funcionamiento de la cabeza de Higgins? Voces y voces y voces rebotando, y un autor desesperado por grabarlas en el papel con urgencia, con desesperación, intentando que no se le escapen de la cabeza, en medio del ruido de los teclazos de una máquina de escribir siempre lenta. Sin detenerse a describir nada, sólo bajar las voces a papel, ahí, en tiempo real.

De modo que los amantes de los diálogos y las escenas vivas, vengan a Higgins a respirar aire fresco. Es un antes y un después. Ahora, si sos otro tipo de lector, si te gustan las largas y detalladas descripciones, si apreciás y disfrutás con las tramas precisas, redondas, con los finales sorpresivos que te dejen con la mandíbula caída, no parece que Higgins vaya a ser tu autor preferido. Pero justamente por esa razón, tal vez te convenga leerlo. Mejor dicho, tal vez sea absolutamente necesario que lo leas.

Y sí, ya lo he decidido: voy a ver la película.

Traducción (excelente, pero españolísima): Magdalena Palmer

4/14


Seguí pinchando: si tenés interés en Higgins, acá en el blog hay más de él. ¿Qué te interesan otros autores con su estilo? Y bueno, el gran maestro de los maestros, Elmore Leonard, confeso admirador del abogado de Boston.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Huida al Golfo de los arruinados

Galveston, Nic Pizzolatto

La aparición de True Detective, serie sobre la que ya se ha hablado mucho, tal vez demasiado, me golpeó de tal manera que quise saber más sobre su autor, Nic Pizzolatto. No tenía esperanzas de encontrar alguna obra suya traducida al castellano, y no la encontré. Sí pude conseguir en inglés su primera novela, Galveston, en formato e-book.

Roy Cody, alias Big Country, es el narrador de la historia. Lo conocemos con 40 años, en 1987, saliendo del médico con un pésimo diagnóstico para sus pulmones. Una muy mala noticia. Casi tan mala como enterarse de que su novia se está acostando con su propio jefe, Stan Ptitko. Roy trabaja para Stan como matón multipropósito: cobranzas, seguridad, esas cosas. Justo ese día, Stan le encarga un trabajo, con la curiosa instrucción de que vaya a cumplirlo sin llevar armas. Roy sospecha: va al lugar, pero con un par de fierros escondidos. No se equivocaba: luego de un tiroteo en el que se carga a varios, salva la vida y escapa. Se lleva unos papeles que parecen importantes. Y se lleva a Rocky, una prostituta adolescente que estaba prisionera en el lugar. Huyen desde Lousiana a Texas. En el camino pasan por la casa de Rocky —miseria extrema, historial de abuso paterno— y la chica suma a Tiffany, su hermanita de apenas tres años.

Escondidos en un motel de muy mala muerte, en Galveston, Texas, lleno de perdedores de todo tipo, Roy se debate entre abandonar a las chicas y seguir su (corta) vida solo, o entregarse a la mirada dulce de la pequeña Tiffany y pelear un poco más para torcerle el brazo al destino. En esos días cae en la tentación de visitar a su exmujer, nueva y felizmente casada, solo para que ella le eche en cara la clase de basura que él siempre fue. Entonces Roy decide redimirse. Con información que surge de aquellos papeles robados intenta un chantaje a Stan para dejarles algo a las chicas antes de pasar a mejor vida. La operación termina de la peor manera para Rocky y para Roy.

El narrador Roy cuenta todo esto veinte años más tarde. Por lo visto, ha sobrevivido al cáncer, al alcohol y a una condena en la prisión de Angola. Vive con su perro, en la isla de Galveston, entre viejos borrachos como él y pescadores de cangrejos que esperan la furia del huracán Ike. Y se entera de que alguien lo está buscando. No tarda en confirmar que es aquella violenta historia la que vuelve a saltarle a la cara.

Desde lo estilístico hay que decir que Galveston es una historia muy bien escrita. Al menos, es lo que me pareció al leerla en su idioma original (quisiera ver lo que un buen traductor sería capaz de hacer con ella). Su prosa es pulida, de bellas descripciones, al estilo de James Lee Burke y James Sallis, quienes, casualmente o no, son vecinos geográficos de Pizzolatto (y vecinos en el estante del southern noir). Sin embargo, se nota que es la primera novela del joven Nic. Manchada con los lugares comunes de la trampa, la fuga, la prostituta virginal, rescatada de su vida tortuosa, etc., la historia se hamaca entre el relato negro duro de la huida, y la historia de redención de Roy Cody. Por suerte, Nic no va al fondo, y hay algunos clichés que nos ahorra (por ejemplo, Roy no se enamora ni reafirma su virilidad madura acostándose con la joven Rocky). Pero aspectos buenos también hay varios. Los diálogos, pura escuela norteamericana. La voz de Cody está bien lograda, al igual que la construcción de los personajes del motel en el que paran los fugitivos. Esa fauna de desclasados que integran las hermanas solteronas, el extraño matrimonio de Nancy —dueña del establecimiento y ya de vuelta de todo— y su exmarido Lance —que, aunque ex, vive ahí y hace desayunos a la parrilla para todos—, el ladrón y chantajista novato Tray, son una comunidad hermanada por la falta de horizontes, último refugio en el que brillan chispas de algo parecido al amor. Ellos, y la omnipresencia del paisaje desolado, de rutas ardientes y refinerías petroleras que brillan en la noche del Golfo son lo mejor de la novela.

