lunes, 30 de junio de 2014

Alta fidelidad (noir)

Yo fui Johnny Thunders, Carlos Zanón

En Barcelona, en un barrio alejado del centro, un hombre maduro vuelve a la casa de su padre. Trae sus mejores intenciones para el futuro: conseguir un trabajo, recuperar a su hijo. Trae también su pasado de noches, drogas y rock´n´roll. En suma, casi como cualquiera que vuelve a casa de los viejos. Pero el problema con este hombre es que son dos hombres: Francis y Mr. Frankie.

Mr. Frankie fue un habitante de los riffs furiosos y de los lavabos tóxicos. Una vez reemplazó en el escenario al decadente exguitarrista de los New York Dolls. Esa fue la vez que Mr. Frankie fue Johnny Thunders. Eran los años en que la vida podía reducirse a frenéticas canciones de tres minutos y a polvos apurados en autos o en rincones pegajosos. El país de las jeringas. Vivir rápido, morir joven.

Pero ahora Francis es un tipo de casi cincuenta. Alguien que gritaba no future, desorientado en un future que nunca esperó. Y se encuentra solo, en un barrio en ruinas, con un padre que lo detesta y un hijo que se niega a verlo. Con sus amigos caídos, o quemados para siempre (*) entre jeringas, botellas y motos sin control.

Francis es un hombre que ha cometido dos veces el mismo error. La primera cuando, en aquellos años, se fue de su barrio chato, gris, detrás del sueño de ser Mr. Frankie, crear buenas canciones y gozar de mil groupies. Y la segunda ahora, cuando vuelve a ese mismo barrio. Un regreso que no puede ser más que fracaso. Dos veces el mismo error: el que nace de la idea equivocada, de la posibilidad inexistente de algunas huidas. Francis no termina de darse cuenta de que nunca pudo ni podrá irse de su barrio, porque su barrio es el que le dio la identidad. Y de ese barrio amplio —que es geográfico pero también musical, familiar y social, es decir, histórico—, nadie puede escapar. Se lo lleva por siempre en la mochila, amigo Francis.

La narración va y viene, con flasbacks de aquel pasado musical bello, brillante, de los greatest hits de la vida de Mr. Frankie, a esta desesperación opaca de hoy. Un universo de ahogo, de bingos tristes y migajas inservibles, animado por personajes no menos grises a quienes la crisis tiene agarrados del cuello. En ese panorama desolador, sin oportunidades, todos terminarán arrastrados por una catarata de violencia y destrucción. Y entre ellos, el pobre Francis/Mr. Frankie, que se enfrentará a solas a un chute que, sabe, bien podría ser el último.

Yo fui Johnny Thunders es la tercera novela que Carlos Zanón publica en la Serie Negra de RBA, algo que a esta altura puede resultar curioso a los pegadores de etiquetas. ¿Dónde está el detective? ¿Cuál es el crimen, el negocio turbio, la denuncia? Eludiendo todos esos clichés, Zanón entrega otra vez una historia negrísima que es más tragedia urbana que mero thriller y que es la más personal —no me animo a decir autobiográfica— de las historias suyas que he leído.

Con la impecable, potente, poética prosa que le conocemos de sus obras anteriores, Carlos Zanón vuelve a escribir sobre —cuándo no— el amor. El amor a la música, a una época, a una geografía de barrio humilde. Y sobre todo el amor a los sueños incorrectos, indebidos. A los sueños nunca cumplidos.

A los sueños que permanecen así, sueños.

4/14

(*): Uno de estos personajes secundarios es Álex Dalmau. ¿Suena conocido? Efectivamente, es el mismo de Tarde, mal y nunca. Su hermano Epi “se metió en un buen lío” y está en Quatre Camins. “El mes pasado lo dejaron salir para casarse con la Tiffany”.