Galveston es una historia de huida y redención. Aún con sus falencias de debut, deja vislumbrar la promesa de buen autor que es Pizzolatto, y que ya comenzó a confirmar con la primera temporada de su inolvidable serie (*).

4/14

(*): hay quien ha encontrado en Galveston antecedentes de algunos elementos otra vez presentes en True Detective. El interesante artículo, acá.

Guiño: hay un personaje secundario, un buen hombre que le dio trabajo al joven Roy, se llama Harper Robicheaux. Podría ser el primo de Dave, el detective creado por James Lee Burke, y que también anda por la zona. ¿Un homenaje a autor admirado?


Seguí pinchando: Como se dijo más arriba, Nic Pizzolatto podría considerarse el primo menor de “Los Tres Jaimes”, de quienes aquí hay reseñas publicadas: James Lee Burke, James Sallis (en especial la serie de Lew Griffin), James Crumley (y lo sumo a Daniel Woodrell, por qué no). Date una vuelta por cualquiera de ellos.

lunes, 12 de mayo de 2014

La textura del mundo

Nunca has oído una sirena hasta que sabes que te está buscando. Entonces la oyes de veras y sabes lo que es y entiendes que el hombre que la inventó no era un hombre, sino un demonio del infierno que juntó y mezcló ciertos sonido de un modo que te paraliza y te descompone. Si estás sentado en el living, oyes una sirena y un ruido pequeño y solitario y solo tienes que aguantarlo hasta que se desvanece. Pero cuando te persigue, es la textura del mundo. Lo oyes hasta que te mueres. Te desgarra como si un torno te taladrara un nervio y se expande mientras te perfora. Me alegra no tener que volver a escuchar otra sirena. Me alegra que nadie más vuelva a cazarme y que haya terminado con las fugas y el ruido de las sirenas que me persiguen.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 167)

domingo, 11 de mayo de 2014

Puntería de ama de casa

—¿Alguna vez disparaste una de estas, nena?
—No, pero debe ser como apuntar con el dedo.
—Así es. Dicen que por eso, cuando lees la noticia de que un ama de casa le disparó al marido, el tipo no se levanta más. Las mujeres no complican los disparos con cosas raras. Un ama de casa suele tener mucha práctica en apuntarle al marido con el dedo cuando llega tarde por la noche. Y cuando se irrita de veras y usa una pistola en vez del dedo, le pega donde duele.
—Yo no soy ama de casa.
—No, pero tienes algunos síntomas.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 124)

sábado, 10 de mayo de 2014

Razones para no ser un caballero

Fue a la cocina y se preparó un trago fuerte. Estaba casi rojo de bourbon. Lo llevó al diván y se sentó, y el cordel volvió oscilar.
—Tim, no vuelvas a portarte como un caballero —dijo al rato—. Como cuando estábamos en el jardín y te apunté con la manguera. Me dio ganas de vomitar al verte goteando y sonriendo como si te hubiera hecho un favor. Por amor de Dios, no te conviertas en un caballero.
—No temas. Por otra parte, ¿no estás abusando del trago? Creí que eras la chica de los contrastes. Una vez me dijiste que beber era como hacer el amor, tenías que abstenerte un tiempo para disfrutarlo.
Río entre dientes.
—¿De veras dije eso?
—De veras.
—Volviendo a lo del caballero... —Agitó el vaso—. Quiero que quede bien claro. Puedo aguantar cualquier cosa menos a un caballero. He pasado mucho tiempo con ellos, demasiado, y sé por qué lo caballeros son lo que son. Deciden ser así después de probar todas las cosas reales sin lograr nada. No lograron nada con las mujeres. No lograron plantarse con firmeza y actuar como hombres. Así que se volvieron caballeros. No lograron ser individuos, y una mañana se dijeron: “¿Qué puedo ser que no me cause problemas y no signifique nada, pero aún así haga que todos me admiren?”. La respuesta es sencilla. Sé un caballero. Tómate la vida con calma, llora para tus adentros, y con la voz bien modulada.
Encendí un cigarrillo y soplé el humo contra la palma de mi mano, mirando cómo se achataba y se propagaba a la luz de la lámpara. No dije nada.
—Un caballero es un felpudo que ya no raspa la suela —rezongó Virginia—. Míralos a veces. Incluso usan ropa de felpudo: lanuda.
Sonreí. Recordé la lana Harris. Sin duda esa mujer sabía algo sobre lana Harris.
Puso el trago en el piso y se alejó del diván, todo en un movimiento fluido, y luego me besó y pensé que me arrancaría cada mechón de pelo de la cabeza. La alcé y la llevé por el comedor y por el oscuro pasillo que conducía al dormitorio del fondo. La punta de sus sandalias raspaban el empapelado del pasillo con un susurro.
La arrojé en la cama y ella sonrió. Dediqué las tres horas siguientes a demostrar que no era un caballero ni tenía intenciones de serlo.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 95)