Seguí pinchando: Hay más de Carlos Zanón acá y acá. Con ninguna de sus tres novelas, que confirman una verdadera narración negra de una ciudad y una época, te vas a arrepentir.

domingo, 22 de junio de 2014

Un gallego en Buenos Aires

Cuando el otro llegó ya había sacado un fajo del bolsillo y separado un billete de cinco mil. Lo tenía en la mano, como para que lo viera, pero sin tendérselo: la mano apoyada en la mesa, al lado del vaso vacío, con las cinco lucas entre los dedos.
—¿Conoce a Ana?
El gallego lo miró con cara de bruto sorprendido a mitad de camino, justo cuando iba decirle que no tenía cambio.
—¿A quién?
—Ana. Una rubia alta, de pelo largo; la vi por aquí hace menos de dos meses.
—Con esos datos... Vienen tantas...
—Esta tomaba jugo de naranja.
—Todas son abstemias, no tienen vicios chicos. ¿Qué le parece?
¿Qué le iba a parecer? Agarró el papelito de arriba de la mesa y se fijó cuánto marcaba. Guardó el billete en el bolsillo mientras se paraba; tiró uno de quinientos y salió pensando que algo andaba mal en este país: faltaban ambiciones, agilidad mental. En cualquier novela o película, y hasta en cualquier serie roñosa de televisión, mozos, mucamas, caseros, encargados, conserjes, porteros, son tipos ligeros, vivos, gente que no bien ve el billete tira el manotazo y hay que escondérselo antes de que se lo lleve, mirarlos con cara de decir: primero largá el rollo que después te doy la mosca. Pobre Chandler si a Marlowe se le hubiera cruzado un gallego preguntándole si no tenía más chico.


(Rubén Tizziani, Noches sin lunas ni soles, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 108)

sábado, 21 de junio de 2014

Precio

El viejo le agarró el brazo y lo empujó suavemente hacia la puerta.
—Preocupate por vos —dijo—, que nosotros estamos bien. Además siempre queda Natale.
No iba a quedar una mierda, y le dio bronca pensar que el otro se estaba muriendo allá. Bronca por todo: porque se moría —no importaba de qué manera— y por cómo había vivido. Por cómo habían vivido las dos y obligado a vivir a esos pobres viejos: con miedo y sobresalto, eternamente con el corazón en la boca. Esperándolos aunque fuera hasta las cinco de la mañana; agarrados de la mano en el dormitorio o en la galería más de una vez, en el verano. Años así, con el temor de que cualquier mañana se los trajeran dentro de una bolsa. Años yendo a Devoto o a Las Heras, cuidándolos hasta detrás de las rejas y los paredones. Por eso, ahora que volvía a verlos igual que entonces, indefensos, cansados de esperar sin ilusiones, mostrando tan sólo resignación, tristeza y una soledad que volteaba el alma, se preguntaba si al fin y al cabo había valido la pena. Si no hubiera sido mejor que se dedicarán otra cosa, mecánicos, torneros o vendedores de galletitas, pateando los barrios por la mañana. Cualquiera de esos oficios tranquilos y aburridos que daban para pucherear. Si tanta gente lo hacía, a lo mejor tenía su encanto: arrancar a la madrugada, con el paquetito del sándwich debajo del brazo, y volver al atardecer con el Piolín enrollado y el papel dobladito en el bolsillo.
Entre los dos hubieran podido mantener sin apuro a los viejos, casarse si mal no venía en cuanto tuvieran antigüedad o unos mangos ahorrados. Tal vez poner un bolichito, un quiosco, una verdulería. ¡Qué tanto quilombo! Si al fin y al cabo todos los laburos —hasta el de chorro— eran iguales, porque en todos había que pagar el mismo precio: libertad, sangre, humillación.


(Rubén Tizziani, Noches sin lunas ni soles, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 92)

jueves, 19 de junio de 2014

Minas

El viejo volvió a levantar la cabeza, apenas lo suficiente como para mirarlo por sobre los anteojos que se habían deslizado hacia adelante. Después, sin contestarle, retornó a los papeles: cuidadosamente, con movimientos tan precisos y delicados que uno no tenía más remedio que pensar que amaba ese laburo de trampearle a la ley y las fronteras. Habló mientras dibujaba la C con un rotundo trazo, sin alzar los ojos.
—No digo tanto, aunque algo tenés que haber cambiado. En otra época no hubieras metido a una mujer en el asunto.
—Yo no la metí, se metió sola.
—Vamos, la gente siempre se mete sola. Digo que antes la hubieras espantado.
Cairo caminó nuevamente hasta la ventana y espió hacia la calle. Pero era inútil darle vueltas al asunto para encontrar alguna explicación convincente: el viejo le había dado en la matadura y estaba de acuerdo con él: algo tuvo que quebrarse adentro sin que se diera cuenta; debía estar muy ablandado para aceptar la situación sin corcovear, como lo estaba haciendo.
—Por ahí es la edad.
Habló en voz baja pero lo bastante fuerte como para que Salgado lo escuchara. Por segunda o tercera vez desde que se llevara a la mujer del bulín de Páez pensó en dejarla en banda, en desaparecer y que la se las arreglara como pudiera. Con Páez o sin él, pero lejos suyo.
La voz de Salgado volvió a llegar lenta, precisa, verbalizándolo implacablemente.
—Lo peligroso que tiene este negocio es la costumbre, la ganas de quedarse que agarran a veces, de armar una situación que te mantenga inmóvil. Y en toda mina está ese riesgo: las mujeres son como las raíces, Cairo. La mayoría de la gente las necesita porque ayudan a quedarse quieto. Hay seguridad en una mina, calor: son un rincón húmedo y tibio, un descanso. Pero vos no podés darte el lujo de descansar.


(Rubén Tizziani, Noches sin lunas ni soles, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 102)

miércoles, 11 de junio de 2014

Último tango en Buenos Aires

Noches sin lunas ni soles, Rubén Tizziani

Cairo es un ladrón que está preso. Lo cazó el comisario Maidana. En un juzgado Páez y su gente ejecutan perfectamente un plan para liberarlo. Hacen este trabajo por pedido de Cairo, que necesita salir para ver a Natale, amigo y cómplice que agoniza en Paraguay. Quiere llevarle su parte de un botín escondido, de un golpe que dieron juntos tiempo atrás. Claro que Páez no se contentará con cobrar por su trabajo, sino que planea mejicanearle a Cairo ese botín completo. Lo primero que hace, entonces, es esconderlo en una casa de Capital. Su propio bulín. En el que está Ana. Joven, bella, triste, Ana fuma en camisón y Cairo, muy a su pesar, no puede sacarle los ojos de encima. Y es este encuentro el que va a lanzar a rodar la historia, porque esa misma noche Cairo se escapa de la casa, y Ana se va con él.

Doblemente perseguidos —por el temible Maidana y por Páez— Cairo y Ana se esconderán juntos durante el par de días que concentra la acción. Es el tiempo que Cairo necesita para organizar su huida: conseguir documentos, visitar a los padres de Natale, buscar la plata. El tiempo corre, sus perseguidores van cerrando el cerco y Ana, quiebre impensado en la vida delictiva de Cairo, no logrará torcerle el brazo al destino que lo espera en el terraplén de las vías del San Martín, en Palermo Viejo.

Lo que al principio es para Cairo un escape más, como tantos en su larga trayectoria de ladrón —de la policía, de otras bandas— se transforma radicalmente cuando aparece Ana. Y cuando acepta llevarla con él. Porque con ella al lado Cairo debe admitirse a sí mismo que esta es la última oportunidad de huir de su destino. Un destino en el que tratan de hundirlo tipos como Maidana y Páez, en el fondo tan prisioneros como él.

Novela negra pura y dura, tensa y veloz, Noches sin lunas ni soles es también una historia de códigos y de amistad, y a la que la posibilidad lejana del amor le instala esa tristeza tanguera tan propia de la literatura de Tizziani. Esa visión trágica, y el lunfardo arcaico que clava la historia en época y ambiente, esbozan un puente con ese género musical que, pensándolo bien —alguien en esta o la otra orilla del Río de la Plata debería hacerlo alguna vez— tiene su profundo costado negro y criminal.

Es cierto que hay obras que uno lee, como se dice en el fútbol, “con la camiseta puesta”. Por afinidades de diversos tipos, las novelas de Tizziani funcionan de esa manera para mí. Por su lenguaje, que lo escuchaba a mis mayores; por las películas que se filmaron con sus historias y que vi en mi adolescencia (*); por retratar una época que, debido a mi edad, no podía comprender pero, según supe más tarde, sí pude respirar. Por todo esto que (me) provoca me animo a decir que Tizziani es mejor narrador que escritor. Aún con sus imperfecciones —algunos problemas de punto de vista, algunos repeticiones—, que me gusta atribuir a una imaginaria “prepotencia de trabajo”, construye personajes y climas que no se olvidan. Cairo, delincuente de oficio y con códigos, cuya potencia como personaje comienza desde su mismo nombre, es uno de ellos. La efímera relación que encara con Ana, aún sabiendo que transita sus días finales, habla mucho de él. Y a la vez es un buen ejemplo del oficio de Tizziani, que hace jugar la tensión erótica a favor del suspenso de la historia (más allá de la trama, no perderse los capítulos 13 y 14, en los que los amantes se cuentan sus vidas mientras fuman en la cama, y alcanzan un clímax sexual de antología).

Sin dudas, Rubén Tizziani ocupa un lugar destacado en nuestra literatura de género negro. O debería ocuparlo. El rescate que de parte de su obra hace la colección Código Negro es muy valioso y de alguna manera hace justicia con un autor que merece la mayor difusión que pueda dársele.

4/14

(*): la película de José Martínez Suárez, de 1984, tuvo, además de persecuciones automovilísticas inéditas en nuestro cine, grandes interpretaciones de Alberto de Mendoza, Arturo Maly, Lautaro Murúa y Luisina Brando, cuya morocha sensualidad se grabó para siempre en mi memoria. Y ahí seguirá, por más que ahora sé que la Ana de la novela es rubia. Misterios del casting.


Seguí pinchando: Rubén Tizziani tiene otra novela policial publicada y llevada al cine. Por supuesto, la reseña en su blog amigo, pinchando aquí. Pero eso no es todo. Si te interesó esta obra de Tizziani, tal vez debería pasar a ver lo que hay de Juan Damonte. Pero lo que es seguro es que no deberías perderte nada de lo que escribe Guillermo Orsi, un propagador incansable y gran admirador de la obra del santafesino creador de Cairo. No sólo por el valor en sí mismo de la obra de Orsi, sino para apreciar en directo la reconocible influencia de un autor en el otro. Código Negro ha publicado a Damonte y hará lo mismo con Guillermo Orsi.

viernes, 6 de junio de 2014

La paciencia de Mitch (de copas)

El camarero sirvió otra ronda. Era un anciano encorvado con uniforme.
—¿Adónde las vas a buscar? —dijo Mitch. El camarero se enderezó y se quedó mirándolo—. He dicho que adónde vas a buscar las copas. Será algún sitio fuera del edificio, por narices. O puede que vayas a buscarlas a un par de manzanas de aquí, que tengas que ir en taxi o algo así. Lo preguntaba por curiosidad.
—No, señor —respondió el camarero—. Solo tenemos un hombre trabajando en el servicio de almuerzos y bar y está muy ocupado. ¿Las copas están a su gusto?
—Bueno, pues, ahora que lo dices, no. Casi todo se ha evaporado para cuando llega aquí.
—Mitch —dijo Cogan. Y se dirigió al camarero—: Sí, las copas están bien.
El camarero se marchó.
—La próxima ronda le encargaré por correo —dijo Mitch—. Seguramente tendrán un cupón de esos que salen en las revistas, lo envías y cuando llegas aquí solo tardan una semana en servirte lo que quieres.
—El sitio lo elegiste tú —le dijo Cogan.
—Es el único puto sitio que conozco en todo Boston, joder.


(George V. Higgins, Mátalos suavemente, Barcelona, Libros del Asteroide, 2012, pág 155)

jueves, 5 de junio de 2014

Un amigo nuevo

—Markie llevaba una timba. Y la asaltaron. ¿Lo sabías?
—Creo que algo he oído.
—Pues sí. —Cogan bebió su cerveza y dijo el camarero—: Ponme otra. ¿Quieres una? —preguntó a Frankie.
—Creo que estoy servido.
—Bien. —Cogan aceptó la nueva jarra y bebió—. Bien —repitió, secándose la boca—. No hay nada como una cerveza fría, lo digo siempre. Pues bueno, Trattman llevaba esa timba desde hacía años, la llevaba desde hacía mucho tiempo. Y ya la habían robado. ¿Y sabes? Esa vez había sido cosa de Markie.
—A lo mejor volvió a hacerlo —dijo Frankie.
—Hay muchos idiotas que van por ahí con ese cuento, yo también lo he oído. Y me ha cabreado. Porque no es que Markie fuese amigo mío, creo que solo hablé con él un par de veces en toda mi vida: si se mete en líos no es asunto mío, no iré a aclararle las cosas. ¿Quién soy yo? Solo un conocido. ¿Por qué iba escucharme? Pero después de lo de anoche, creo que tendría que haberlo hecho. Porque todas esas historias que corrían por ahí eran mentira. Markie no volvería a dar el palo, era demasiado listo para hacer algo así. Pero ves, a eso voy. Él tenía que saber, tenía que saber lo que decían de él y tendría que haber sido lo bastante listo, como China, para hacer algo al respecto. Para que algún soplapollas no decida que para hacer amigos no tiene más que cargarse a Trattman. Ah, el mundo está loco.
“Verás, Frankie —continuó Cogan, volviéndose un poco hacia él—. Me parece que eso es lo que piensan China y los otros, los amigos que se preocupan por ti. Piensan... bueno, ellos no saben cuánto has madurado desde que saliste. Creen que necesitas que alguien, alguien enterado, te aconseje.
—Sí.
—Que te enseñe a salvar el culo. Como te decía, no es tanto lo que hayas hecho como lo que creen que has hecho, eso es lo que hay que cuidar. En cuanto pasa algo así, hay que estar preparado para actuar.
—Sí.
—Pues bien, ¿dónde estará mañana por la noche?
—¿Quién?
—Johnny Amato. Mañana por la noche. ¿Dónde estará?
—No lo sé.
—Frank, recuerda lo que te he dicho. Tus amigos están preocupados por ti. Son tus amigos los que quieren que algún día puedas echar un polvo decente. Y son tus amigos los que quieren saber dónde estará Ardilla.
—Es la primera vez que te veo.
—Los nuevos amigos son los mejores. Tu otro amigo, en cambio, no puedes fiarte de él, ¿lo sabías? Mira en lo que te metió. Todo ese tiempo encerrado. En lugar de todos esos años sin comerte nada, podrías haber estado por ahí agenciándote un coño decente.
—No sé quién cojones eres.
—Son muy pocos lo que lo saben. China, a lo mejor, y, ah, también Dillon. Dillon me conoce. Tú, tú me pareces un tío inteligente. ¿Quieres que llame a Dillon y le preguntas por mí? No hay mucho que descubrir, ya te lo digo, pero puedes hablar con él. ¿Quieres hablar con Dillon?
—No.
—Bien, ¿donde estará? Sé que lo sabrás, si no lo sabes ahora.
—No tengo ni idea. He visto a John tres o cuatro veces desde que salí. No sé qué hace de noche. Se va a casa, supongo.
—De acuerdo —Cogan apuró su cerveza—. Ya nos veremos, Frankie, amigo mío.
Cogan hizo ademán de levantarse.
—Espera —dijo Frankie.
—Hay cosas que no pueden esperar. Me dices que no lo sabes. Vale, lo acepto. Pero tengo algo que hacer. Tengo que encontrar a alguien que lo sepa.
—Donde estará John mañana por la noche.
—Y ahora algo más, supongo. Como donde estarás tú pasado mañana. ¿Volverás a estar aquí? ¿Llegarás a eso de las tres y media, tomarás cuatro cervezas, te quedarás a comer, luego te marcharás al garito de Pagliacci como siempre haces para ver si aún queda algo follable y volverás a casa a medianoche o la una? ¿ Eso es lo que harás pasado mañana? ¿O harás otra cosa, lo que me llevará tres días de más? El asunto acabará igual. Y así me ahorras mucho tiempo.
Frankie no dijo nada.


(George V. Higgins, Mátalos suavemente, Barcelona, Libros del Asteroide, 2012, pág 211)